Acceso abierto al conocimiento

Tiempo de lectura: ...

Una especialista en informática de Kazajistán creó un sitio para compartir sin fines de lucro papers académicos. Acusada de piratería, las grandes editoriales científicas le iniciaron demandas millonarias pese al respaldo que ha recibido de sus pares.

Ilustración: Pablo Blasberg

Recientemente, un sitio web fue encontrado culpable de piratería y se lo multó con 4,8 millones de dólares que se suman a los 15 millones de un juicio anterior. ¿Qué compartía este sitio? ¿Películas?, ¿música?, ¿libros? No: lo que se encuentra en Sci-Hub son artículos científicos (papers como se los llama habitualmente). Otra diferencia significativa es que su creadora, la desarrolladora de software y neurocientífica kazaja Alexandra Elbakyan, habla públicamente del sitio y defiende su derecho a seguir compartiendo la información científica: «Pagar 32 dólares por cada paper es una locura cuando tenés que hojear o leer decenas o cientos de ellos para hacer una investigación. Yo obtuve esos artículos pirateándolos. Todos deberían tener acceso al conocimiento sin importar sus ingresos o creencias. Y eso es absolutamente legal».
Elbakyan aprendió cómo conseguir lo que necesitaba y muchos colegas le pidieron ayuda. Así fue como en 2011 decidió lanzar el sitio Sci-Hub, un repositorio de acceso gratuito donde almacenar trabajos científicos. Si el paper requerido no está en la base de datos (que ya cuenta con más de 62 millones de artículos), la plataforma utiliza las claves que científicos de todo el mundo comparten con Sci-Hub hasta encontrarlo.

Cultura para todos
Tradicionalmente los bienes culturales como la música, las historias, las recetas u otras creaciones humanas circularon libremente. Cada uno la tomaba, le daba una variación, le agregaba un ingrediente y la volvía a compartir. Uno de los rasgos fundamentales de los bienes inmateriales es que se pueden replicar fácilmente: si me llevo un auto, alguien no lo tendrá más, pero si repito un chiste, ese chiste no le faltará a nadie. Las primeras leyes de copyright se remontan al siglo XVIII y su objetivo era proteger al autor por un tiempo para que siguiera creando y de esa manera continuara enriqueciendo el conocimiento disponible. El problema es que bajo las leyes sobre lo que comúnmente se llama «propiedad intelectual» (que engloba varios derechos de características distintas) subyace una lógica económica particular y muy atractiva: para la producción de cada mercancía material, por ejemplo, una bicicleta, es necesario invertir en insumos y luego cobrar un porcentaje sobre ese costo como ganancia. Los derechos sobre la propiedad de algo, más aún si puede copiarse casi sin costo (como ocurre en el mundo digital) permiten invertir una vez y, con un poco de suerte, cobrar por siempre, sin que haya una relación directa con la inversión. Este sistema permite ganar el dinero necesario para que vivan algunos autores, pero también favorece la creación de nichos con rentas enormes que buscan mantener sus privilegios todo el tiempo que sea posible. Lo que ha ocurrido en las últimas décadas es que para proteger algunas pocas rentabilidades significativas se estiran una y otra vez los plazos de los derechos; la consecuencia es que se impide artificialmente el acceso a la producción cultural de décadas a quienes no pueden pagarla.
El conocimiento científico, en particular, necesita circular lo más libre posible, tanto para validarse en la comunidad como para seguir mejorando; Isaac Newton lo resumía con una gran frase: «Si pude ver tan lejos fue porque me subí a hombros de gigantes». Pese a esta tradición, las revistas científicas más importantes encontraron un negocio muy tentador y se resisten a perderlo: reciben investigaciones de todo el mundo sin pagarlas y solicitan a especialistas que las revisen para determinar su rigurosidad y validez, también sin pagar. Esas mismas revistas luego se publican en papel y en Internet, y se venden a los mismos centros de investigación que financiaron muchos de los artículos. Por otro lado, el sistema científico internacional favorece estas prácticas porque son estas revistas las que dan más puntos a los científicos a la hora de competir por un cargo o financiamiento.
En ese contexto, se entiende que una corporación como Elsevier, que publica cerca de 2.500 revistas científicas, haya ganado una demanda por 15 millones de dólares a Sci-Hub en junio de este año por el «robo» de 100 artículos. Difícilmente alguien pueda cobrar por estos fallos, ya que Sci-Hub no está bajo jurisdicción estadounidense y apenas genera ingresos por donaciones voluntarias. Es más: ni siquiera mandó representantes legales a los juicios.
La batalla seguramente seguirá, al menos por dos razones: Sci-Hub tiene apoyo de una parte de la comunidad científica internacional y porque controlar la red resulta muy difícil. Recientemente, la sucesión de fallos en contra del sitio ha generado que se bloqueen sus direcciones (incluida la original sci.hub.org) pero por las redes se publica cómo seguir accediendo a sus bases de datos.
Sci-Hub no está solo y hace años que los científicos buscan distintas formas de conseguir los papers: por ejemplo, en Twitter se usa el hashtag #icanhazpdf para preguntar a la comunidad si alguien puede compartir un artículo. El tema ha llegado al Estado: instituciones, gobiernos y comunidades están pidiendo cambios en la legislación y son cada vez más los países que exigen que las publicaciones financiadas con fondos públicos sean de acceso abierto (ver «Buenos negocios»).
El tiempo dirá si el próximo Newton podrá subirse a hombros del acceso abierto.

Estás leyendo:

Acceso abierto al conocimiento