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«Una universidad autónoma del gobierno y del mercado»

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El exdecano de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA plantea temas para el debate profundo en la educación superior argentina: transparencia en el uso de los dineros públicos, independencia de los poderes reales y el rol de la academia como elaboradora de estrategias de desarrollo nacional.

 

La situación en las universidades argentinas se hizo especialmente delicada desde el cambio de gobierno por el aumento en tarifas y salarios docentes en el marco de lo que Federico Schuster llama «reticencia» de las autoridades a girar fondos a las casas de estudios superiores nacionales. Schuster, decano de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires (UBA) entre 2002 y 2010, y docente en la cátedra de Filosofía y Métodos de las Ciencias Sociales de esa institución, es también coordinador del área de Epistemología del Centro Cultural de la Cooperación Floreal Gorini, pero, fundamentalmente, es un estudioso del sistema universitario y espera algún día ocupar un cargo en el rectorado para poder incidir en los cambios que, cree, necesita la educación superior. Entre esas reformas propone que, ya que la sociedad sostiene el presupuesto de las universidades públicas, estas deban rendir cuentas ante el Congreso de qué se hace con ese dinero. Al mismo tiempo, pide universidades autónomas pero no solo del gobierno, sino también de las empresas privadas.
–¿Cómo ve este momento de la educación superior a mas de medio año de gestión del gobierno de Cambiemos?
–La situación es incierta, lo que vimos a partir del cambio de gobierno fue una actitud reticente hacia la universidad pública, que se agravó con la aparición fuerte y decidida de los sectores de poder económico poniéndola en cuestión. Medios, analistas y universidades privadas que son claramente el sector social de base del actual gobierno aparecieron otra vez con un discurso que estaba olvidado pero que es muy crítico de la universidad pública. Desde las autoridades no se vio una clara política, ni a favor ni en contra, pero sí una reticencia en los fondos y una idea de sospecha sobre la universidad pública que no es compartida por la sociedad. La universidad es uno de los pocos sectores que tiene la confianza y el respeto de la sociedad. De entrada hubo un fuerte control de las partidas, el presupuesto base aprobado claramente no alcanzaba y la situación salarial se demoró mucho en ser considerada. Por suerte hubo una manifestación social muy clara. Volvimos a ver algo sobre lo cual teníamos alguna inquietud, que es el apoyo amplio de todos los sectores de la sociedad argentina a la universidad pública, que fue mucho mayor de lo que podríamos esperar.
–¿Tenían miedo de que no fuera así?
–Viene habiendo un corrimiento de los sectores medios y altos hacia la universidad privada. Esto se favoreció en los años del kirchnerismo, porque la mejora de los sectores medios llevó a que, frente a la idea de que la universidad pública siempre es un lío, y de que siempre hay política, sectores más temerosos de esas situaciones se corrieron hacia la privada. Curiosamente, ahora está empezando a ser al revés, lo que se empieza a notar es que muchos ya están considerando volver.
–¿Por falta de dinero?
–Absolutamente. La universidad pública apareció otra vez como un bien valioso, lo que hizo que hubiera una cantidad fuerte de manifestaciones. Los paros gremiales con clases públicas tuvieron un apoyo enorme. La marcha final con la que se corona el reclamo es inédita, se la vincula al 2001. Desde nuestro espacio, «Otra UBA es posible», alentamos un petitorio y juntamos 53.000 firmas, algo inusitado. Eso llevó a considerar la necesidad de revisar las medidas iniciales y empezaron a circular algunos fondos. Ha sido discrecional y la plata se demoró, pero sucede que algunas universidades pequeñas están siendo perjudicadas.
–¿Las del Gran Buenos Aires?
–Especialmente.
–Allí existe la sensación de que el ataque es contra estas universidades.
–Si, diría que en general todas sufren situaciones semejantes pero hay mucha más saña con algunas a las que se atribuye haber sido favorecidas en la gestión anterior. Yo no sé si la política es «divide y reinarás», que nos peleemos entre las universidades, pero lo que es claro es que la universidad pública tiene sentido en su conjunto y tenemos que evitar caer en la pelea de «sálvese quien pueda» porque eso es un daño para todos.
–¿Usted percibe que ocurre algo de eso?
–Yo lo que veo es que la UBA aceptó la plata que le tocaba sin preocuparse en lo más mínimo por lo que les pasaba a las demás.
–¿Las universidades del Conurbano fueron creadas para quitarle peso político a la UBA?
–En los 90, cuando se crean las primeras, efectivamente hay una doble idea: hay una demanda social real, los intendentes detectan esa demanda y piensan capitalizarla políticamente. En el gobierno de Carlos Menem se vio la oportunidad para debilitar a la UBA y generar un polo de poder del justicialismo dentro de un espacio tradicionalmente radical. Crean el Consejo Interuniversitario Nacional (CIN), le dan poder para distribuir fondos y tienden a tratar de crear un número de rectores justicialistas para que haya por lo menos un empate y de hecho es lo que ocurrió y ocurre.
–¿Y qué pasó en estos años?
–El proceso es distinto. La demanda social es la misma y la recepción de los intendentes también, pero no aparece tan claramente la idea de contar los porotos dentro del CIN. Los rectores normalizadores son puestos por el Poder Ejecutivo y con algunas salvedades son personalidades afines. Lo que es interesante en estos años es que apareció una idea –que no llegó a desarrollarse plenamente– de la educación superior como derecho. Es un tema nuevo y fue legitimado y desarrollado por el Ejecutivo anterior. Es una idea sumamente importante que hoy está dividiendo aguas. Es un sentido nuevo, ¿cómo vamos a considerar a la universidad, como una mercancía o como un bien transable?
–Es el ataque de los medios hegemónicos, contabilizar cuántos ingresan, cuántos se reciben y al final del día computar ganancias y pérdidas de esa inversión de la sociedad.
–Uno podría decir que los que pensamos la universidad como derecho también queremos que la gente tenga las condiciones para graduarse y que se aliente a que se gradúen. Si se considera la universidad como mercancía, el argumento es que se gradúa un porcentaje chico, entonces que ingrese un porcentaje chico, que solo lo hagan aquellas personas en condiciones de graduarse. Si lo considerás como derecho, el objetivo es que ingresen todos y tratemos de ver cómo hacemos para generar las condiciones tendientes a que se gradúen todos. Ampliamos la salida o somos eficientistas monetaristas.


 

–¿Cual sería la ventaja de que se gradúen todos? Alguien podría argumentar que eso sería una hecatombe laboral, con médicos o ingenieros manejando taxis.
–Todo depende del modelo de país que se tenga. La universidad sola, sin un modelo de país, pierde sentido. Si vamos a un país capitalista que muchos toman como modelo, como Corea del Sur, dicen: «necesitamos que nuestros obreros tengan formación universitaria porque nuestro tipo de desarrollo tecnológico es de tanto nivel que no te sirve una persona que solo ponga una tuerquita». Llegaron a decir que necesitaban que un 80% de la población en edad universitaria pudiera graduarse, una bestialidad.
–¿Cuál es el promedio mundial?
–Como bueno se puede decir que es un 15%. Uno tiene que decidir si quiere un país con trabajo calificado que apueste a industrias de alto nivel de valor agregado y salarios altos, que es uno de los temas clave. Eso tiene otra ventaja, y es que independientemente de que una persona se gradúe o no, cuantos más estudios tenga, también tendrá una mayor capacidad de asociación de ideas, lo que lo convierte en un ciudadano más sofisticado.
–Pero también será un ciudadano más peligroso para el poder real.
–Por eso el modelo de universidad depende del modelo de país.
–Al balotaje fueron dos candidatos egresados de universidades privadas. De alguna manera hay una concepción diferente sobre el país y el mundo, ¿no?
–Hay un problema que está afectando a todas las universidades del mundo y es que los sectores altos de la población están abandonando la universidad pública y se concentran en algunas universidades de élite o fuera de sus países. El problema es que como no necesitan de la universidad pública, la han abandonado, y eso es un peligro para la propia universidad pública, porque la pueden desechar.
–De hecho, los posgrados de las élites latinoamericanas han sido desde hace años en universidades como Harvard o Yale, y en los 90, presidentes como el mexicano Carlos Salinas de Gortari o ministros como Domingo Cavallo habían pasado por allí.
–Muchos funcionarios de este gobierno tienen posgrados afuera. Antes era una cosa más rara, hoy parece algo necesario para las elites, para no perder su lugar de inserción.  
–¿De qué manera la universidad se prepara para contrarrestar esta situación?
–Yo pienso que la pregunta es cómo debería prepararse, porque la universidad no ha estado a la altura de las circunstancias. Tengo una visión positiva de estos doce años porque creo que se recuperó un lugar en un proyecto de país, pero estamos a cierta distancia de que haya sido plenamente fructífero. No hubo claridad de que había que llevar adelante un proyecto nuevo. Ese proyecto tiene que basarse en el respeto a la autonomía, algo que no siempre ocurrió en estos años. Hay que asumir un desafío muy difícil para nuestra cultura política y es que la autonomía se respete, pero al mismo tiempo sentarse con el Estado y, sin que ninguno resigne su lugar, tratar de llegar a proyectos estratégicos que la universidad tiene que asumir como compromiso. Yo planteo que la universidad tiene que ser autónoma, pero tiene que rendir cuentas. La universidad recibe dinero del Estado a través del Parlamento, entonces tiene que hacer un informe a los legisladores donde diga qué hizo con el dinero que recibió, y elevar un nuevo plan, y que eso sea de domino público. Al mismo tiempo tiene que tomar intervención en el debate público con documentos estratégicos. La universidad tiene una posibilidad y una obligación.
–Es lo que acostumbran hacer ONG o fundaciones de estudios.
–Ahí la universidad se quedó dormida porque lo podría haber hecho. Salvo en parte por el Plan Fénix y por otro intento, el Programa Interdisciplinario de la UBA (PIUBA), una idea interesante que quedó a mitad de camino porque eran proyectos que buscaban financiamiento cuando deberían haber generado documentos públicos que discutieran cuestiones estratégicas. Por ejemplo, la tensión entre desarrollo y medio ambiente: esa es una cuestión de largo aliento muy fundamental porque afecta a poblaciones enteras.
–Ahí entran en juego los intereses de la minería y la agricultura.
–Pero la universidad tiene que hacer eso. La universidad tiene que ser autónoma del gobierno y del mercado. Cuando se habla de autonomía se piensa en el Estado y particularmente en el gobierno y no se ve la del mercado.
–Hay multinacionales que hacen aportes para ciertas investigaciones en agronomía, en farmacia.
–Se pueden tener convenios específicos pero esos convenios nunca pueden comprometer la posibilidad de llevar adelante estudios serios y sistemáticos.
–¿No hay docentes o investigadores que están inmersos en una lógica de mercado, o tienen intereses particulares?
–Hay una lógica de mercado y diría que en la mayoría de los casos no hay intereses inmediatos. Salvo algunos casos específicos, la universidad se ha movido porque se piensa en ideología mercantil y en muchas disciplinas ya está instalado como un sentido común. «En definitiva si trae plata que nos permita hacer nuestro trabajo, mejor, si nos permite cuidar nuestras aulas, por qué vamos a tener aulas feas». Todo eso está muy bien, la cuestión es cuándo eso empieza a poner en riesgo la libertad y la autonomía de la universidad, por ejemplo, para discutir con las grandes empresas de medicamentos o las semilleras. Otra cuestión ha sido la carencia. A la reducción presupuestaria de fines de los 80 y principalmente en los 90 se resistió liberando a sus equipos de investigación y a sus cátedras para hacer negocios. Estos años hubo más dinero público y eso hizo que bajara un poco la desesperación por conseguir fondos externos, pero la estructura institucional que favorecía que ciertas cátedras o departamentos estuvieran orientados a pensar en el autofinanciamiento se mantuvo.
–Hace un poco de ruido eso.
–Cuando uno discute te dicen «bueno, pero la universidad tiene que hacer transferencia de conocimientos». Pero otra vez el problema es este: lo tiene que hacer en la medida que eso no ponga en riesgo las condiciones de libertad y autonomía que debe prevalecer en la universidad.

Fotos: Horacio Paone

 

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