Voces

Sociología del temor

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Gabriel Kessler, investigador del Conicet y profesor de la Universidad Nacional de La Plata, reflexiona sobre la dimensión política y social de los debates acerca de la seguridad. Los medios y los miedos.

 

En los últimos años, inmunerables encuestas, sondeos de opinión e informes periodísticos ubican a la denominada cuestión de la inseguridad en el tope de las preocupaciones ciudadanas. Las discusiones en torno de la problemática, que ocupan un lugar destacado en determinados medios de comunicación y muchas veces exigen pronunciamientos de la dirigencia política, se focalizan en el crecimiento del delito sin hurgar demasiado en otras aristas que permiten comprender cabalmente los alcances del fenómeno. El sociólogo Gabriel Kessler viene estudiando desde hace años zonas de conflicto vinculadas con la seguridad en su dimensión política, social y cultural. Investigador del CONICET, profesor de la Universidad Nacional de La Plata y autor de dos libros con gran repercusión, como Sociología del delito amateur y El sentimiento de inseguridad, entre otros numerosos textos y artículos, Kessler sostiene que «el debate sobre seguridad se fue complejizando en la última década y media. Pasó de una centralidad –cuestiones ligadas con la seguridad urbana y el delito– a incluir otras dimensiones. Por ejemplo, la inseguridad vial, la inseguridad de los lugares y de los espacios, la seguridad en las canchas de fútbol y algunos temas no estrictamente vinculados con la problemática, pero que son parte de esa misma preocupación securitaria, como lo es la violencia en las escuelas y demás. Una vez que la inseguridad se instaló como tema a mediados de los 90, que la rúbrica mediática “inseguridad” en la preocupación política se transformó en un vocabulario que remite a determinadas cuestiones, en apariencia, comprensibles por todos, otros elementos se fueron incluyendo en esta agenda».
–¿Qué efectos tiene la incorporación de esos elementos?
–Por un lado, presenta un ribete «positivo». Con esto quiero decir que en la medida en que no es sólo la inseguridad ligada con el delito, uno tiene más posibilidades de que los efectos más perniciosos de esa centralidad entre seguridad y delito –como la estigmatización de los sectores más pobres, la distancia entre las clases sociales, la demanda más autoritaria por seguridad–, puedan –de algún modo– atenuarse al dejar de ser la inseguridad una cuestión vinculada exlusivamente con determinados grupos sociales.
–¿A qué obedece esto?
–Centrándonos en la coyuntura actual, creo que –para decirlo de manera general– durante fines de la década del 90 y la primera década de este siglo hubo un cierto consenso en que gran parte del aumento del delito estaba vinculado con la degradación de la situación social, el aumento del desempleo, la pobreza y la desigualdad. Hubo un aumento del delito en un 250% en 20 años, cifra correlacionada con la degradación de la situación social que tuvo lugar en los 90 y la crisis de 2002. En ese momento, el consenso de una cierta relación entre cuestión social y delito atenuó un poco las tendencias más autoritarias, en la medida en que era difícil no sostener la vinculación entre uno y otro problema.
–¿Qué pasó después?
–Del año 2003 en adelante poco a poco esa vinculación entre la cuestión social y la propia del delito fue erosionándose. No desapareció, pero sí fue perdiendo algo de su legitimidad por dos razones: en primer lugar, porque se hacía contradictorio con el propio discurso público en la mejora de la situación social. Entonces, si esa era la causa del aumento del delito –más allá de las controversias que se puedan establecer post año 2007 y 2008 respecto de la situación social–, hay ahí una primera erosión a una de las bases explicativas del delito por parte de aquellos que sostenían esa relación. En segundo lugar, porque –y en relación con esto– no necesariamente el delito sufre una regresión comparable a la mejora de la situación económica. Los datos que tenemos nos muestran que en los últimos años –de 2008 en adelante– se dio un incremento del delito, sobre todo en el Conurbano y en ciudades intermedias del Interior, lo que fue legitimando parte del discurso social. Creo que acá hay otra cuestión importante e interesante. Dividiendo el campo entre un discurso progresista y un discurso punitivista, diría que el progresista no cambió tanto. Se mantuvo, para bien o para mal, bastante similar a sí mismo. Por su parte, el discurso punitivo sí cambió. Creo que hoy existe como un neopunitivismo que no se da sólo a nivel nacional.
–¿Qué características asume el discurso llamado neopunitivo?
–Se advierte una especie de viraje que hace que se hayan abandonado los discursos extremadamente autoritarios. Aparece una idea de aplicar leyes con todo su peso (pero no necesariamente endurecerlas) asociada con un discurso muy tecnocrático basado en formas de prevención, como la video vigilancia, por ejemplo, dándole lugar también a la cuestión social. Es decir, hay algo ahí que uno ve también en algunos gobiernos provinciales de la Argentina. Esto plantea a los sectores más progresistas nuevos desafíos sobre un tema para el cual las respuestas son siempre complejas.
–En tiempos electorales –da la impresión–, cobra mayor fuerza el debate sobre la seguridad.
–Si se miran todas las elecciones latinoamericanas de los últimos cinco años, en todos los países –ya sea los que tienen tasas de delito bajas como los que no– fue un tema central la cuestión de la seguridad. Ahora bien, todavía no sabemos si la gente vota por cuestiones de seguridad. En la elección de un mismo país, la seguridad puede ser un tema central que define a un electorado y en otros casos no. A veces el tema económico opaca la cuestión de la seguridad. No hay una regla de que la gente vote por la seguridad, pero a menudo lo hace. Lo cierto es que los candidatos la usan en momentos de campaña para posicionarse y diferenciarse. Si uno hace un balance general, podría notar que no hubo en general una anuencia hacia las medidas más autoritarias en las elecciones.
–Cuando se habla de la inseguridad asociada con el crecimiento del delito, ¿qué responsabilidad tienen las policías?
–La Policía tiene un lugar central en lo que se llama la regulación del delito y  tiene un peso en la génesis de mercados ilegales. Cuando uno piensa en una reforma, lo está haciendo respecto de un doble juego. Por un lado, para redefinir el lugar de la Policía en el tratamiento más legítimo de los modos del delito (prevención y disuasión), pero también para la otra parte más oculta pero omnipresente de la forma en que la Policía regula determinados mercados del delito.


–¿A qué alude, concretamente, el concepto «sentimiento de inseguridad» que mencionás en diversos estudios?
–Sostengo que el debate sobre si la inseguridad es algo subjetivo u objetivo no tiene sentido, porque son las dos cosas. Y que sean las dos cosas no quiere decir que sean lo mismo. Cuando digo que son las dos cosas, es justamente para cuestionar a quienes cuestionan que la gente esté preocupada por el delito mostrándole datos que dicen que los delitos bajaron o que en otros países la situación es peor. Cuando digo que la inseguridad son estas dos cosas, analíticamente uno está obligado a diferenciar entre una inseguridad más objetiva y una subjetiva. Una inseguridad más objetiva representa determinadas tasas de una gran cantidad de delitos. Lo que yo llamo «sentimiento de inseguridad» es la preocupación, las acciones y las ideas que la gente tiene sobre determinadas amenazas que pueden abatirse aleatoriamente sobre cualquiera. La inseguridad, también, a veces implica la caracterización de ciertos comportamientos no delictivos. Me refiero a la imagen de temor de un grupo de jóvenes en un determinado barrio que no tiene nada de infracción de la ley pero que, en ciertos casos, puede ser visto como inseguridad. Entonces, la necesidad de mirar entre seguridad objetiva y subjetiva es para saber que la percepción siempre es subjetiva y también para que las políticas puedan ver que uno debería poder actuar sobre una y sobre otra; digo, como dos elementos que presentan una autonomía relativa. Si uno mira las experiencias internacionales, puede advertir que, en general, cuando aumenta el delito, luego aumenta el temor o el sentimiento de inseguridad, pero que cuando el delito cae, no lo hace necesariamente el temor. Sólo después de un tiempo largo de cambio de relación con el delito las inquietudes sociales bajan.
–¿Qué factores influyen para que el temor aparezca como un elemento a tener en cuenta?
–El interés por el sentimiento de inseguridad me surgió cuando estaba terminando el libro sobre delito amateur. A fines de 2004 empezaba a ver en los barrios –y antes también– cómo el temor tenía un lugar central en la organización de la cotidianidad de los barrios. En ese momento comencé a pensar que una sociedad cambia para mal cuando el temor se instala como un factor regulador. Eso a nivel micro, pero desde un punto de vista macrosocial empezaba a ver que las encuestas marcaban, sobre todo a medida que la crisis de 2002 iba mejorando, cómo el temor alcanzaba un lugar central. Ahí me interesó reconstruir y construir la idea de este objeto del sentimiento de inseguridad, porque empezaba a cobrar un lugar muy importante en la vida social y a afectar cada resquicio de la vida de todos los días, desde la educación de los hijos hasta la forma de relacionarnos con los otros, las percepciones sobre los demás, etcétera. Además, todas las investigaciones internacionales mostraban que aumentaba el autoritarismo, la deslegitimación de la justicia penal, el apoyo de las medidas de «mano propia», la desconfianza entre las clases, y disminuía la legitimidad para medidas sociales porque los sectores populares eran vistos como supuestamente peligrosos.
–¿Cuáles son las causas que propiciaron la instalación del miedo?
–Hay un primer dato insoslayable, que es el aumento del delito en los últimos 20 años. O sea, toda la experiencia cultural (no sólo la experiencia personal, sino la idea de una especie de omnipresencia de hablar sobre el delito, de que le pasó algo a alguien) del delito cambió. Esta es una primera cuestión. Bien, sin eso, todo el resto habría sido distinto. Lo que es interesante en Argentina es que hay algo muy significativo que está pasando no sólo en las grandes ciudades sino también en las intermedias y hasta en las más chicas. Hay algo que se llama la tasa de victimización; esto es, personas que fueron víctimas de un delito en el lapso de un año, lo hayan declarado o no. Puede ser que te roben los anteojos, el celular o hasta un delito violento. Uno puede advertir que en ciudades de 100.000 habitantes en adelante –o sea, muchas ciudades– las tasas de victimización rondan aproximadamente el 30%. Esto es según los datos con los que contamos y que no son los oficiales porque no hay. Es realmente alto. Que en un año, en 3 de cada 10 hogares haya habido algún evento de robo o algún delito te está mostrando la omnipresencia de la cuestión del delito, porque cada uno de los mismos tiene un efecto de propagación –por los comentarios y demás– muy fuerte. O sea, una tasa de victimización muy alta tiene un efecto muy fuerte en toda una experiencia cultural del delito.
–¿Y las consecuencias?
–En el caso de Argentina esto es complejo. Por un lado, hay un neopunitivismo, pero también existe un grupo antipunitivo muy fuerte. Después está lo que llamo la presunción generalizada de peligrosidad. Esto es el intento de codificar en cada gesto cotidiano si el otro es eventualmente peligroso. Eso sí que está instalado. Y eso tiene un efecto que corroe toda la vida social y un efecto de estigmatización muy fuerte. Esto afecta a gran parte de los sectores populares –sobre todo a los jóvenes– más allá del intento estigmatizador de quien cree estar protegiéndose. Por ejemplo, vuelvo a mi casa de noche, veo un grupo de pibes y cruzo la calle. No tengo ningún prejuicio, pero lo hago por las dudas y el efecto en esos grupos es aumentar la sensación de discriminación social que sufren. Esto es una pena. Ha cambiado la vida social y, posiblemente, se mantenga así durante mucho tiempo.

Pablo Provitilo
Fotos: Jorge Aloy

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