Voces | ENTREVISTA A MARTA LAMAS

Repolitizar el feminismo

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Bárbara Schijman

«La violencia hacia las mujeres es resultado de una violencia que tiene que ver con un capitalismo voraz», dice la antropóloga. El riesgo del punitivismo.

Foto: Gentileza Lucero González

Marta Lamas es investigadora titular del Centro de Investigaciones y Estudios de Género de la Universidad Autónoma de México (UNAM) y doctora en Antropología por el Instituto de Investigaciones Antropológicas de la misma institución. De madre y padre argentinos, nació en 1947 en la Ciudad de México. Es una de las voces más representativas del movimiento feminista y de la defensa de los derechos de las mujeres en México y América Latina.
Su acercamiento al feminismo fue primero «existencial». En su casa de la infancia se respiraba feminismo e igualdad, sobre todo gracias a su madre, «feminista, argentina, psicoanalizada», quien había estudiado letras francesas y comentaba con Marta El segundo sexo, de Simone de Beauvior. Sin embargo, Lamas subraya que su propio acercamiento fue por la vía de la política: «En el último año del bachillerato me uní a un grupo trotskista y así comenzó mi entrada a la política. El marxismo ha marcado mi vida; un marxismo democrático radical muy al estilo de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe».

«Si ponemos la identidad en el centro de nuestra práctica política se corre el riesgo de aislarnos de otras identidades y no poder cambiar las cosas.»

En 1971 tuvo la oportunidad de escuchar en México a Susan Sontag «hablar de ese feminismo nuevo que estaba estallando en Estados Unidos con el lema “Lo personal es político” y de la sexualidad como un campo donde se jugaba el poder». Ese hecho, cuenta, le permitió ampliar la mirada a cuestiones que hasta entonces no había considerado parte de la política. «Hace 50 años éramos muy pocas las feministas. Nunca imaginé que iba a ver el feminismo masivo que he visto los últimos años en la calle; esto es algo muy alentador», confiesa.
Es fundadora de la revista Debate feminista, del Grupo de Información en Reproducción Elegida (GIRE), de la Sociedad Mexicana Pro Derechos de la Mujer y del Instituto de Liderazgo «Simone de Beauvoir» y autora, entre otros libros, de Acoso, ¿denuncia legítima o victimización? (2018); Memorias incompletas. Algunos de mis activismos feministas (2020); Dolor y política: sentir, pensar y hablar desde el feminismo (2021); Dimensiones de la diferencia. Género y política (Clacso, 2022), una antología sobre género y política en la que «dialogan diferentes figuras, tiempos y espacios del feminismo sobre lo que significa realmente ser hombre o ser mujer, obedecer o transgredir mandatos, luchar, existir y pensar como feministas, más allá de la identidad».
A continuación, Lamas se refiere al presente de las luchas feministas, a la violencia machista, los debates en torno al trabajo sexual, la trata y las posiciones punitivistas y antipunitivistas. Además, la acción colectiva y «la lección de la marea verde en Argentina» a partir de una «mirada política de articularse con otros movimientos sociales en búsqueda de un objetivo común».

–¿Cuáles son los puntos centrales de las luchas feministas hoy y cuánto se asemejan a las luchas de las que hablaban Simone de Beauvior y Susan Sontag?
–Creo que el mayor cambio es la centralidad que ha cobrado en los últimos años el tema de la violencia. El feminismo de los años 70 –soy muy de la segunda ola en ese sentido– hablaba de la opresión, de una subordinación de las mujeres, de un «sexismo», que era una discriminación en función del sexo, y la apuesta política era por una emancipación. Lo que veo que ha ocurrido, sobre todo en los últimos 20 años, es que el contexto de lo que están viviendo las mujeres, en especial en México con la violencia de los secuestros, los feminicidios, las desapariciones, ha restringido esta mirada emancipatoria para todes –no solamente para las mujeres sino para todes– al tema de la violencia. Sin duda es un tema sumamente importante, pero que ha copado mucho de la discusión política del feminismo y se ha vuelto la demanda fundamental y central de las feministas más jóvenes, que viven en carne propia una problemática absolutamente aberrante. Este contexto de tanta violencia va a incidir también en la narrativa del feminismo y en los objetivos de lucha.
–Más allá de que las narrativas puedan variar, ¿los objetivos de las luchas no se tocan finalmente?
–Es muy difícil en este momento no darle al tema de la violencia la importancia que tiene, pero aparte de la importancia que tiene, sí introduce un sesgo en el tipo de narrativa. Entonces todo lo que tiene que ver con violencia, abuso sexual, acoso, ha cobrado esta centralidad y el tema del trabajo ha quedado absolutamente en segundo plano. Es decir, económicamente, mucha de la violencia también está enganchada al modo de producción y aquí no estamos para nada tomando en serio el tema del modo de producción, que es necesario transformar. El problema es de una gravedad brutal pero el foco con el que se lo está analizando está muy influenciado por este feminismo estadounidense, tipo Catharine MacKinnon, que habla de la dominación de los hombres sobre las mujeres. Este es un discurso político con el que discrepo totalmente, pero que engancha muy fácilmente en las subjetividades de mujeres que están viviendo esas violencias en manos de sus compañeros hombres, de los hombres en la calle o de los hombres jefes.

«En la manera en que analizamos el trabajo sexual incide la doble moral, que tiene una valoración que divide a las mujeres en decentes y en putas.»

–¿Cómo es ese discurso político con el que discrepa?
–En los últimos años se está posicionando una narrativa centrada en las mujeres como vulnerables víctimas y en los hombres como malditos victimarios, minimizando o ignorando la agudización del capitalismo y su transformación en la actual versión neoliberal y neoconservadora. Este proceso ha troquelado las subjetividades y está produciendo una gran cantidad de problemas que estamos viviendo ahora. Claro que existe la violencia hacia las mujeres y claro que hay que luchar contra esa violencia, pero la violencia hacia las mujeres es resultado de una violencia anterior que tiene que ver con el sistema económico, social y político de un capitalismo voraz que ha ido avanzando de una manera impresionante.
–¿Qué centralidad le otorga a la organización y al trabajo colectivo con otros movimientos sociales?
–Creo en los frentes, en las coaliciones; las feministas solas no vamos a avanzar. Por supuesto que las identidades son importantes, pero tú no puedes armar una lucha solamente a partir de tu identidad a menos que estés dispuesta a tomarte de la mano, a hacer alianzas con otras identidades. El problema de fondo no es un problema identitario, aunque las discriminaciones en función de la identidad sean una expresión de ese problema de fondo que tiene que ver con cómo estamos organizados como sociedad, en un modelo de explotación, opresión y, obviamente, de violencia. El punto es que si ponemos la identidad en el centro de nuestra práctica política corremos el riesgo de aislarnos de las otras identidades y además de no tener un buen diagnóstico de lo que está pasando y no poder definir una articulación colectiva para cambiar las cosas. Los grupos que están luchando por cambiar este sistema están muy fragmentados. A mí me entusiasma cómo funcionó la marea verde en Argentina. Que hayan logrado la legalización del aborto tuvo que ver con esa mirada política de articularse, con sindicatos, con otros movimientos sociales, en búsqueda de un objetivo común. La lección que da la marea verde es espectacular y tenemos que replicarla, ajustándola a nuestras características nacionales.

Foto: Gentileza Stephanie Brewster

–Usted sostiene que existe una mezcla conceptual, legal y política entre comercio sexual y trata que no solo aleja posiciones entre los feminismos sino que genera más violencia. ¿Cuál es esa confusión de la que habla?
–El trabajo sexual es, de nuevo, un tema de trabajo. Hay formas del trabajo sexual absolutamente perversas, ilegales y brutales, como la trata, en donde las personas no pueden decidir ni elegir y son cooptadas. No se puede generalizar diciendo que «todas las trabajadoras sexuales son libres y felices» o que «todas las trabajadoras sexuales sufren». Existen distintas condiciones para llevarlo a cabo; pero tampoco limpiar baños todo el día es bonito. Hay quienes pueden aguantar un trabajo en una fábrica y hay personas que prefieren hacer dos o tres actos sexuales al día y tener más tiempo libre para cuidar a sus hijos. En la manera en que analizamos el trabajo sexual incide la doble moral, que tiene una valoración que divide a las mujeres en decentes y en putas.
–Su análisis propone distinguir según el tipo de intercambio sexual. ¿En qué consiste esta idea?
–Hay todo un tema con la valoración de la sexualidad. Para empezar, si analizamos lo que son los intercambios sexuales, encontramos que hay dos grandes tipos: los intercambios expresivos y los intercambios instrumentales. Los expresivos remiten al deseo, y los instrumentales a un cambio de sexo por otra cosa: regalos, cenas, viajes, anillo de compromiso. El conflicto aparece cuando el intercambio se hace por dinero. La sociedad acepta muchos intercambios instrumentales, pero rechaza que medie el dinero. Hay una reflexión que hacer de por qué algunas mujeres son absolutamente maltratadas y estigmatizadas y otras, las noviecitas o las amiguitas que van haciendo intercambios instrumentales con los hombres o con una pareja, no. Entonces, lo primero es tratar de ubicar de qué estamos hablando. Estamos hablando de un intercambio instrumental por dinero que se puede hacer en buenas condiciones o que se puede hacer en condiciones ínfimas, espantosas. Y por eso es importante el tema de la regulación. A mí me alucina y me sorprende esta reacción tan visceral que remito a lo que decía Max Weber de cómo había dos éticas con las cuales analizar problemáticas en disputa en lo social: la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad, y cómo a las personas que funcionan con la ética de la convicción no les interesan las consecuencias que tengan; ellas están convencidas de que eso está mal y que hay que prohibirlo y no se fijan cómo su convicción va a afectar las vidas concretas de las personas. En cambio, la ética de la responsabilidad es decir: «A ver, a mí puede que no me guste el trabajo sexual, pero si yo pongo una ley que lo prohíbe, ¿cómo va a afectar eso a las personas que no tienen otra forma de ingreso?».
–¿La discusión de fondo es entre dos éticas?
–Entre dos perspectivas ético-políticas. En la discusión que trae el feminismo hay mucho de la ética de la convicción vinculada con este feminismo de la dominación de Catharine MacKinnon y de un grupo de feministas que piensan que es la sexualidad de la mujer lo que la vuelve más vulnerable y lo que permite el abuso de los hombres. Ellas ven el trabajo sexual como una forma denigrante, violenta incluso. Pero si muchas mujeres optan por ello, ¿cuáles serían las condiciones para que lo hicieran sin riesgo, de la mejor manera? Todo eso está en la discusión del trabajo sexual y es una discusión muy complicada, yo diría que es más complicada en México que en Argentina.

«La reacción punitivista está muy fuerte, sobre todo en grupos de chicas que no han pasado por la formación política de la militancia de izquierda.»

–¿Por qué?
–Porque en México no tenemos una Georgina Orellano que pueda dar la cara desde un espacio como la Asociación de Mujeres Meretrices de Argentina (AMMAR). Eso ya le da un piso distinto a la discusión porque lo está ubicando como un trabajo. En México no tenemos eso. Tenemos una ley que dice que si eres mayor de 18 años tienes la libertad de hacer lo que quieras con tu cuerpo, pero no permite la organización del trabajo, como rentar un espacio. Ese es un punto clave. Por eso el tema del trabajo sigue siendo para mí la palanca para transformar la situación. El tema del trabajo tiene que ir de la mano del sindicalismo, es decir, los, las, les trabajadores tenemos que unirnos si queremos cambiar las condiciones de producción, de distribución y de organización de la sociedad. Me preocupa sobre todo la narrativa de un cierto feminismo que mezcla comercio sexual y trata en el mismo discurso, y que lo que quiere es erradicar, abolir, acabar con el comercio sexual. Tal vez cuando tengamos una sociedad que otorgue un ingreso vital mínimo a todo el mundo habrá muchas mujeres, que hacen trabajo sexual, que con ese ingreso mínimo podrían dejar de hacerlo. Es un tema difícil y es un tema absolutamente atravesado por el neoconservadurismo y por este feminismo abolicionista de forma exacerbada, pero más abolicionista solo en el sentido de abolir el comercio sexual y no en el amplio abolicionismo de Angela Davis, que dice «hay que abolir toda la represión del sistema».
–Otra fuerte divergencia entre los feminismos tiene que ver con posiciones punitivistas y antipunitivistas. ¿Cuál es el riesgo de que ciertas posturas, que a veces parecieran irreconciliables, puedan restarle al feminismo algo de su carácter transformador o crítico?
–Comparto totalmente la crítica antipunitivista. Obvio que hay actos reprobables que tienen que tener una resolución penal, pero no necesariamente hay que subir las penas. Agresiones como la violación requieren ser penalizadas, pero hay otro tipo de acciones, que en este momento se están viviendo como muy ofensivas o muy denigratorias hacia las mujeres (miradas, palabras) ante las que habría que buscar una reparación distinta, por ejemplo, una disculpa pública. La reacción punitivista está muy fuerte, sobre todo en grupos de chicas jóvenes que no han pasado por el tipo de formación política que tuvimos las militantes de izquierda, una formación política con debate, lectura, estudio y confrontación con otras posiciones. En muchas colectivas feministas no se está debatiendo, cada grupo está con lo suyo, está aislado, es más, cancelan a las que piensan distinto en vez de decir «qué curiosidad que otra feminista piense tan distinto; me gustaría confrontar lo que yo creo con lo que ella cree y veamos hasta dónde podemos o no coincidir». 

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