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«Ser testigo fue una manera de cerrar un ciclo»

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Se exilió en Francia, junto con su esposa, luego de haber sido detenido y torturado en Tucumán, en el marco del Operativo Independencia, en 1975. Volvió para declarar en el juicio a los genocidas y presenciar la sentencia. Relata cómo se vio envuelto en ese escenario del horror.

Giamba camina por la galería del sitio de Memoria La Escuelita de Famaillá. Se ríe, hace bromas; recuerda. En marzo de 1975 Roberto Giambastiani fue secuestrado junto con más de una decena de personas en el escenario menos imaginado: una fiesta de casamiento. 23 días permaneció en cautiverio en lo que fue el primer centro clandestino de detención. El terrorismo de Estado había empezado en Tucumán. Los mecanismos de tortura y exterminio ya se implementaban en lo que se conoce como la antesala del horror: el Operativo Independencia. Tucumano por adopción, cordobés de nacimiento y jujeño de crecimiento, Giambastiani vive actualmente en Lyon, Francia. Esa ciudad fue donde se exilió junto con Sara Carrizo, su compañera de vida. Volvió a Tucumán el año pasado para declarar como testigo sobreviviente en la megacausa que juzga los delitos cometidos durante aquel período. A mediados de agosto de este año emprendió nuevamente el regreso a esta ciudad para presenciar la sentencia. Fue un proceso que llevó 16 meses de audiencias, con un universo de 271 víctimas y con 17 imputados en el banquillo, de los cuales 10 expolicías y militares fueron condenados y 7 imputados terminaron absueltos.
–¿Cuándo llegó a Tucumán y cómo fueron esos primeros años?
–De Jujuy a Tucumán llego a fines del 68, sin haber terminado el secundario porque un profe de historia, un militar con el que habíamos tenido nuestras diferencias, me dijo que mientras él fuera el profesor del colegio Nacional de Jujuy, no tendría mi bachillerato. Así que me vine a Tucumán, rendí las materias que debía en el Nacional de acá y me inscribí en el curso de ingreso en la Facultad de Arquitectura. En el año 75 ya había dejado de cursar por la vida familiar y el trabajo, me casé en 1972, pero mantenía la esperanza de retomar la carrera. Me dedicaba a la música también. Fui uno de los fundadores de la pequeña banda Trícupa, que tenía por característica hacer música compuesta por nosotros. De vez en cuando hacíamos covers para tocar en los bailes, para pagar las cuerdas, pero lo que queríamos era impulsar una nueva onda musical que ya era muy difundida en Buenos Aires por Almendra o Vox Dei. Buscábamos contribuir a ese desarrollo aunque lo nuestro además de tener mucho de rock de los 60 y 70, venía con fuertes raíces folclóricas y jazzeras. Con esta banda llegamos a tocar en al B.A. Rock II junto con figuras legendarias como Alma y Vida, Arco Iris, Litto Nebbia y Vox Dei.
–¿Cómo recuerda ese 1975?
–El de 1975 fue un año muy corto. De enero a marzo seguía haciendo música y trabajando en Tucumán, pero después la vida cambió radicalmente. Se convirtió en un año de angustia, de correr, de susto, de estar en un lugar y luego en otro. Así hasta que pudimos viajar. Me liberaron en abril y viajo en noviembre. Entre el secuestro y el viaje se me hizo corto.
–¿Cómo fue ese día en que cambió radicalmente su vida?
–Fue el 22 de marzo de 1975. Se casaba mi cuñado en San Pablo (localidad del departamento de Lules, a 15 kilómetros de la capital tucumana) y estábamos ahí todos reunidos, festejando. En un momento llegaron grupos de militares armados, rodearon la casa de los padres de la novia y entraron pateando y rompiendo todo lo que estaba a su paso. Robando los regalos, tomándose las bebidas y comiendo las comidas. Entraron de una forma muy violenta y sorprendente porque no nos esperábamos ese tipo de situación. Para peor de males estaba lloviendo mucho. La situación era muy confusa. La fiesta pintaba fantástica. Era en el patio de la casa, en la parte de adelante; se habían puesto unos toldos porque ya desde temprano parecía que iba a llover. Uno de los secuestrados de esa noche era un amigo del hermano de la novia que había ido a ayudar con esos toldos y se quedó, invitado por solidario. Pobre muchacho, habría sido mejor que se hubiera vuelto a su casa. Era una fiesta grande. Recuerdo ese momento como si hubiera caído un rayo. Nos sacaron de la fiesta y nos obligaron a formar dos filas, una de varones y otra de mujeres. Esas filas iban pasando frente a un auto que tenía las luces altas prendidas. Nos dijeron que no levantemos mucho la cabeza. Desde la banquina, alguien que estaba protegido con un casco de guerra señalaba a quienes debían separar de las filas. Me tocó y nos subieron a una camioneta donde éramos 7 varones. En otra camioneta subieron a 5 mujeres, entre ellas a mi esposa. Nos pusieron boca abajo en la caja de la camioneta y nos tenían aplastados con las botas sobre la espalda. Era imposible ver a dónde nos llevaban. A unos pocos kilómetros nos bajaron en un lugar arbolado, creo que eran eucaliptus. Cuando llegamos nos ataron las manos en la espalda, nos vendaron los ojos y nos pusieron una capucha. A partir de ahí estuve ciego todo el tiempo.
–En su declaración en el juicio contó que estuvo en dos lugares, ¿recuerda cuáles fueron?
–Primero nos hicieron entrar a una casona, con el tiempo llegué a saber que era el casco del Ingenio Lules. Ahí tuve mi primer «baile», era la primera noche. Mucho castigo corporal, vejaciones de todo tipo. Antes de entrar en la casa nos hicieron caminar chocando entre nosotros. Nos obligaban a caminar rápido y nos dábamos cabezazos, codazos, golpes. Después nos dieron un jarro de mate cocido que estaba muy caliente, apenas lo podíamos agarrar y nos hacían tomarlo rápido. Después me subieron a una pieza por unas escaleras de madera, donde me empezaron a torturar. La persona que habían separado del grupo decía que yo era un correo del ERP y que me decían «el doctor». Se notaba que era chico y que estaba muy mal, que había sido muy torturado. Lo único que se me ocurrió fue pedirle que diga de qué color eran mis ojos, el muchacho respondió que marrones. Entonces les dije a los que estaban ahí que se fijen y comprobaran que mis ojos son claros, no marrones. Se fijaron y me volvieron a encapuchar y le empezaron a pegar a él. Pero tampoco aflojaron conmigo. Al día siguiente me sacaron de ahí. Nos «bolsearon» a otro camión. Digo nos bolsearon porque nos levantaban y nos tiraban como bolsas sobre otros cuerpos. Algunos se movían, de otros no sabría decir si estaban vivos o no. Por ahí la gente no se movía por miedo o porque estaba muy golpeada, no lo sé. De ahí me llevaron a un lugar donde nos hicieron bajar y ahí sí me aplicaron picana eléctrica.
–¿Cuándo supo que ese lugar era Famaillá o La Escuelita?
–Me entero de dónde estaba porque en un momento dado siento por un altoparlante una voz invitando a la población de Famaillá «al solemne Tedeum de Semana Santa» que se hacía en conjunto entre militares y civiles. Después me doy cuenta de que era una escuela cuando uno de los torturadores me dice: «¿Sabés dónde estás? Estás en la escuelita de los niños cantores. Aquí el que no canta es boleta».
–Estuvo casi un mes secuestrado, ¿cómo fue su liberación?
–23 días después me liberaron. A mí me largan 4 o 5 días después de haber parado de torturarme. Me llamó la atención que un día que me revisaron el cuerpo, me tocaban el pecho, me auscultaron y después me volvieron a la celda. Uno de los tipos me había dicho: «A vos gringo ya te van a la largar». En un momento escuché que entraron camiones y que subían gente, esperaba ir yo, pero no. Ese día pedí ir al baño y pude ver mi pecho. Tenía un moretón como una pelota de futbol. Un día por fin me sacaron en un camión con otras personas y nos fueron bajando de a poco. Yo fui el último. Pidieron que me tirara al piso y que contara hasta 100. Recién entonces iba a poder levantarme. Me saqué la venda pero apenas podía ver, tenía una conjuntivitis galopante. Traté de ubicarme y quise correr pero no podía. Yo había estado 23 días caminando como ciego, con pasitos cortitos, así que no podía correr, me enredaba, me caía. Así que me puse a marchar en el lugar y de a poquito a trotar y recién pude empezar a caminar rápido. Llegué a un cruce de caminos donde había gente esperando un colectivo; les pregunté si por ahí pasaba alguno que me lleve a San Miguel de Tucumán. Cuando subí al ómnibus le dije al chofer que no tenía cómo pagarle y me dijo «andate al fondo». Ahí había por lo menos tres personas en las mismas condiciones que yo. Así es que llegué a mi casa y me reencontré con mi mujer. Ahí supe que ella había sido llevada a la comisaría y que cuando la llevaron a la casa le prohibieron salir y la tenían vigilada.

–¿Cuándo y cómo tomaron la decisión de irse de Tucumán?
–Cuando me reencontré con mi esposa decidimos irnos porque las posibilidades de que esto se repitiese eran altas. Finalmente nos fuimos a Francia, aunque al momento de irnos no estaba muy claro a dónde iríamos. En España estaba el dictador Francisco Franco, Italia no recibía migración, Inglaterra solo recibía inmigrantes con contrato de trabajo previo de modo que solo nos quedaba Francia, donde teníamos algunos contactos por franceses que vivían en Tucumán. Fue muy importante haber podido ir juntos. Ninguno de los dos hablaba el idioma, así que fue un aprendizaje desde cero y el hecho de ser dos hizo posible sobrellevar el desarraigo y todo lo que significaba vivir tan lejos.
–¿Cómo fueron esos tiempos en Europa?
–Primero llegamos a Madrid en avión el día que estaba agonizando Franco. Cuando llegamos a Barcelona nos enteramos de que moría, eso era como una señal de buen augurio para nosotros. Ya en Francia nos fuimos a París, pero nosotros teníamos un estilo de vida muy provinciano así que buscamos un lugar más chico, Lyon fue ese lugar. Es una ciudad con dos ríos, como Jujuy, y eso también fue como una buena señal. Mi primer trabajo vino gracias a la música. Conocí unas personas que hacían música andina y empecé a tocar con ellos. Una noche que tocamos en público alguien se acercó al escenario. Trabajaba en una empresa de construcción y nos contó que estaban buscando un dibujante; así, mi formación en arquitectura me permitió empezar a trabajar. Fui haciendo varias cosas, pero siempre de la mano de la música. Luego vinieron las hijas y nos fuimos quedando, al punto que hoy tenemos más años viviendo en Lyon que en Argentina.
–¿Cómo fue el regreso a la Argentina?
–Fue en el 88. Se dio porque los viejos se estaban poniendo más viejos todavía, y las hijas se estaban poniendo grandes. Antes no habíamos podido volver porque teníamos el estatuto de refugiados políticos así que cuando conseguimos la nacionalidad francesa pudimos pensar en el regreso. Fueron 13 años de ausencia que implicó el esfuerzo de juntar la plata para los cuatro pasajes y así por fin lograr que nuestras hijas conocieran a sus abuelos. Cuando supimos que podíamos volver teníamos una especie de ansiedad por reencontrarnos con los sabores, los olores, todas esas cosas que tuvimos que dejar de raíz; pero al mismo tiempo era una especie de incertidumbre, entre miedito y alegría.
–¿Cuándo y dónde se entera de que empezaban los juicios y cómo le impactó esa noticia?
–¡Uf! Nos enteramos de que comenzaban los juicios estando en Francia. Fue muy fuerte saber que esa pelota había empezado a moverse y darnos cuenta de que a pesar del tiempo que había pasado había gente que todavía buscaba justicia. Fue muy movilizante. Recuerdo que una de las veces que habíamos venido tuvimos una discusión con mi papá porque él creía que después de tanto tiempo uno venía a buscar venganza. Yo le expliqué que eran dos cosas diferentes la venganza y la justicia. Porque uno se puede vengar de alguien que te hizo daño, que conocés, pero a mí me hicieron todo esto unos fantasmas, gente que yo no conocía. Para mí era y es importante la justicia.
–¿Qué significó ser testigo en el juicio donde, además, también es víctima?
–Para mí ser testigo fue una manera de cerrar un ciclo. Dar el testimonio fue como sacarme la mochila de encima. Más allá de la sentencia, lo importante era dejar esa mochila que veníamos cargando, entregarla ahí y que sea lo que tenga que ser. Nuestras hijas nos impulsaron mucho a tomar la decisión. Nosotros, mi esposa y yo, declaramos el año pasado y esta vez queríamos estar presentes en un momento tan importante como lo es la sentencia. Fueron 42 años de espera, una espera más que nada como un aguante y, como siempre, era seguir «poniendo el pechito a las balas».

 

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