Voces | ENTREVISTA A NORA CORTIÑAS

Una vida de lucha

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Bárbara Schijman - Fotos: Juan Quiles/3Estudio

Historia y presente de una referente de la búsqueda inclaudicable de memoria, verdad y justicia que afirma: «Levantamos las banderas de nuestros hijos».

Es bajita y mira a los ojos. Es expresiva, habla sin tapujos y lo hace también con sus silencios. Y aunque sobran los calificativos para describirla no hay ninguno que la abrace entera. Así se presenta: «Yo soy Nora Morales de Cortiñas, tengo 92 años. Parí dos hijos, uno de ellos, Carlos Gustavo, está detenido-desaparecido desde el 15 de abril de 1977. Hace 25 años que falleció mi esposo. Teníamos un hogar tipo proletario, un hogar del común de la gente. Gustavo se recibió de bachiller humanista en un colegio de Castelar. Marcelo siguió una licenciatura». Hasta ahí, una vida. «El día que desapareció Gustavo nuestra vida cambió totalmente; nunca más volvimos a ser iguales», confiesa. Desde entonces Nora Cortiñas lucha ininterrumpidamente por memoria, verdad y justicia.
Nora Cortiñas nació el 22 de marzo de 1930 y se desempeñó como psicóloga social y profesora en la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Es militante y defensora de derechos humanos, cofundadora de Madres de Plaza de Mayo y posteriormente de Madres de Plaza de Mayo Línea Fundadora. El 15 de abril de 1977 su hijo Gustavo fue detenido, secuestrado y desaparecido en la estación de Castelar, provincia de Buenos Aires. En el momento del secuestro, Gustavo era estudiante universitario y colaboraba con el padre Carlos Mugica en la Villa 31. Tenía 24 años. Estaba casado con Ana y tenían un hijo de dos años, Damián.
Referente y ejemplo indiscutido de la lucha por los derechos humanos, Nora Cortiñas no deriva, no filtra, no se niega, aunque no tenga dónde agendar el pedido de su presencia. Su militancia se multiplicó con los años y está siempre para todo: en la ronda de los jueves, en los 8M, con los trabajadores de algún hospital o alguna fábrica, con las reivindicaciones de los pueblos originarios, con las madres de víctimas de gatillo fácil, en el juicio a Eva «Higui» De Jesús…

Nora Cortiñas. Una vida de lucha.


–De la noche a la mañana su vida se convirtió en lucha. ¿Cómo empezó la búsqueda de su hijo?
–La desaparición es una desgracia muy grande porque es el crimen de crímenes que se comete contra un ser humano. Después de 45 años, nunca supe dónde había estado. En la Argentina hubo más de 400 campos de concentración tipo nazi, con torturas, con muerte, con mujeres embarazadas cautivas, con apropiación de bebés entregados a familias de policías, de jueces, de gendarmes y de militares. De esos jóvenes todavía quedan más de 300 sin conocer su verdadera identidad. Todo eso que comienza con esa represión militar y esa metodología brutal, copiada de los nazis, así se desarrolló mi familia todos estos años, con mi hijo que quedó, Marcelo, compañero, muy cercano siempre al núcleo familiar, con Damián, que es el hijo de Gustavo, también muy allegado a la lucha. Pero la vida familiar ya nunca fue la misma. Tengo una familia grande que me sostuvo en la lucha, pero dejé mucho mi casa para buscar a Gustavo. Dejé mucho, anduve mucho. Es lo único que me perturba todavía, pensar que esta desgracia que es la desaparición te priva de disfrutar la familia, de ver crecer a los nietos, los bisnietos. Porque la obsesión es buscar a Gustavo, buscar a Gustavo…
–Como si la vida hubiera quedado congelada en un momento dado.
–Efectivamente, es la palabra. Pasó nuestra vida, pasó como una ráfaga donde nosotros fuimos viviendo el día a día como se podía. Cuando uno mira para atrás un poco ve que ya no fue como había sido y que no va a volver a ser. No se puede inventar nada porque falta ese ser humano. Falta en la mesa, en el estudio, en la fábrica donde trabajaba. Eso no tiene arreglo. Es una angustia prolongada. Tanto es así que la desaparición forzada está contemplada como un crimen permanente porque todos los días se comete, todos los días la persona está desaparecida, no prescribe, no es amnistiable.
–Hace 45 años de aquel 30 de abril de 1977 cuando las Madres marcharon por primera vez. ¿Qué recuerda de aquella primera ronda?
–El primer jueves de ronda yo tenía a mi mamá muy grave. Vino mi consuegra a cuidar a mi mamá, que a su vez, tenía a su hijo preso político. Ese día fui a la Plaza. Todas nos preguntábamos lo mismo: ¿qué hacer? ¿Dónde ir? Estábamos sentadas en los bancos hasta que la policía se arrimó y nos dijo: «Señoras, tienen que caminar porque hay estado de sitio y no puede estar nadie sentado. Tienen que caminar». Ahí empezamos a caminar, primero alrededor del monumento de Belgrano que está adelante, bien enfrente de la Casa de Gobierno. Después creció el grupo de Madres y pasamos a bordear la Pirámide de Mayo. Siempre con ese tono cansino, el de esa marcha lenta, como preguntándonos qué íbamos a hacer, qué más había que hacer además de dar vueltas alrededor de la Plaza. Nos juntábamos en pequeños grupos para planificar todas las actividades que surgieran: ir a Casa de Gobierno, a los ministerios, a los hospitales.
–Los padres han acompañado la lucha aunque con una visibilidad menor. ¿Cuál ha sido ese rol en todo este tiempo?
–No les permitimos que nos acompañaran a la Plaza de Mayo porque teníamos miedo de que los llevaran a ellos. Porque cuando nos llevaban a nosotras a la comisaría, los maltrataban. Entonces, nosotras, las Madres, salíamos del paso. Tampoco aceptamos que fueran nuestros hijos menores, salvo cuando empezamos a hacer la Marcha de la Resistencia, que era una vez por año, a fin de año, donde íbamos 24 horas a la Plaza sin descanso. Por muchos años seguimos yendo. Ahí venían los otros hijos, la familia, las hermanas, pero si no, íbamos las Madres solas. Tanto es así que cuando quisieron desbaratar la plaza de los jueves secuestraron a tres madres de la iglesia de la Santa Cruz, secuestraron a Esther Ballestrino de Careaga y a María Ponce de Bianco; eso fue el 8 de diciembre. Y el día 10 secuestraron a Azucena Villaflor de la esquina de su casa. Hasta las madres que buscaban a sus hijos entraron en ese operativo dramático y de secuestro. También se llevaron a las monjas francesas que venían a acompañarnos cada jueves.

–Entre las tantas puertas que golpeó y los lugares a los que acudió en una oportunidad se metió en la Mansión Seré, que funcionaba como un centro clandestino de detención. ¿Cómo fue eso?
–Fue un impulso visceral como sigue siendo aún ir a la Plaza de Mayo los jueves. No es un acostumbramiento, es una exigencia y un compromiso nuestro de no dejar la Plaza de Mayo porque tenemos que decir que todavía están desaparecidos, todavía no se abrieron los archivos y vamos a seguir reclamando. La Madre que puede va –ya quedamos muy poquitas– y ahora va gente que nos acompaña. Es un ímpetu desde adentro, de las vísceras, de decir: «Hay que ir, hay que ir». Cuando nos reprimieron, algunas veces muy fuerte, seguimos yendo, no pudieron sacarnos de la Plaza. Cuando nos llevaban presas vaciaban un colectivo de línea y nos subían para ir a la comisaría segunda, en la calle Perú. Nos bajaban ahí, como si fuéramos ganado. Tenemos anécdotas muy especiales. Ahora nos sonreímos… Eran cinco días de multa por escándalo en la vía pública o 30 centavos de un edicto policial. Entonces las Madres pedíamos ir a la cárcel cinco días a ver si nos encontrábamos con nuestros hijos. Nos decían: «No señora, no insista, ponga 30 centavos». Una vez, cuando llegó mi turno, abrí el monederito y puse 60. Sacó 30 y me dijo: «30 señora»; «No, cobrate para el jueves que viene ya», le respondí.
–Cuando se habla de dictadura muchos la caracterizan de cívico-militar y otros, como usted, subrayan la participación eclesiástica. ¿Cree que está pendiente dimensionar esta tercera pata?
–El pueblo argentino ya percibió que durante el terrorismo de Estado esa pata de la Iglesia Católica estuvo inmersa como partícipe. No fue cómplice porque ocultó, fue partícipe. Los mandaban a los campos de concentración a hablar con la gente, veían a los heridos y salían como si nada. La Iglesia, empezando en ese momento por Pío Laghi, que era el representante del papa, y después los obispos, no todos, con excepción de cinco, los demás fueron partícipes en esa época. No así los curas que en ese tiempo se llamaban los curas del Tercer Mundo. Eran curas de izquierda apegados al pueblo. Son los curas que nunca nos dijeron: «Tenés que rezar así vuelve», «Tenés que acostumbrarte», «Hacé un altarcito en tu casa», como nos decían algunos obispos cretinos. También para la entrega de bebés nacidos en cautiverio, donde la mujer que estaba secuestrada paría un bebé, casi siempre hubo participación de monjas católicas que eran intermediarias y hacían de puente. Después de que la mujer tenía familia, los milicos se los daban a esas monjas que ya tenían la lista de militares o policías para entregarles a ese bebé. Eso sí que fue bien copia de los nazis. La Iglesia era partícipe de esa entrega que les robaba la identidad. Qué horror.
–Está presente para acompañar toda causa que le parece justa. ¿Cómo se transformó su lucha con los años?
–En realidad levantamos las banderas de lucha de nuestros hijos e hijas. Cada Madre en su tiempo, en su momento, cada una de nosotras estuvo donde se sentía cómoda levantando esas banderas de lucha. La Carpa Blanca, la parada de los jubilados en la puerta del Congreso, los juicios donde les creaban causas a los trabajadores. Después empezó, hace muchos años, con Adolfo Pérez Esquivel, la lucha por la deuda externa y dos o tres madres, que ya murieron, y yo, tomamos también esa lucha hasta el día de hoy. Hoy vemos y entendemos más todavía. Ya entendíamos en ese momento que a ellos se los llevaron por un motivo muy serio: querían tomar el país para hacer una política económica de hambre. Lo fueron haciendo. Desde que bombardearon la Plaza en el 55 en adelante, cada tantos años hubo golpes de Estado. Después en el 77 las Madres salimos a la calle y vimos que desde Estados Unidos se había pergeñado lo que fueron los golpes de Estado en el cono sur de América Latina. Empezamos a entender que a nuestros hijos se los llevaron porque molestaban al plan económico que tenían los Estados Unidos en combinación con los políticos y militares argentinos y las fuerzas armadas de Paraguay, Chile, Uruguay. Estaban en coordinación.
–¿Cuál son las principales deudas de nuestra democracia?
–La mayor deuda que tiene la democracia es con el pueblo. El pueblo no puede vivir muerto de hambre, sin agua, sin servicios sanitarios, sin techo, durmiendo en la calle. Los argentinos no podemos acostumbrarnos a eso y decir: «Bueno este es un país pobre». La Argentina no es pobre, nunca fue pobre. El Gobierno tiene que terminar con el hambre antes de pagarle al Fondo Monetario Internacional. Si devuelven dólares –como piensa alguna gente y hasta la expresidenta– no son para darle al FMI, son para darle de comer al pueblo. Este país tuvo décadas de Estado de bienestar, que era tener trabajo y sueldo digno; de ahí partía la atención a la salud, la educación, al techo, a todo lo demás que los argentinos necesitamos. La Argentina requiere otra política económica, suspender el pago de la deuda externa y hacer la investigación, mostrarle al pueblo qué es lo que nos quieren cobrar, que el pueblo no gastó.
–Es una referente para mucha gente. ¿Quién lo es para usted?
–Referente en el sentido de la militancia en derechos humanos es Adolfo Pérez Esquivel. Mi familia es una familia común que somos todos referentes de una vida cotidiana, normal, que tenemos que vivir del trabajo. Pero referente de la lucha por los derechos humanos, Adolfo Pérez Esquivel.