Consideradas en ocasiones como meros hechos delictivos, las tomas de tierras representan, para la antropóloga e investigadora, un último recurso de miles de familias para disponer de un espacio donde vivir. El problema del acceso al suelo en ciudades dominadas por la lógica del mercado.
26 de noviembre de 2020
Todo el mundo tiene que tener un lugar donde vivir, no existe la posibilidad de no vivir en un lugar», afirma María Cristina Cravino, doctora en antropología e investigadora del CONICET, experta en cuestiones de urbanismo y acceso al suelo. Lo que dice parece una verdad de Perogrullo, pero sin embargo resulta un hueso duro de roer para muchos, sobre todo cuando se visibilizan tomas de tierras que suelen ser mostradas como hechos delictivos que atentan contra la propiedad privada y el orden de las ciudades. Desde hace más de tres décadas, Cravino investiga cuestiones vinculadas con el mercado inmobiliario informal, la regularización dominial-urbana, el espacio barrial de las villas, los conflictos urbanos, las tomas y asentamientos, la pobreza y la marginación, entre otras cuestiones que hacen a la geografía social de las comunidades. «En el caso de la pandemia, se ve que muchos de los que ocupan son inquilinos que pierden el trabajo y por lo tanto no pueden pagar el alquiler, o eran informales y no pueden ejercer su trabajo o vivían en condiciones de hacinamiento o de violencia de género, que se hicieron insoportables durante la pandemia», señala en relación con las tomas de tierras que captaron buena parte de la atención pública durante 2020.
–América Latina es la región más urbanizada y más desigual del planeta. ¿De qué manera se encuentran naturalizados estos elementos en la organización social del espacio?
–Una sociedad desigual se plasma en una ciudad desigual, pero no como un espejo, hay mediaciones entre esta desigualdad social y esta desigualdad urbana, que tienen que ver con las intervenciones del Estado: la regulación de los alquileres, la regulación del mercado del suelo, la falta de vivienda de interés social, la regulación de las construcciones, las regulaciones ambientales y el transporte. En América Latina, a diferencia de otros lugares del planeta en donde la urbanización estuvo más vinculada con procesos de industrialización, la urbanización estuvo más marcada por la expulsión de personas del campo por procesos de mecanización en grandes extensiones, lo que hizo que cada vez se necesitara menos mano de obra en el campo. Entonces, este excedente de mano de obra fue a la ciudad buscando un lugar, un refugio y trabajo. Eran personas que cuando llegaban a la ciudad no tenían un empleo de calidad. Por eso en muchos casos trabajaron en empleos informales de muy bajos ingresos, por lo que se les hizo muy difícil acceder a un lugar en la ciudad vía mercado.
–¿El problema es la falta de planificación de las ciudades?
–No es tanto eso, sino en todo caso la no regulación de las condiciones del mercado, porque la planificación es un horizonte o algunas herramientas a mediano o corto plazo de intervención, pero la dinámica urbana es preexistente. Y a veces creo que hubo una planificación implícita, que es que el mercado distribuya la población. En América Latina fue el mercado el que fundamentalmente organizó el espacio, por medio de desarrolladores inmobiliarios, de loteadores, y la planificación urbana siempre estuvo por detrás. De acuerdo con la capacidad económica se tiene acceso a un suelo o una vivienda, o una localización en particular. Cuanto más uno se alejaba del centro, menos recursos se tenían. Después, ya con las autopistas y con un nuevo impulso de los barrios cerrados se reconfiguró la ciudad a partir de que las periferias empiezan a ser disputadas y se produce lo que se conoce como la suburbanización o periferización de las élites (ver recuadro).
–De acuerdo con el Registro Nacional de Barrios Populares (RENABAP), en la Argentina hay 4.416 villas y asentamientos. ¿Cómo es la historia de este gran conglomerado de barrios?
–Primero debería aclarar que para mí esta cifra es como una aproximación todavía poco consistente, que se está empezando a mejorar, porque también incluye barrios que no son necesariamente villas o asentamientos, que no deberían estar incluidos. Hay particularidades en cada región, pero lo que sí es interesante es que no es un fenómeno de las grandes metrópolis o los grandes aglomerados urbanos sino que también se da en las ciudades intermedias. Esto comienza en América Latina desde fines del siglo XIX, principios del XX. En Argentina se habla de villa de ocupación en la década del 30, producto de la crisis, y sobre todo después se da con el proceso de migración rural-urbana de la década del 40-50, también cuando se cierran los conventillos como modalidad habitacional, y los migrantes recién llegados del campo no tienen dónde vivir y utilizan los intersticios de la ciudad, en general en lugares cercanos a las fuentes de trabajo. Muchos asentamientos están al lado de las fábricas durante el proceso de industrialización. Pero después ya tiene que ver con migraciones intraurbanas, que son aquellos que no logran acceder a una vivienda o un lote en la ciudad y terminan, como último recurso, ocupando. Entonces, ya no es un proceso migratorio lo que implican los asentamientos, que son los expulsados de la ciudad.
–¿Qué problemáticas sociales generan el crecimiento de tomas y asentamientos?
–Primero hay que aclarar que la gente no es que quiere ocupar suelo, no está cuestionando la propiedad privada, sino que lo que busca es tener un lugar en la ciudad, un lugar estable donde proyectar, para la construcción de una vida familiar. Entonces, ocupar implica un período muy largo de sacrificio, que es un poco como se ve en las imágenes de las tomas recientes. Es vivir en un descampado, con nylon o chapa, y hacer cantidad de cuadras para conseguir agua, vivir con ollas populares, pasar frío, muchas veces perder el trabajo, que los chicos se enfermen, es todo un sacrificio. Está siempre el miedo al desalojo, hasta que pase suficiente tiempo y el Estado los reconozca como barrio, y empieza a mitigarse el miedo al desalojo, que es un miedo permanente, porque a veces vemos barrios que tienen varios años de constituidos y el desalojo llega igual. Es una situación de grandes incertezas. La gente lo que quiere es que el Estado compre esos predios y se los venda en cuotas accesibles a su capacidad de pago, como restituir lo que no existe en el mercado y que existió en décadas anteriores, un loteo popular. Eso es lo que la gente quiere, quiere pagar los servicios, no quiere estar en la ilegalidad.
–¿Cuáles son las consecuencias que acarrea la ilegalidad?
–Implica ser víctima de violencia, porque al comienzo hay muchas pujas por quién ocupa, porque cada vez es más difícil conseguir un lote ocupando, por lo que muchas veces hay intermediarios que cobran por los lotes, ya sea de inmobiliarias truchas o porque alguno acaparó en una toma y después vende. Y también aparece como modalidad de acceso a los asentamientos el alquiler, cada vez es más importante la modalidad alquiler. Creo que el ícono de ese proceso fue el Indoamericano [en el que se produce la toma de tierras en el barrio porteño de Villa Soldati en diciembre de 2010]. En ese momento lo llamé «la rebelión de los inquilinos», porque eran inquilinos de villas cercanas que tenían dificultades en el alquiler, por el contrato, porque no lo podían pagar, o los amenazaban con sacarlos porque se hablaba de regularización dominial y tomaron el Indoamericano. Entonces, también existen formas mercantilizadas de vivir en estos asentamientos, que son cada vez más crecientes: el alquiler, a veces comprar el lote, a veces incluso con formas bastante mafiosas, de que les cobran una cuota, o les venden la casilla y tienen que pagar cuotas durante todo el tiempo y son amenazados. Me parece que no hay que romantizar a aquel que toma, porque por un lado tiene grandes dificultades, es una situación de sacrificio. Y por otro lado, también suelen ser víctimas de especuladores, de estas mafias del suelo.
–Para muchos funcionarios e incluso académicos, estos barrios o asentamientos populares son considerados como un «mal urbano», como algo que debe erradicarse. Y esta idea parece permear también a los medios de comunicación y la opinión pública, y se empiezan a generar estereotipos negativos. Muchas veces se transmite la idea de que son grupos de marginales que se quieren aprovechar, que quieren conseguir que les regalen un lote.
–Sí, está muy cruzado con visiones moralizantes. Pero, nos guste o no, es una forma de acceso al suelo urbano de los sectores populares. Es una de las formas que están disponibles, y que es el último recurso que utilizan. A veces en estado de desesperación por haber quedado en la calle tienen que ir a tomar suelo, pero es una forma de resolver el problema, porque todo el mundo tiene que tener un lugar donde vivir, no existe la posibilidad de no vivir en un lugar. Es la forma que encontró la gente de tener un lugar donde vivir, y no hay que pensarlo como una cuestión moralizante o estigmatizar. Desde el urbanismo, hace unas décadas, se proponía como solución erradicar. Pero erradicar es trasladar de un lugar a otro. El desalojo no es la solución de nada, porque aquel que es desalojado, vuelve a ocupar, entonces vuelve a ser desalojado y vuelve a ocupar porque no tiene un lugar donde vivir. Entonces viene la estigmatización, la idea de que lo hacen porque quieren.
–También está la idea de que los llevan y los traen para ocupar con algún fin político.
–Sí, en muchas ciudades hay como un pánico de que algún político trae villeros para el municipio. Y esas son cosas absolutamente ridículas que, si uno lo piensa incluso desde el sentido común, no se entiende qué beneficio puede tener un intendente al traer 2.000 villeros de la Capital. Como si la gente fuera ganado que acepta vivir en otra ciudad sin saber de qué va a vivir, dónde va a trabajar. Hay muchísimos mitos urbanos que circulan, que no tienen nada que ver con la realidad y se siguen repitiendo. Siempre los sectores populares son objeto de crítica, de estigmatización, de señalamiento, pero nunca se habla de los propietarios de ese suelo que abandonaron. En muchos casos, como en Guernica, los que piden el desalojo no está muy claro si son propietarios o cómo accedieron a esa propiedad, no tienen título de propiedad, otros son poseedores. Por otra parte, en muchos asentamientos fueron estafados, no fueron ocupantes, porque en realidad le compraron a una inmobiliaria un lote y fue una estafa y después terminan desalojados. Entonces, hay una heterogeneidad de situaciones. Lo que se plantea en las ocupaciones es que es una tierra abandonada, tierra de nadie, creen que no tiene dueño, a veces se cree que son tierras fiscales, y por eso se toma esa tierra. También aparece el pánico de que me van a tomar mi casa y eso no sucede. Hay algunas ocupaciones de casas, violentas, pero tiene que ver con grupos delictivos, no aquellos que tienen una necesidad de vivienda y no tienen casa.