7 de marzo de 2013
Finalmente, allí estaba el mar. Después de veintidós años de presidio, allí lo tenía frente a sus ojos, como si fuera una invención reciente o una visión de la infancia. Había cumplido sesenta y ocho y se sentía un anciano de cien años o más. Miraba las bravas aguas de Barra Navidad, en el Pacífico mexicano, mientras dejaba que el viento salobre lo cubriera de arenilla y yodo. El sol surfeaba sobre las olas y las palmeras con esa alegría inexplicable que desata en las playas del mundo. Él, Pedro Francisco Tau, sentado en un talud de arena, a veinte pasos de la cabaña que alquilara ni bien bajó del microbús que lo trajo, una semana atrás, desde el penal de Puente Grande, Jalisco, trataba de recordar los días con Adelaida. Pero eso, con el tiempo, se había tornado doloroso. Muy doloroso. Después de todo, él, Pedro Francisco, había penado esos largos años de cárcel, por ella, por Adelaida.
La luz tremenda del mediodía lo obligaba a entrecerrar los ojos. El viento le batía los escasos cabellos rubios, ya medio grises. Tenía los labios resecos y partidos. De lejos, parecía un sobreviviente de Dachau perdido en una playa tapatía. El costillar se le marcaba y su piel algo verdosa (color que las epidermis toman cuando un individuo está durante muchos años en calabozos) trataba de revivir bajo el sol.
De pronto se hizo de noche y el rugido del mar oscuro se mezcló con la sonrisa de Adelaida y con su cabello furioso de viento golpeando sus hombros. Bailaba desnuda y lo miraba brillando. Pedro Francisco la observaba con toda la urgencia de su cuerpo mientras se empinaba la botella de tequila. Ella –entonces– tenía diesisiete años. Él, cuarenta y cinco. Faltaban pocos meses (él no lo sabía) para que una corte lo condenara a veinticinco años por la desaparición de una menor de edad llamada Adelaida Kuri Berzave, mexicana, de origen libanés.
Caminó hasta un puesto de bebidas de techo de paja y pidió una cerveza y un tequila. El sol ya estaba haciendo hervir la arena. Decidió quedarse de pie, bebiendo, a la sombra de la palapa. Allí se estaba mucho mejor.
Cuando vio los faros de una especie de karting acercándose, ya estaba un poco mareado. La marihuana de Baja California pega duro. Y el tequila blanco no le iba en zaga. Solo atinó a decirle a su amiga «¡Cúbrete, que llega gente!».
Ella siguió bailando, tomando su mezcal por el pico. Su desnudez fue blanco de los faros, parecieron desnudarla aun más.
A poco de apagarse el par de luces, dos siluetas negras, rotundas, avanzaron hacia él. La luna se licuaba entre el celaje tormentoso de las nubes.
Pidió otro tequila y más limón. Más allá, a menos de treinta metros, no dejaban de arribar bañistas y vendedores ambulantes. Las sombrillas semejaban un campo de hongos gigantes multicolores.
Adelaida se adelantó y empezó a coquetear con los recién llegados. «¡Hey, hey, Adelaida, aléjate de esos tipos!», gritó la voz borracha de Pedro Francisco. Uno de los tipos lo golpeó en la pera y cayó. Un diente le lastimó la boca y la sangre corrió por la pequeña y fértil herida. Le llegó la risa de Adelaida y una voz ronca. Imaginó que se estaban abrazando o besando o todo eso junto. Trató de erguirse pero una patada lo devolvió a la arena. Su cara cayó muy cerca de la de Adelaida. Ella gritaba que la suelten pero se la veía divertida. Este era el momento más confuso para Pedro Francisco. La vió sangrando por un oído. Sus gritos. Jadeos de hombres. El ruido del motor del vehículo arrancado, después el silencio. El silencio rumoroso y salvaje del mar golpeando eternamente sobre la playa.
Cuando iba a pedir un tequila más, la voz perentoria lo petrificó. También, en ese mismo instante, vio avanzar a una madura Adelaida por el borde húmedo del mar.
–¡Tau! ¡Levanta los brazos y no intentes nada raro, te estamos apuntando a la cabeza!
Sabía de qué se trataba. Adelaida, ahora, daba su espalda a la escena, alejándose. Giró lentamente y se vio encañonado por dos fusiles ametralladoras. Contó rápidamente: nueve guardiacárceles lo rodeaban.
El dueño del barcito buscó la tapa del periódico del día. En un gran recuadro se veía la foto de Pedro Francisco, junto a un titular que decía: Sigue prófugo el asesino de Barra Navidad tras escaparse de reclusorio.
Le echó una ojeada cansada al mar. La silueta de Adelaida era una mota negra bajo la luz blanca del mediodía. Se dejó empujar para que lo metan en la patrulla. Y su cuerpo se vació. Todo volvía a ser como antes.
—Miguel Ángel Molfino vive en la ciudad de Resistencia. Escritor y periodista, en 1986 ganó el concurso de cuentos de la revista Crisis e integró el consejo de dirección de la revista Puro Cuento. Publicó Versiones y perversiones (crónicas, 1986), Nueve cuentos nuevos (cuentos infantiles, 1987), El mismo viejo ruido (cuentos, 1994), Prosas escogidas (cuentos, 2006), Un libro raro (relatos, prosas breves y poemas, 2007), La mágica aldea del crepúsculo (poemas, 2009) y Monstruos perfectos (novela, finalista del premio Memorial Silverio Cañada en la Semana Negra de Gijón, 2010).