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Por qué educamos

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«Hay que pensar una escuela basada en la participación, en el reconocimiento de lo diverso», dice el investigador Pablo Imen. Las tradiciones pedagógicas emancipatorias.

 

Como ocurre cada tres años, los primeros días de diciembre de 2013 se dieron a conocer los resultados de las pruebas PISA, los exámenes estandarizados de matemática, lectura y ciencia que realiza la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico) a estudiantes de 15 años en 65 países. La Argentina obtuvo el lugar 59 –descendió un puesto con respecto a la evaluación anterior, realizada en 2009– y quedó por debajo de otros países latinoamericanos como Brasil, Chile y Uruguay. El ministro de Educación, Alberto Sileoni, reconoció su responsabilidad en un resultado que, aseguró, «no satisface a la sociedad». En cambio, desde otros sectores se cuestionó la validez misma de las pruebas, su pertinencia para realidades muy distintas de aquellas en las que fueron diseñadas y las implicancias políticas de aceptar la auditoría de un organismo internacional para medir la calidad del sistema educativo argentino. Se cuestionó, incluso, la noción misma de «calidad» , un término de clara raigambre neoliberal que sonó fuertemente en los ámbitos educativos durante la década del 90. Pablo Imen, licenciado en Ciencias de la Educación, director de Idelcoop y secretario de Investigaciones del Centro Cultural de la Cooperación, considera que las pruebas PISA son «un dispositivo de comparación de resultados de competencias definidas de manera ahistórica y abstracta por tecnócratas muy bien pagos cuyo objetivo expreso es medir y rankear rendimientos». Autor de La escuela pública sitiada, Una pedagogía para la solidaridad y Pasado y presente del trabajo de enseñar, entre otros libros, docente de la Universidad de Buenos Aires y especialista en políticas educativas, Imen enumera las principales razones por las que considera necesario oponerse a la realización de estos exámenes. «En primer término –asegura–, es virtualmente imposible comprender y aprehender realidades tan diversas a partir de herramientas estandarizadas. En segundo lugar, dicha medición –construida desde una perspectiva etnocéntrica y neocolonial– no aporta a la comprensión de los procesos y las relaciones pedagógicas, por lo que no brinda herramientas diagnósticas para actuar sobre los supuestos problemas existentes. Leer resultados no implica comprender ni cómo ni por qué se llegó a ese determinado rendimiento. Tercero, la presentación de una metodología cientificoide y presuntamente neutral se propone evitar una pregunta crucial: ¿para qué educar? ¿Para qué modelo de ser humano? ¿Para qué modelo de sociedad?»
–Las pruebas PISA pretenden ser neutrales. ¿Lo son realmente?
–No, esta presunción de neutralidad es un modo enmascarado de promover una política inconfesable: la de la subordinación a unas competencias definidas por tecnócratas, la sujeción a un ranking de rendimientos, la aceptación de un juicio académico por los resultados consignados y la definición de «calidad educativa» como una medición estandarizada de resolución de competencias. Nuestra región debería abandonar esta verdadera trampa epistemológica, política y pedagógica, y crear –a partir de repensar una pedagogía para la América Latina del siglo XXI– sus herramientas de construcción curricular, de evaluación de los aprendizajes y de acompañamiento de estrategias pedagógicas y políticas que aseguren la educación como un derecho social y humano, como un aporte a la formación de hombres y mujeres libres con voluntad, inteligencia y sentimientos, dispuestos a la construcción de un proyecto colectivo basado en la igualdad, la justicia y la emancipación.
–De todos modos, ¿no debería haber alguna forma de evaluación del sistema educativo?
–Está claro. Pero el tema es en función de qué proceso pedagógico y para qué fines. En Venezuela hay un proyecto político-educativo y pedagógico que establece otro modo de pensar la construcción de conocimientos pertinentes, relevantes, valiosos, transformadores de los que enseñando aprenden, de quienes aprendiendo enseñan y construyen colectivamente un saber transformador. Por  caso, se plantea que la institución educativa tiene que armarse cada año en diálogo con la comunidad. Entonces, si hay que estudiar –pongo un ejemplo concreto– el Teorema de Pitágoras (que estudia superficies), no es lo mismo que yo lo tenga que enseñar en el pizarrón y lo tome al final del día que diga: «Bueno, vamos a ir al lago a mirar la contaminación, a ver de qué viven los pescadores». Así, adquirís una noción de espacio , de superficie, vinculado con la vida. Después volvés y cuando enseñás el teorema de Pitágoras y cómo calcular una superficie, podés hablar también de la producción, de la huerta. La evaluación debería responder a pensar cómo fueron los procesos y los resultados de la educación. La pregunta para la evaluación es para qué querés educar. ¿Hay que formar buenos respondedores de preguntas estandarizadas? Si es eso, es eso, pero hay que decirlo. Decir: nosotros queremos que te saques 10 en las pruebas de los conocimientos que figuran en mi manual. ¿Qué queremos? ¿Formar personas que piensen y que actúen de manera autónoma, creativa y solidaria? Entonces habrá que generar un dispositivo de evaluación con el que podamos ver si eso ocurrió y generar una didáctica y un currículum que tenga que ver con eso que quiero enseñar. Nadie se niega a la evaluación. Lo que sí cuestionamos es la idea neoliberal de evaluación.
–¿Cómo se responde hoy en la Argentina a estas preguntas que mencionabas antes, para qué educar, para qué modelo de ser humano, para qué modelo de sociedad?
–Depende de quién las conteste. Creo que es un momento interesante. Yo siempre uso un concepto de justicia que tomé de una feminista marxista estadounidense, Nancy Fraser. Ella dice que pensar en una sociedad basada en la justicia implica tres dimensiones: la redistribución de los bienes materiales y simbólicos, el reconocimiento de lo diverso y la participación de los sujetos. Cuando pienso en una educación justa, pienso cómo se genera una política que haga que se redistribuya el conocimiento, que se reconozca la diversidad cultural y que implique una participación activa de los sujetos de la educación. Entonces, por ejemplo, en Venezuela, hay una política de búsqueda para lograr estas tres dimensiones. En Chile, todo lo contrario. Y en Argentina hay un énfasis, me parece, en la redistribución, o sea en generar mecanismos para que los chicos ingresen, para que terminen la escuela, con las netbooks, con la Asignación Universal, con la creación de universidades para que muchos pibes, por primera vez en sus familias, obtengan un título universitario. Hay una gran búsqueda reparadora de los efectos de exclusión de las políticas neoliberales.
–¿Pero no hay un modelo educativo?
–La construcción de un modelo pedagógico marcha con más dificultad. Primero hay en disputa un proyecto de país. Cuando Cristina dice «la patria es el otro», uno puede pensar que estamos en la búsqueda de reconstruir el proyecto de Patria Grande. La pregunta sería qué escuela haría falta si yo estoy construyendo un modelo de sociedad basado en la igualdad, en la participación, en el reconocimiento de lo diverso. Y en un contexto que viene de 50 años de fragmentación del sistema educativo, con un ministerio que aún es un ministerio sin escuelas, es más difícil.

–¿Se están llevando adelante políticas para que la escuela acompañe ese proyecto, ese modelo de sociedad?
–Sí, pero no es sencillo, la gestión no es fácil; es complejo dar esta batalla cultural en los ministerios y en las escuelas. Primero, porque al estar descentralizado el sistema, la Nación tiene que negociar y lidiar con los ministerios provinciales, que algunos están subidos al cambio y otros no tienen ningún interés en hacerlo, porque cada provincia tiene su propio proyecto.  Es cierto que el Consejo Federal de Educación, compuesto por todos los ministros de provincias, la Nación y con consejos asesores que funcionan con efectiva participación, por ejemplo, de los sindicatos docentes, ha permitido avanzar algunos pasos muy importantes. Pero el tema del federalismo termina agregando complejidad, porque, por caso, el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires tiene una visión antagónica a la del  Gobierno nacional en todo, y también en educación. ¿Cómo resolver, entonces, esta tensión entre lo particular y lo general? En nuestra perspectiva, la educación debe ser nacional, y su inspiración, la idea de derecho humano. Ahí tenemos un problema concreto.
Y después está el nivel de las instituciones, donde hay docentes que están haciendo profundas transformaciones y hay docentes muy conservadores, como pasa en la sociedad. Entonces uno puede decir: «yo quiero una escuela democrática, emancipadora, participativa» y después hay que operar para transformar la propia institución. No es simplemente sacar una buena ley; es generar los dispositivos y poner los recursos y tener la paciencia pedagógica para dar una batalla difícil.
–¿Y mientras tanto hay otros problemas más urgentes?
–Sí, hay que ir resolviéndolos, y eso también es muy complejo. Por ejemplo, la Ley Nacional dice que la secundaria es obligatoria, pero la marca de origen de la secundaria es que se trata de un nivel excluyente. O sea, la secundaria era, en 1880, el puente para la universidad, que era para una elite. Esa escuela era autoritaria, enciclopedista, jerárquica. Hoy, esta escuela debe ser para todos; eso dice la ley. Hay un 80% de pibes en edades secundarias que están en la escuela. Estamos muy por encima de otros países latinoamericanos. Pero la matriz cultural de esa escuela atenta contra la democratización del acceso de los pibes. Hace un tiempo, hubo en una provincia un movimiento de docentes autoconvocados contra el «facilismo» en la escuela, con el argumento de que «no todos pueden estudiar». Y no, no es así; todos tienen derecho a estudiar. La educación es un derecho de ciudadanía. Quien está convocada a cambiar es la escuela, para dar cabida a la ampliación del derecho, pero eso requiere recursos y una gran paciencia pedagógica, como ocurre con los grandes cambios sociales. Ningún decreto ni discurso de moralina cambiará un proceso de implicación de los colectivos docentes, que deben ser interpelados para repensar su proceso de trabajo y la dinámica de las instituciones escolares. La democracia del conocimiento se convierte en una gran escuela que atraviesa a la institución formal. Es un gran desafío colectivo. No se puede ni sin los docentes, ni contra los docentes, al tiempo que es imperioso señalar los obstáculos y aquellas transformaciones indispensables que reconfiguren a la escuela como un espacio profundamente democrático y participativo. El Estado, los movimientos sociales, los sindicatos docentes, el movimiento estudiantil, colectivos docentes diversos: nadie sobra en esta batalla. No se trata de levantar el dedito acusador sino de construir entre todos y todas esta nueva escuela. Hoy, en Nuestra América, todo está en discusión; fluye un hervidero de ideas y disputas donde todo está siendo revisado. La educación no puede ni debe sustraerse a esa deliberación pública.
–Hace un tiempo, el ex ministro de Educación porteño, Mariano Narodowski, dijo que el kirchnerismo había perdido la escuela pública porque la cantidad de chicos en escuelas privadas había aumentado desde 2003. Decía que entre 2003 y 2011 la participación de la educación privada en la matrícula subió del 22 al 28%; es decir que hay chicos que pasaron de la escuela pública a la escuela privada. ¿Cómo ves esta situación?
–No tengo las estadísticas a mano, pero, de todas maneras, a nivel nacional, para todos los niveles, la inmensa mayoría de la matrícula está en la escuela pública. Yo diría que primero hay que ver la realidad de cada provincia. Después, además, hay un mejoramiento de las condiciones materiales de la mayoría de la sociedad y hay un bombardeo permanente contra la escuela pública.
–¿Y por qué el mejoramiento de las condiciones materiales lleva a las familias a optar por la escuela privada?
–Creo que eso tiene que ver con el martilleo permanente neoliberal. Los 90 lograron, por un lado, destruir lo público, a pesar de lo cual, insisto, en los 90 la escuela pública fue el último bastión de ciudadanía; o sea, ahí no te preguntaban nada, tenías un lugar. Pero hubo un intento por destruir lo público y un machaque ideológico de que lo privado siempre es mejor. Recuerdo que cuando privatizaron todo dijeron que iba a haber servicios más baratos, mejor calidad, que íbamos a pagar la deuda externa. Y las mismas mentiras que nos vendieron de que lo privado es mejor para los servicios vale para la educación pública. La mayoría compró el discurso. Pero me parece que esa no es la discusión; para mí, la discusión es qué proyecto pedagógico proponer, o sea, qué ser humano quiero formar y para qué tipo de sociedad, y cómo la escuela puede acompañar este proceso. Y ver cómo los docentes acompañan –y el Ministerio acompaña, y la comunidad acompaña– para que los pibes de hoy sean ciudadanos, trabajadores del mañana con ciertas características. Y si se corre ese eje de discusión, estamos poniendo el carro delante del caballo.

Marina Garber
Fotos: Jorge Aloy

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