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«Vivimos en una cultura represora del deseo»

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Psiquiatra, cooperativista, periodista, actor, Alfredo Grande analiza la realidad desde una mirada que abarca esos roles e incluye una perspectiva integradora de la salud mental con el compromiso social. La labor de la cooperativa Ático, el psicoanálisis implicado y el fascismo de consorcio.

 

La diversidad de artes y oficios que despliega distinguen a Alfredo Grande: médico psiquiatra; psicoanalista; director y actor de teatro; periodista; profesor de la Universidad de Buenos Aires; miembro de honor de la Sociedad Cubana de Psiquiatría; y fundador de la Cooperativa de Trabajo en Salud Mental Ático. Precisamente, este centro de salud cumple tres décadas de vida, un hito para una entidad que se mantiene firme en el campo de la economía solidaria. Recientemente, los profesionales de Ático abordaron el caso de Lulú, la primera niña trans que generó un debate social de relieve, que aún continúa. Su labor recibió apoyos y también rabiosos cuestionamientos. Conceptos como «psicoanálisis implicado« y «cultura represora» son fuertes columnas que sostienen a Ático, de las que habla el entrevistado. A la vez, califica al actual momento político como «fascismo de consorcio» y alerta que este huevo de serpiente puede desplegarse y tomar dimensiones, aún más dramáticas, en el país y el continente.
–¿Qué balance hace sobre los logros que tuvo la cooperativa Ático en estas tres décadas de existencia?
–Haber llegado a los 30 años es un logro en sí mismo, porque todo el contexto ha sido indiferente u hostil. Más de una vez comentamos que en la Ley de Salud Mental las cooperativas de trabajo de los profesionales no están incluidas como dispositivos necesarios, con lo cual se cae en la trampa de la medicina prepaga o privada, la medicina pública, que en realidad es estatal, o la privada propiamente dicha. Y es un verdadero corralito institucional, con lo cual muchas denuncias caen en saco roto, y más que en saco roto, en bolsillos rotos. Si el bolsillo estuviera sano, algo quedaría. Son 30 años de una militancia muy dura, de mucha convicción, con un fundante político ideológico bastante consistente que es la autogestión, que parte de la salud mental como cosa de todos. En tres décadas nos hemos dado la oportunidad de propiciar un modo diferente de pensar la salud. Porque para las corporaciones, incluyendo la estatal, estos emprendimientos son vividos como una artesanía, como un arte menor. Como decían los conquistadores de las producciones artísticas de nuestros originarios: son artesanías, no es arte.
–Recientemente actuaron en un caso resonante como fue el de Lulú, la niña trans. ¿Qué dificultades tuvieron?
–Abordar el caso de una niña trans como Lulú implica un cambio de paradigma que sostuvo Ático, juntamente con la Comunidad Homosexual Argentina. No es poca cosa haber colaborado en una medida bastante importante. De hecho yo escribí en los dos libros que han salido hasta ahora: Yo nena, yo princesa y La niñez trans, junto con Diana Rebón y Gabriela Gamboa, cuya autora es la mamá de Lulú, Gabriela Mansilla, con quienes trabajamos duramente. Hemos ido al colegio donde estudia Lulú. Es un caso resonante porque nos ha permitido discutir con colegas que no comparten el cambio de paradigma y otros que sí. Y también es importante haber podido acompañar a mucha militancia social y política que se acerca a la cooperativa para ser orientada y atendida. Dificultades tuvimos muchísimas: fijate que en el caso puntual de Lulú hay organizaciones de psicoanalistas que creen que la identidad travesti es una identidad delirante y psicótica. Pero, en su momento, el gobierno nacional que presidía Cristina Fernández de Kirchner hizo un gran aporte con el tema del DNI y ahí la cosa empezó a tener otro cariz. Ya era un tema de ciudadanía más que de psicopatología.
–¿Qué es exactamente el psicoanálisis implicado, instrumento central en la actividad de Ático?
–Es una herramienta teórica y política que abreva en el psicoanálisis freudiano, en el análisis institucional, en la psicología social, la teología de la liberación y plantea la subjetividad como un decantado identificatorio de la lucha de clases. Es una sumatoria conceptual que yo he hecho desde 1993. Psicoanálisis implicado se plantea como un analizador del fundante represor de la cultura y aparece en una polaridad teórica y política con el psicoanálisis aplicado, entendiendo a este último como un reduccionismo donde la construcción teórica de Freud quedó reducida a una intervención clínica para la patología individual. Esta restricción del campo del psicoanálisis a una intervención puntual sobre el sujeto individual no es casual, es una manera de restringir los efectos políticos, subversivos, del psicoanálisis para quedar acotado como una herramienta más del conocimiento, pero no de la transformación de la sociedad. Yo estoy tratando de imponer el concepto de cultura represora. Recientemente hice una capacitación en Río Negro al respecto y me quedó muy grabado lo que dijo una alumna: «Cuando empecé la capacitación no sabía que estaba sometida a una cultura represora. No sé qué voy a hacer con eso, pero al menos lo sé». Eso es lo importante. El psicoanálisis implicado considera que vivimos en una cultura represora del deseo. Y, por lo tanto, tiene conceptos teóricos y dispositivos técnicos para tratar de atravesar esos mandatos y de acercarnos a nuestros deseos, lo cual muchas veces se logra en lo individual, grupal, relacional, familiar. Considero que hemos hecho muchos aportes a un desarrollo teórico y político que es sinérgico y potencia al de la cooperativa de trabajo. En última instancia, el psicoanálisis implicado le da un fundamento teórico muy potente a lo que es la autogestión.
–¿Qué quiere transmitir en su espectáculo de stand up Y a mí, ¿qué me parece?
–Que vivimos en una cultura encubridora, falsificadora, mistificadora y represora que te vende dublé por oro, como dice el tango. Que es solemne pero no es seria. Que te vende mandatos como si fueran deseos, que permanentemente te hace comer gato por liebre –y a veces, ya ni siquiera gato– y que vivimos en esa ficción de la democracia que en gran parte es una corporación ya ni siquiera de partidos, sino de empresas. En ese sentido en el monólogo yo interpelo y cuestiono, no con los tapones de punta, sino con humor e ironía, los grandes valores sacramentales de la democracia de Occidente, del republicanismo y de la representatividad: el matrimonio, el dinero, el sexo, el poder, la publicidad. En cada función el espectáculo se modifica y crece básicamente en un código irónico. La ironía es lo opuesto a los tapones de punta. Es casi un rayo láser por lo filosa. Y justamente desde el humor uno puede permitir que el público se implique y tenga resonancia con lo que digo. A la vez, yo tomo del público muchos comentarios que hacen, lo cual es muy lindo, y me implico con lo que escucho que sucede en la platea. Como psicoanalista, como militante social, como escritor y periodista en alguna pequeña medida, me resulta muy cómodo transitar esos distintos lugares para poder hacer afirmaciones muy categóricas de las cuales –como diría un contador– tengo documentación fehaciente que las respalda.


–¿Cómo define el momento político actual?
–Bueno, empiezo por decir que a mí la palabra neoliberal mucho no me gusta. La tradición liberal fue muy importante en Argentina porque se oponía a la tradición clerical. Yo diría que estamos viviendo un modelo conservador e, incluso, fascista en lo político. Se habla de derecha, de centroderecha… la propuesta macrista es una propuesta fascista, lo que yo he llamado fascismo de consorcio. Un fascismo de techo bajo, pero que puede subir en cualquier momento. Depende de cuánta oposición tenga y del contexto internacional. Es el que está acotado a pequeños grupos. Al consorcio. En toda reunión de consorcio hay un vecino fascista, ¿viste? El que quiere que no haya perros, que no haya plantas, que no haya canarios, que a las nueve de la noche nadie haga ruido. El que plantea su territorialidad en una cuestión represora. Que quiere vivir en su departamento de 40 metros cuadrados como si estuviera en el Caribe. Organiza distintas políticas represoras con los demás vecinos, podrás llamarlo de otra manera, pero a mí me pareció una denominación muy descriptiva de ese fascismo de pago chico, recordando el Pago Chico de Payró. Después está el fascismo de un país o de un continente. Cuando Hitler empieza a anexar y anexar, su idea era el Tercer Reich, que podía ser considerado el fascismo de mayor amplitud pensable. Bueno, todos los imperios son fascismo amplificado. Es ese fascismo de vuelo bajo que, disimulado y camuflado, tiene una ideología represora marcadísima donde la jerarquía es lo máximo y donde los mediocres son reyes. Ese fascismo de consorcio de pronto naturaliza cosas que serían totalmente incompatibles. Por ejemplo, un Ministerio de la Modernización donde el ministro nombra a la esposa. Eso se llama nepotismo. El riesgo de ese fascismo de consorcio es que uno no lo piense como fascismo, lo deje crecer y es el huevo de la serpiente. Si no enfrentamos a la serpiente en sus huevos, después será tarde. Si no le damos crédito a ese fascismo de consorcio, si lo despreciamos y lo ninguneamos, lo ridiculizamos e incluso lo caricaturizamos, como Tinelli, por ejemplo, el riesgo es que se haga mucho más impenetrable y finalmente pegue el gran zarpazo de conducción política del país o del continente, si no actuamos a tiempo.
–Usted sostiene que existen diferencias entre el Síndrome de Burnout, que hace estragos en trabajadores y profesionales y el estrés. ¿Cuáles son?
–En los equipos de salud, la cultura represora se expresa a través de una sobreexplotación de los profesionales, con guardias muy largas, muchas veces personal auxiliar inexistente o también sobreexplotados, equipamientos obsoletos; entonces, en los médicos que empezaron a atender pacientes –creo que era cáncer en niños– y también en terapia intensiva, se empezó a ver un síndrome que significa quemado y afuera. Que ya no puede seguir. Como dicen los pibes ahora, «tengo la cabeza quemada». El permanente trauma diario persistente hace que el sujeto pierda cada vez más operatividad y empiece a tener síntomas. En vez de poder curar, se enferma él. Y se enferma de cuestiones somáticas, corporales y por supuesto mentales. Yo hago una diferencia con el estrés, sí. Y en realidad el estrés no es una enfermedad, es una reacción normal ante un estado excepcional. Lo que pasa es que, cuando el estado excepcional es cotidiano, vos estás todo el día como si te fuera a atacar el león de la Metro. Entonces, ¿cuánto tiempo podés aguantar? La reacción del estrés, que es una reacción hormonal del sistema nervioso central, es normal. Es la reacción que tenés que tener frente a un peligro del cual te tenés que defender. Ahora bien, ¿todos los días, todos los minutos? No. El organismo no está preparado para eso. Cuando tiene que hacer eso todos los días, todas las horas, todos los minutos, implota. Quemado y afuera. No sirve más. Muchos accidentes de trabajo tienen que ver con eso, con gente que ya no tiene reflejos, que pierde la capacidad de predecir, que no puede dormir o duerme mal. Toda una situación que no se soluciona, porque en las grandes corporaciones médicas los costos que se reducen son los costos de salarios y puestos de trabajo.

 

Fotos: Kala Moreno Parra

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