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Violencias urbanas

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La vida en las periferias de Buenos Aires y de Rosario, los dramáticos cambios que produce la presencia del narcotráfico y la fragmentación de los barrios son el campo de trabajo del sociólogo e investigador. El rol de la policía, las organizaciones sociales y la escuela.


Como sociólogo, comunicador social e investigador del Conicet, Juan Pablo Hudson reparte su tiempo entre Rosario, su ciudad natal, y Buenos Aires. En ambos lugares integra colectivos de investigación que proponen rastrear las mutaciones que se dan en los territorios fundamentalmente por el avance de la violencia «letal» –así la define– que se traduce en asesinatos, heridos y un crecimiento muy fuerte del delito. Su libro Las partes vitales. Experiencias con los jóvenes de la periferia refleja las múltiples formas en que los chicos de los barrios populares son atravesados por la violencia y la padecen en cuerpo y alma. «En la vida contemporánea, hay dos cuerpos que sufren más la violencia, uno es el de las mujeres y el otro es el de los jóvenes de los barrios populares. En el caso de las mujeres, es más transversal, no refiere únicamente a una clase social; pero en el caso de los pibes, sí está marcadamente segmentada por la clase y el lugar donde viven», explica. Al respecto, las estadísticas de los últimos ocho años –con variantes según cada ciudad– concluyen que entre el 65% y el 80% de los homicidios corresponde a jóvenes menores de treinta años de los barrios más pobres.
Hudson forma parte de la Comisión Investigadora de la Violencia en los Territorios, en Buenos Aires, y del Club de Investigaciones Urbanas, en la ciudad santafesina, que surgió hace cuatro años a partir de la iniciativa de un grupo de artistas e investigadores, todos con algún activismo social o político, a raíz de las transformaciones dramáticas que se estaban dando allí. Con un estallido de los índices de homicidios, 2013 fue el año en que se produjo el récord de asesinatos dolosos en Rosario, con una tasa que trepó a 22 cada 100.000 habitantes, la más alta del país. «Hubo 263 asesinatos ese año, una verdadera locura. A esto se sumaban los heridos por armas de fuego, que es otro índice importante para relevar porque se complementa con los asesinatos. Incluso, en los últimos dos años, hubo una baja en la cantidad de asesinatos, pero se mantuvo alto el número de heridos, con lo cual uno puede decir que un descenso de los homicidios no significa un descenso de la violencia», afirma.
–¿Cuáles cree que son las causas que llevaron a esa situación tan crítica en Rosario?
–Son varios los factores, pero uno importante tiene que ver con el cambio de estatuto de las periferias a partir del siglo XXI. Los bordes de Rosario comenzaron a ser valorizados por el mercado. La especulación inmobiliaria, por ejemplo, ha sido un fenómeno muy pronunciado en mi ciudad, que coincidió con la megadevaluación de 2002 y con el crecimiento de exportación de la soja y el agronegocio en general. Esto generó una rentabilidad impresionante en los sectores más concentrados del agro que encontraron en el mercado inmobiliario una vía para generar inversión.
–¿Cómo se relaciona esto con el aumento de la violencia?
–Las periferias, que antes eran los territorios más olvidados y despreciados de la ciudad, donde se asentaban los más pobres, empezaron a ser espacios de disputa del mercado financiero. Entonces, empieza a haber una gran inversión de los desarrolladores urbanos, especuladores, a partir de countries, barrios privados y pequeñas ciudades, todo bajo la idea de homogeneidad social, de vivir cerca de la naturaleza y, también, con la idea de seguridad. Esto ocasiona una fuerte disputa con los sectores populares que viven ahí porque se los expulsaba. Pero también la especulación inmobiliaria tiene una versión plebeya: bandas que se apropian de casas, de territorios y producen alquileres muy caros. Todo esto genera choques muy violentos. El problema de la tierra en nuestro país es uno de los más acuciantes y de los que genera mayor violencia. La forma de obtener más tierra muchas veces es a punta de pistola. Nosotros tenemos una idea que es la de la tercerización de la violencia. Por ahí no es directamente la policía, no es el banco o el fideicomiso inmobiliario el que se ocupa de expulsar al vecino, sino que son estos sectores que delegan, es decir, pagan a bandas armadas para que hagan esa tarea.
–¿Qué papel tuvo el Estado en el crecimiento de esta especulación inmobiliaria?
–Por supuesto que los desarrolladores urbanos siempre actúan en alianza con los Estados. En Rosario fue la solución, entre comillas, que encontró el socialismo para la profunda crisis de 2001. La vía que encontró para poder dinamizar la economía de la ciudad fue generar todo tipo de facilidades a los capitales privados y al sector financiero para que tuvieran tierra disponible y construyeran en el balcón al río, que es la zona más valorizada, y también en las periferias.
–Se puede decir que en Rosario hay pobreza, pero también grandes flujos de dinero de negocios de carácter legal e ilegal.
–Sí, claro. Hay una circulación de plata que convive con la pobreza. En la vida contemporánea, es muy difícil establecer dónde empieza lo legal y dónde lo ilegal. Son madejas entrelazadas que se entremezclan y funden unas con otras. Por un lado, están los mercados ilegales, como el narcotráfico, la trata, los desarmaderos de autos o el juego. Pero también de estos mercados participan agentes estatales, empresarios, el Poder Judicial. Otro fenómeno que se produjo fue la «financierización» de los sectores de menores recursos. Cada vez más estos sectores fueron incorporados de manera desigual al mercado de crédito para el consumo. En la medida en que en la vida actual, neoliberalizada, la identidad de cada uno se construye sobre la base de lo que tiene y las marcas que porta, también los sectores populares adscriben a ese modo de vida.
–¿Qué consecuencias trajo a los barrios esta circulación de dinero proveniente de los distintos negocios?
–Aparecieron nuevas autoridades en los barrios que no estaban antes. Por ejemplo, con el narcotráfico, la gran inflexión que nosotros determinamos es que en otras décadas había venta de drogas, pero ahora no solo aumentó el volumen, sino que la pata territorial del narco lo que intenta es tener un principio de autoridad. Es decir, regular los distintos flujos del barrio. Para poder desarrollar su negocio, necesita controlar a los vecinos, tener mano de obra y saber cuáles son los habitantes de tal cuadra que pueden llegar a avisar a la policía o al Poder Judicial y cuáles los que trabajan para otro búnker. También, tienen que saber quiénes son los jóvenes leales y quiénes están reventados por la droga misma, por lo que se transforman en potenciales amenazas para los clientes que van a comprar. El narcotráfico necesita a los pobladores como consumidores, como mano de obra y como cómplices, aunque sea tácitos, para que no los denuncien. Entonces, lo que uno va viendo en los barrios es que una organización de narcomenudeo no solo genera terror, sino que va generando también algunas obras, como conseguir el tendido de luz para alguna cuadra o la realización del festejo por el Día del Niño. Facilitan algunos bienes materiales y entonces van generando ascendencia en las periferias. Aclaro que no gobiernan los barrios por completo ni tienen posibilidades de prescindir de las fuerzas de seguridad, pero sí son un actor con cada vez mayor peso. Esto a la vez produjo algo muy grave, que es el creciente retroceso de las organizaciones sociales.

–De alguna manera, en este contexto, las organizaciones sociales también empiezan a estar amenazadas.
–En los 90, las organizaciones tenían un gran poder de estructuración de la población. La crisis de fines del siglo XX se pudo atravesar, en buena parte, porque había organizaciones capaces de generar centros comunitarios, comedores escolares, trabajos con los niños, con las mujeres. Esto está fuertemente amenazado desde hace cinco, seis, siete años, porque frente a estos nuevos poderes que van apareciendo en los barrios –que cuentan con un gran poder de fuego y de seducción–, las organizaciones tienen muy pocas posibilidades de desarrollarse. El narcotráfico es seductor para muchos sectores porque genera dinero, poder y autoridad. Hoy en día es difícil que una propuesta cultural seduzca a los jóvenes frente a lo que un transero les puede ofrecer. El consumo de marcas y de bienes fue provocando un individualismo muy grande. Entonces, la figura del semejante, del otro, en las ciudades empieza a desmembrarse, con consecuencias trágicas entre los sectores más vulnerables. Hoy cuesta mucho generar lazos de solidaridad y comunidad. Por supuesto que los hay, pero están en crisis. Los vecinos se encuentran poco y hay fuertes rencillas entre sí. Problemas menores que antes se resolvían con la palabra o a través de mediaciones institucionales como la escuela, la propia familia o una organización social, ahora se arreglan a través de las armas. El otro se va convirtiendo, cada vez más, en una especie de enemigo o de alguien a quien temer profundamente.
–Teniendo en cuenta esta circunstancia, ¿es muy drástico el cambio en el barrio?
–Sí, la vida es más hacia el interior de las casas por el miedo a lo que pasa afuera, por el miedo a la propia policía, sumado al discurso mediático que agrega todo tipo de mitologías a los problemas reales. Pero dentro de los hogares también hay crisis y estallidos, lo cual genera un escenario muy crítico. El narcotráfico tiene una presencia fuerte en los barrios, pero lo cierto es que en ningún caso llega a desprender un territorio y a gobernarlo por completo, porque todavía requiere del Estado para funcionar. Hablamos del Estado corporizado sobre todo en la policía, pero también el poder político y judicial. El narcotráfico no ha logrado un poder económico ni de fuego que le permita autonomizarse por completo de estas otras instancias. Entonces, en las periferias no hay un tipo de violencia que pueda explicar por sí misma el crecimiento de los homicidios. Hay lo que llamamos una violencia ensamblada. Un búnker de droga indispensablemente necesita para funcionar de una venia policial que se lo permite. A la vez, la policía financia su caja negra con el narcotráfico. Los vecinos organizados contra la inseguridad llevan información de los pibes que ven en las calles a la policía y han llegado a lincharlos porque los consideran un verdadero mal. Todas esas violencias se van ensamblando y generan un panorama asfixiante y desolador, sobre todo para los jóvenes.
–¿Qué dicen los jóvenes cuando pueden hablar con organizaciones como las que usted integra?
–En general hay un profundo malestar con la policía, porque los hostigan permanentemente, los obligan a trabajar para ellos, los encarcelan por arbitrariedades. Después, hay muchas broncas con otras partes del barrio y todo el tiempo está la amenaza de que los van a ir a matar. Hoy en los barrios la segmentación territorial es muy profunda. Hablar de barrios diría que es casi un exceso porque estos jóvenes no pueden circular con libertad por todo el espacio porque si cruzan por una canchita de fútbol se pueden encontrar con grupos que están enfrentados o con un búnker que considera que trabajan para otro y entonces los «soldaditos» les pueden pegar o los pueden matar.
–El Club de Investigaciones Urbanas plantea una hipótesis sobre el fin de los barrios.
–Esta es una idea provocadora que tenemos, pero que cada vez se va comprobando más. Los barrios se parten constantemente al calor de la violencia. No se parten en zonas fijas porque los conflictos van mutando en sus niveles de intensidad. Entonces, el barrio para un chico puede ser diez cuadras una semana, pero después, a raíz de otro quilombo, pasa a ser cinco cuadras, dos o una porque más allá de eso es peligroso caminar. Y después hay un momento en que se abre nuevamente y son dos manzanas o más. Esto es así para los vecinos de Rosario y de Buenos Aires que viven cerca de un búnker o, incluso, por conflictos que van más allá de los mercados ilegales y que tienen que ver con enfrentamientos circunstanciales que pueden terminar en asesinatos.
–¿Qué similitudes pueden observarse entre los barrios populares de Rosario y los de Buenos Aires?
–La fragmentación de los barrios, la seria dificultad para poder circular, el retroceso de las organizaciones sociales –a pesar del enorme esfuerzo que realizan los militantes–, que los jóvenes sean los principales destinatarios de la violencia, el crecimiento de las nuevas autoridades del narcotráfico o de otros mercados ilegales… todo eso coincide. Y también, el crecimiento de las resistencias como las ferias populares que son un fenómeno maravilloso que ocurre en la Argentina y es una de las formas que la gente encuentra para comprar comida, vestirse a un precio razonable y generar nuevos vínculos.
–En este contexto, ¿cómo se reconstruyen los lazos sociales para bajar la violencia?
–No es fácil, pero hay un aspecto para trabajar de manera urgente, que es empezar a desarmar a la población. El mercado ilegal de armas es muy grande y en las ciudades es de muy fácil acceso. En Rosario conseguís un arma en un búnker o en la propia policía a un precio menor que el de un celular. Una política de desarme es imperiosa. Además, creo que las organizaciones sociales tienen que poder asumir –y creo que de alguna manera lo están haciendo– este cambio de escenario de la última década, el cambio tan profundo en las dinámicas sociales, y reinventarse. Si seguimos haciendo lo mismo que en los 90, van a tender a desaparecer o a tener un rol muy testimonial. Es indispensable que las organizaciones construyan nuevos objetivos sobre la base de las nuevas subjetividades que hoy habitan las periferias urbanas.
–En este sentido, ¿qué pasa con las instituciones como la escuela?
–También deben empezar a estar a la altura de la época. En este punto, adscribo a los planteos de los colectivos feministas sobre la imperiosa necesidad de construir otro tipo de masculinidad que ya no se reduzca, como lo promueve la sociedad patriarcal, a la competencia, la agresión y el avasallamiento de los otros, sobre todo de las mujeres. Y las escuelas deben poder comprender que estos pibes, así como son muy creativos y tienen mucha potencia, también cargan con niveles de agresividad muy notables. Hay que poder decirlo sin por eso creer que hay que reprimirlos o encarcelarlos, como es el discurso oficial o de parte de la sociedad. Nada de lo que digo es fácil de hacer, pero si no se avanza, los niveles de explosión social pueden crecer todavía más.

Fotos: Horacio Paone

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