Alerta sobre la mesa

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Comida cada vez más procesada, menos tiempo dedicado a la cocina, las producciones tradicionales desplazadas por la soja, mayores índices de obesidad. ¿Se come cada vez peor?

 

Picoteadores seriales. Alimentos que puedan comerse camino al trabajo o frente a la computadora: un signo de los tiempos que corren. (Juan Quiles)

No todo tiempo pasado fue mejor, pero sí más sabroso. O, al menos, hace algunas décadas, el sabor de la comida no era el resultado de la línea de producción de una fábrica, sino el corolario de una alquimia de ingredientes que, combinados de distintas maneras, hacían agua la boca de los comensales con sus promesas saladas o dulces. Entonces, ¿qué cambió? Cambió lo que nos llevamos a la boca y cómo lo hacemos. Hay menos tiempo dedicado al ritual de cocinar y sentarse a comer, sobre todo en las clases medias urbanas. Existe una abundante y creciente oferta de comida procesada, elaborada por un mercado alimentario cada vez más concentrado. En las zonas rurales, el creciente monocultivo de la soja desplaza no sólo a las producciones tradicionales sino también a las personas. Los índices de obesidad alcanzan niveles alarmantes. Son factores que, por otra parte, afectan no sólo a la Argentina sino al mundo entero y que modifican la forma de satisfacer la más básica de las necesidades humanas: alimentarse.
«La alimentación es un hecho biológico y cultural que supera la cuestión nutricional: está atravesado por cuestiones económicas, sociales, y políticas», explica la antropóloga Gabriela Polischer, que lleva diez años estudiando cómo se modificaron los hábitos alimentarios en la Argentina. El francés Claude Fischler, uno de los exponentes de la denominada antropología alimentaria, habla de la gastro-anomia: a medida que el universo laboral ocupa más y más horas del día, los rituales alrededor de la comida se desmoronan y la alimentación se individualiza. Según Fischler, crece la tendencia de los consumidores solitarios, picoteadores seriales en busca de alimentos funcionales, industrializados, masificados, para comer fuera de horario, en el colectivo, en la cola del banco, frente a la computadora, camino al trabajo. «Todo lo que nos rodea está al servicio de eso: si tengo la heladera llena de imanes y el freezer lleno de congelados, la comida casera obviamente tiende a desaparecer», dice  Polischer. Este comportamiento se evidencia, fundamentalmente, en la población de las ciudades, que, por otra parte, crece sin pausa: el 92% de los argentinos vive en zonas urbanas y, en el mundo, desde 2008, la cantidad de gente que vive en ciudades ha superado a la que vive en zonas rurales. «El hecho de que el acto de comer sea cada más individual, que tengamos cada vez menos tiempo, se da en todos lados –añade–. En las grandes ciudades se fue acortando el momento de los almuerzos, y la gente come cada vez más pegada al escritorio, cuando antes disponía de más tiempo y más dinero para ir a comer aunque sea al bar de la esquina y compartir un rato con los compañeros».

 

Gusto homogéneo y concentrado
Que en el Impenetrable chaqueño una familia wichi se alimente a base de bolsones de comida empaquetada y procesada en alguna fábrica a cientos de kilómetros, que en las verdulerías sobren las manzanas insípidas por dentro (aunque hermosas por fuera), que sea imposible conseguir un higo jugoso o un tomate con sabor a tomate, o que en los comedores escolares los chicos tomen leche saborizada con el auspicio de alguna gran marca, son situaciones que hacen a la pérdida de soberanía y seguridad alimentaria. En 1996, en la Cumbre de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) realizada en Roma, se habló por primera vez de seguridad alimentaria. El concepto «se asocia con la calidad de los alimentos, con su certificación y con el problema de la producción industrial. La soberanía es un concepto de carácter político, porque la alimentación es una herramienta política, y el alimento no se puede considerar como mercancía o utilizarse para dominar», dice al respecto la nutricionista Miryam Gorban, coordinadora de la Cátedra de Soberanía Alimentaria de la carrera de Nutrición de la UBA y referente en el tema. En Argentina, señala Gorban, «el problema de la soberanía alimentaria está vinculado especialmente con el desarrollo de la estructura económica del país, del modo de producir, del modo de comercializar y distribuir, que se ha complejizado muchísimo, porque, en las últimas décadas, el proceso de neoliberalismo agudizó la gran concentración económica en este rubro junto con la trasnacionalización de las empresas».

Desierto Verde. El aumento del monocultivo de soja empobrece la oferta de otros alimentos frescos y expulsa a los productores. (Carlos Carrión)

El batallón de alimentos industrializados que encontramos en supermercados, almacenes, verdulerías y carnicerías crece a expensas de los sabores (y saberes) locales. Pero la variedad de las góndolas es sólo de paquetes, porciones y sabores, porque detrás de la aparente cantidad de alternativas no hay más que una decena de nombres: según datos de la Administración Federal de Ingresos Públicos, el 5,9% del total de empresas que operan en el sector alimentario concentra el 85,1% del total de la facturación. Dos empresas concentran el 66% de la producción láctea, otras dos, el 72% del mercado de galletitas dulces y otro par, el 84% de las gaseosas. «Hoy hay 10 empresas que manejan el comercio de alimentos en el mundo entero y entrelazan sus intereses», señala Gorban. Además, los alimentos cotizan en bolsa como cualquier commodity. «Todo esto influye en el costo y en la calidad. Comemos de manera más homogénea, menos variada, y este modo de producir disminuye la biodiversidad del continente americano. Sucede ahora que a las personas de pueblos originarios les han cambiado el curso de los ríos en beneficio del monocultivo. Y algunas comunidades que vivían de la pesca artesanal y se alimentaban de ese pescado se quedaron sin esa fuente de nutrición y sin una fuente fundamental de trabajo. El Estado va en auxilio, pero le da un auxilio como asignación: tienen dinero para comprar, se convirtieron en consumidores y ya no van a ir a comprar pescado, sino galletitas y gaseosa. Y van a generar un nuevo modo de consumo no muy favorable», advierte la nutricionista. El problema es que se desplazan los alimentos producidos localmente, que cada vez ocupan menos espacio en la dieta diaria. «Tendríamos que priorizar el consumir cada vez más alimentos frescos con cadenas cortas de comercialización. En especial los chicos: cuantos menos alimentos industrializados coman, mejor. La alimentación de la infancia tiene que estar bajo una dirección profesional y técnica y tiene que estar condicionada no por el valor económico sino por el valor nutricional, de acuerdo con el desarrollo y la edad de los chicos y las patologías que pueden tener», sostiene Gorban.

Filardi. «El problema es el acceso a los
alimentos, la disponibilidad está».

Existen iniciativas que abogan por una alimentación que esté en consonancia con las diferentes culturas y ecosistemas regionales, que ofrecen productos menos intervenidos por conservantes, colorantes, saborizantes y pesticidas (ver Pequeñas grandes…). Sin embargo, poco pueden hacer contra la fuertísima capacidad de penetración del discurso publicitario que asocia lo saludable con los productos industrializados. Esto quedó demostrado en un estudio encargado por el Ministerio de Salud de la Nación, que analizó el impacto de la Asignación Universal por Hijo en consumos vinculados con la alimentación y que reveló que uno de los principales consumos adquiridos a partir del cobro de la asignación es el de postrecitos y yogures, que dejan tranquilas a las madres porque son «nutritivos». Polischer, que fue parte del equipo investigador, recuerda que «la mayoría de las mamás relataba que el día de cobro iban al supermercado en familia y cada uno elegía el postrecito que más le gustaba».

 

Hambre de soja
Hasta acá, los que comen, pero en el mundo hay 842 millones de personas que sufren hambre crónica y 2.000 millones de malnutridos. Esas son las últimas cifras que difundió la FAO. Según un estudio de la misma organización, dado a conocer a principios de diciembre de 2013, en Argentina «se erradicó el hambre» pero, como contrapartida, el país tiene uno de los mayores índices de obesidad de Latinoamérica (29,4%). Cabe señalar que el informe se vale de cifras oficiales de los países para hacer sus cálculos, aunque, en materia de nutrición, la Argentina no tiene cifras actualizadas (los últimos datos difundidos por la Encuesta Nacional de Nutrición y Salud son del año 2005). El aumento de la obesidad está en consonancia con un estudio difundido por la cátedra de  Economía de la Escuela de Nutrición de la UBA que reveló, a mediados de 2013, que la alimentación de los argentinos es alta en grasas saturadas, azúcares simples, sodio y calorías de baja calidad. Hace casi una década, la antropóloga Patricia Aguirre ya abordaba en su libro Ricos flacos y gordos pobres la problemática que representa otra cara de una misma moneda: en los hogares con menor poder adquistivo se comen más alimentos que rinden, son «sabrosos» y dan sensación de saciedad (pan, papas, cereales, azúcares, carnes grasosas) y en los hogares de las clases altas, más verduras, frutas, menos azúcar y menos grasa. El resultado de esta forma de comer está en el título su investigación. «Con toda seguridad, en Argentina, el sobrepeso es hoy un factor de riesgo mayor que el bajo peso, pero no es un sobrepeso de la abundancia, sino que está relacionado con el no tener capacidad para elegir una mejor alimentación», asegura la licenciada en Nutrición Mercedes Paiva, presidenta de la Federación Argentina de Graduados en Nutrición (FAGRA). Retraso en la talla de los niños y deficiencia de hierro son algunas de las problemáticas de los últimos años.

Gorban. «Cuantos menos productos
industrializados se coman, mejor».

Paiva lo adjudica a lo que se ha llamado «hambre de soja», provocado por el monocultivo al encarecer el precio de los alimentos saludables (como frutas y verduras), porque cada vez hay menos tierra para producirlos. De hecho, en Argentina, el Plan Agroalimentario y Agroindustrial 2020 propone expandir aún más la superficie sembrada de soja, que ya ocupa más de la mitad de las tierras cultivables del país. «Lo más grave en este momento es la anemia. En Argentina, tenemos una política nueva de resguardo, como la que establece la fortificación de la harina, pero aún no está medido qué cambió desde que se puso en marcha hasta ahora. Hay sobrepeso y obesidad en todos los grupos etarios, y eso va pegado a una anemia persistente. Hay una mala selección de alimentos, y es un problema en toda América Latina».

 

Disponibilidad y acceso
Marcos Filardi, abogado e impulsor del Seminario Interdisciplinario sobre el Hambre y el Derecho a la Alimentación Adecuada que se dicta desde 2008 en la Facultad de Derecho de la UBA, afirma, por su parte, que el problema en la Argentina es de acceso, porque la disponibilidad de alimentos existe. «Hay una distribución de los alimentos tan inequitativa que hace que, al ser una mercancía, el que pueda pagarla acceda y el que no pueda pagarla no acceda. Entonces, en este debate, la palabra clave es el acceso, tanto físico como económico. Para una persona que vive en zonas rurales, hay que pensar en acceso a la semilla, acceso a la tierra, acceso al conocimiento, a los recursos productivos, al agua, a los servicios de extensión rural. Y para los habitantes de las ciudades, hay que pensar en una dinámica de protección de precios que permita a la persona ir al supermercado y comprar alimentos adecuados».

Polischer. «En las ciudades se acorta
cada vez más el horario de almuerzo».

Aunque la Constitución argentina no incluye el derecho a la alimentación en su articulado, sí lo hacen varios tratados con jerarquía constitucional, como el Pacto Internacional de Derechos Económicos Sociales y Culturales y la Convención Interamericana de Derechos Humanos. También existe la ley 25.724 de Seguridad Alimentaria y Nutricional, aprobada en 2003 en un contexto de emergencia económica y alimentaria, que adjudicó al Estado el deber de «garantizar el derecho a la alimentación de toda la ciudadanía», y creó el Programa de Nutrición y Alimentación Nacional. En 2013, la CTA lanzó la campaña por una ley marco de Derecho a la Alimentación Adecuada con Seguridad y Soberanía Alimentaria, con base en un proyecto de ley de la diputada Liliana Parada, que propone la creación de «políticas públicas que tengan como principal objetivo la provisión y el acceso pleno a alimentos saludables y culturalmente adecuados, por encima de la generación de divisas» y establece estímulos fiscales y financieros para quienes produzcan alimentos saludables. La iniciativa impulsa también la vigencia del principio precautorio a lo largo de toda la cadena productiva para evitar el uso de sustancias cuyos efectos sobre la salud sean desconocidos, y propone el fomento de las pequeñas producciones agropecuarias y la pesca artesanal. En la misma línea se inscribe la ley sancionada por el Congreso de la Nación en noviembre de 2013, que ordena reducir la cantidad de sodio presente en las comidas procesadas, eliminar los saleros de las mesas y disponer de menús sin sal en los restaurantes, buscando combatir las enfermedades que genera el consumo excesivo de sodio. «El rol del Estado –concluye Filardi– es clave: si todos y cada uno de nosotros somos dueños del derecho a la alimentación, el Estado debe ser el garante de la disponibilidad, de la accesibilidad física, de la adecuación y de la sustentabilidad del sistema alimentario».

 

Emilia Erbetta y Cora Giordana
Informe desde Rosario: Lautaro Cossia

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