Adagio

Tiempo de lectura: ...

Del tiempo que tuve mi consultorio en Colegiales recuerdo a muy pocos vecinos. Aunque fueron seis años los que atendí ahí, la forma de trabajo y sin dudas mi temperamento, redujeron no tanto a lo elemental sino a lo superficial mis relaciones sociales en aquel edificio. Sin embargo, el recuerdo todavía conserva a la pareja joven del quinto, que después de tener un bebé se divorció; a la mujer que vivía sola con un perro muy viejo y enfermo; a la pareja de kinesiólogos del segundo; a la mujer de pañuelo al cuello y anteojos negros, que parecía una retirada cantante de tangos, y al hombre solo, loco y muy alto, que vivía en un piso superior al mío, y que no importara la ropa que llevase puesta, siempre usaba ojotas y una gorra de béisbol. Todavía los conservo, pero sé que tarde o temprano, como un terreno frágil e inestable, se derrumbarán hacia el olvido. Me doy cuenta porque la memoria ya ha suprimido a otros vecinos de aquel edificio, que también me eran reconocibles hace un tiempo. Sé que éste puñado de figuras, no son las únicas en las que supe fijarme. Pero si los enumero como una muestra de lo que está destinado a perderse, es también porque puedo apartar lo inolvidable; y en ese caso, sé que de aquellos seis años, será inolvidable la figura de Adriana.
Adriana vivía con su marido en un departamento que estaba justo en diagonal, a unos pasos, de la puerta de mi consultorio. Tanto ella como su esposo no debían tener menos de ochenta años. Vivían solos. El hombre (macizo, chueco, gruñón) incluso parecía tener aún alguna actividad laboral; solía cruzarlo en el ascensor a la mañana; pantalón de vestir, camisa, zapatos lustrados, una carterita, limpio y peinado hacia atrás, como sólo podía hacerlo un hombre de antes cuando salía para su trabajo. Adriana, en cambio, se ocupaba de la casa y por ende la cruzaba más a menudo, a lo largo del día, siempre yendo o viniendo de algún mandado. Siempre con alguna bolsa. Las veces que los vi juntos, el intercambio entre ellos era hostil y hasta brusco. Chocaba ver cómo Adriana modificaba su tono y su expresión para discutir (en verdad, más que discutir, siempre parecía retar a su marido como si fuera un chico). En cambio cuando viajábamos solos en el ascensor o nos cruzábamos en la puerta del edificio, conmigo tenía un trato muy considerado y amable, y hasta afectuoso. Solía alternar dos comentarios: o destacaba mi trabajo (en verdad mi profusa actividad) o hacía notar su vejez. Pero era curioso, porque cuando mencionaba y subrayaba su vejez, había –o parecía oírse- una especie de coquetería en sus palabras. Nunca lo dudé: Adriana habría sido una mujer hermosa. Aún hoy, detrás de sus arrugas y de su ligero temblor permanente, Adriana presentaba una contextura armoniosa y un rostro que, de poder borrarse el oprobio del tiempo, debía ser muy bello.
En esos breves comentarios, yo no sentía que aquella mujer me hablara como una madre. Tampoco como una abuela, y menos como una anciana. Sentía que Adriana me hablaba como una mujer. Tal vez sea para mí inexplicable. Y sé que es delicada y compleja esta opinión, sino arbitraria. Pero yo percibía en Adriana un discreto y elegante ejercicio de seducción. Una seducción que, por cierto, no ponía en juego ningún objeto, si puede decirse así, físico. Simplemente parecía que en aquel intercambio, Adriana elegía las palabras, los gestos y las anécdotas como para cautivar mi interés. No hay dudas de que lo conseguía. Y en cada despedida en la puerta o en cada final de viaje en el ascensor, yo repetía para mí un mismo pensamiento: qué hermosa mujer debe haber sido en su juventud. Sin embargo, hoy debo admitir que cuando yo decía aquellas palabras, disfrazaba mal una verdad incómoda; que aún hoy Adriana fuera atractiva para mí y generara el deseo de que aquellos metros, o aquel brevísimo viaje vertical, pudieran extenderse un poco más.
Bioy decía que amaba de las mujeres la posibilidad de habitar en cada una de ellas un mundo diferente. Más de una vez imaginé a Adriana cincuenta o sesenta años atrás. La imaginé, justamente, como una de esas mujeres de Bioy, y después, como una heroína de Sándor Márai o Felisberto Hernández. La imaginé con sombrero, inquieta, con una energía que no podía contener ni apaciguar su época. Adriana supervisando el crecimiento saludable y convencional de su hogar; un hogar sin privaciones, pero sin desvíos. Por último, la imaginé, no sin patetismo, frente a un espejo, intrigada y vencida ante su nuevo rostro y la tremenda velocidad e intrepidez de la vida para alcanzarla.
Cuando a veces veo una mujer mayor, pero todavía entera, todavía lúcida, y entonces pienso en Adriana, imagino la continuidad de nuestras caminatas exiguas, de aquellos viajes en miniatura. Entonces me veo invitado a entrar en su departamento, aceptar un té, y sentarme en el comedor a mirar fotografías. Me veo sentado junto a ella en una mesa grande de madera oscura, pesada, y con algún tejido sobre ella –un tejido, de seguro, hecho por ella misma–. Me veo, en el final de esa tarde, apoyando mi mano sobre la suya, y repitiendo el adagio: que siempre había sido una mujer hermosa y que nunca dejaría de serlo. Sé que le digo eso convencido, sin dudar de que quizá para ella no signifique tanto, y mucho menos, todo.
Soy distraído. Más de una vez ha pasado un tiempo considerable hasta que yo registraba un cambio en el edificio. Un día –un lunes o martes, un comienzo de semana– un hombre joven, en short y zapatillas deportivas, entró al departamento de Adriana, y enseguida se escuchó a bastante volumen, una música vulgar y caduca. No tardé mucho en comprender la brutalidad de lo que había sucedido en un lapso de no más de un par de semanas. Adriana y su esposo probablemente hubieran sido internados en un geriátrico o se habrían ido a vivir con la hija mayor (había otra posibilidad, más desgraciada, que alguno de ellos hubiera muerto, y entonces el otro hubiese sido internado, o derivado a un cuarto de la casa de la hija). De cualquier manera, el caso es que el hijo menor ya se había mudado y disponía sin demoras de su herencia. Nunca más volví a verla. Tiendo a pensar que no murió. Pero ese pensamiento, se niega de todas formas a imaginar a Adriana en una casa ajena, como perdida, o en un geriátrico, soportando las enfermeras, las horas sin fin y el progresivo deterioro de su cabeza.
Fueron varias veces antes de mudarme, las que crucé a aquel hombre joven en el edificio, que insistía con poner Bee Gees o Carpenters, durante la siesta y a todo volumen. Nunca me animé a preguntar por su madre. O nunca quise.

—Edgardo Scott nació en Lanús en 1978. Es psicoanalista. Integra el Grupo Alejandría, que organiza lecturas en Buenos Aires. Participó en diversas antologías y ediciones grupales, y publicó la novela breve No basta que mires, no basta que creas (2008), el libro de cuentos Los refugios (2010) y la novela El exceso (2012). Edita el blog El círculo íntimo (elcirculointimo.blogspot.com.es).

Estás leyendo:

Adagio