Amasar

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Provocación
Todos los días, desde hace unas semanas, me veo obligado a ver, a través de la ventana del bar en el que me siento en los mediodías a escribir mis cuentos de recién despierto, me veo obligado a ver –porque pasa– a la mujer que camina llevando ese cochecito que no porta bebé alguno.
No pienso responder a la provocación.

 

Queso
Una pareja de jóvenes en un departamento. Él es tan joven que hasta podría olvidarse de sí mismo.
Ella es tan joven.
Están jóvenes y juntos, alrededor de la mesa que él, el habitante del departamento, preparó con esmero. Con ese preciso tipo de esmero que sólo puede ser fruto de la ansiedad.
Él ha cocinado algo para dos. Se sientan enfrentados, separados por una pequeña mesa redonda, y los flecos del mantel blanco rozan impunes los cuatro muslos. En el centro de la mesa, una fondue.
Ella da el primer paso, aferrada al largo pinche de metal, y atraviesa un cubo de papa hervida cometiendo, con las yemas de un índice y un pulgar, el gesto que realizaría alguien que ha tomado una determinación inapelable. Él intenta dejar de sonreír, más por cortesía que por pudor. Se gustan. Y disfrutan juntos de un sutil y coreográfico silencio.
El queso en la fuente empieza a burbujear. El burbujeo es sonoro; de pronto es obscenamente sonoro. Y el queso derretido comienza a subir; a crecer y expandirse ante la mirada atónita de los todavía no amantes. Supera los límites de la fuente, alcanza el mantel.
Hay más queso que el que debería haber.
Más queso que el que hubo alguna vez entre ellos.
No se detiene el movimiento imperial del queso. Chorrea por los bordes de la mesa, como antes lo hizo con la fuente, y cae al piso. Los jóvenes se ponen de pie simultáneamente, corren sus zapatitos del alcance del queso. Tan de pronto como al comenzar, el sonido obsceno se detiene, y se detiene también el éxodo lácteo. Ella anuncia que va a buscar un trapo. Mejor traé un trapo de piso, dice él, el que está atrás de la puertita del armario y adelante del tacho de basura.

 

No volvieron a verse.
Ella dijo no estar preparada para una relación seria.
Él creyó descubrir que no era ese su tipo de mujer.

 

Realismo edípico
Una mujer y su hijo cruzan ahora la calle Monroe.
El niño, en delantal celeste y pantalocitos blancos, no mira en ningún momento del trayecto a los autos que doblan pudiendo matarlo; permanece extasiado besando el brazo de su madre que lo sostiene –besa ese brazo y sonríe–.
Supuse que esto alegraba a la madre, un hijo besándola sin parar, arriesgando su vida por besarla; sin embargo, agarra al niño de una orejita y se la retuerce con encono.
Supuse que esto desagradaría al niño; sin embrago, su risa se acentúa y comienza a besar el brazo con mayor intensidad.

 

Los vergonzosos
Abro la puerta de una de las numerosas habitaciones de mi casa. Allí están, ellos dos.
Sentados en el piso, junto a una mesa ratona, conversan sin dejar de mirarse a los ojos; sin dejar de mirarla a los ojos, él se inclina sobre la mesa ratona de una de las habitaciones de mi casa. Su mano encuentra una porción de pizza, o el resto de una porción. La corta al medio: se lleva la mitad a la boca, y deja la otra mitad en el plato. Cuando él mastica, ella habla.
Así se conocieron ellos dos, comiendo una pizza que yo les preparé: jamón y morrones.
El hace un chiste apenas termina de masticar, un chiste no tan malo como para que ella pueda no reír; ríen. Ella deja de reír y baja la cabeza, ruborizada. Ha dejado de mirarlo: toma la pizza del plato de la mesa ratona; corta una mitad, y corta también la otra pero la devuelve al plato.
Se conocieron hace un mes, comiendo una pizza que yo les preparé, en una de las numerosas habitaciones de mi casa.

 

Se me ha ocurrido, no se cómo decirles esto, que deberían colaborar con el pago del alquiler. No quiero que me consideren avaro, pero.

 

Esta mañana entré a la habitación: temía que no estuvieran, pero allí estaban. Allí están: él mira un minúsculo pedazo de pizza entre sus dedos: lo corta al medio.
Así se conocieron hace un mes, comiendo una pizza que yo les preparé, sentados en el piso de una de las numerosas habitaciones de mi casa. Así se conocieron, y desde ese momento ninguno de los dos ha podido comer la última porción de pizza, la que suele nombrarse como la de la vergüenza.

 

Se aman.
Y su amor es infinito:
jamón y morrones.

 

Amasar
El nene del fin del mundo detesta las redundancias; en su favor: tiene veintiséis años.
Volvió con las compras, una bolsa en cada mano, y ya estábamos todos reunidos en la cocina.
En una bolsa, la de la mano derecha, lo de arriba: muzzarella, tomates, jamón, morrón y aceitunas. En la otra, la de la mano izquierda, lo de abajo: harina, levadura y sal. Todos éramos nosotros, sus amigos en la cocina.

 

Entró sonriendo, viendo cómo le miraban la sonrisa. Todos le miraban la sonrisa y él tenía ganas de arrepentirse y echarnos a todos.
No quería que le sonrieran ni que le miraran la suya. Nadie decía nada: sólo lo miraban de esa manera.
Uno le palmeó la espalda –con redundancia–. El nene del fin del mundo pensó que si otra mano le palmeaba la espalda la iba a agarrar y retorcerla hasta el dolor.
Le volvieron a palmear la espalda. Sonrió. Con sorna sonrió.
Pensó que lo habían malinterpretado: creyeron que invitar a todos sus amigos a comer pizza casera era un pedido de ayuda, o al menos de compañía. Diluyó un cubo de levadura en un litro de agua tibia, agregó aceite y una cucharada de azúcar: el olor a chocolate rancio pero amable lo ayudó a descartar la hipótesis del pedido de compañía. Porque había empezado a creerlo: los había invitado a todos porque le encantaba hacer pizzas. Eso era todo.
Se encontraba en una situación de necesidad, sí: necesitaba hacer pizzas. Amasar.
Comenzó a ligar la levadura y la harina salada en un bol de vidrio, con una cuchara de madera. Tiró harina en la mesada y entonces sí: se olvidó de todos nosotros: a amasar.

 

El movimiento de amasar, dejar caer el peso del cuerpo sobre la masa blanda, una y otra vez –repetición y leves variaciones–. Luego levantar el bollo y comenzar a subvertir las formas en el aire, haciendo de la superficie lo contenido, y de lo profundo superficie, y viceversar cada vez…; eso era lo que necesitaba. Nada más.
Cuando el bollo tuviera la consistencia que sus dedos deseaban, volvería al bol de vidrio, cerca del horno encendido, y él lo taparía con un repasador. Para que crezca.
Porque el bollo de pizza es como un hijo: si se lo mira, si se lo custodia demasiado, no crece lo que debería.

 

Yo lo vi: amasaba usando la palma de la mano izquierda, entera, y la mitad de la derecha, apenas el montículo del dedo gordo.
Como si todavía tuviera el anillo.

—Federico Levin se presenta como «un escritor porteño nacido en Rosario en 1982». Publicó las novelas Historias higiénicas (2000) e Igor (2007) y una trilogía policial, integrada por las novelas Ceviche (2009), Bolsillo de cerdo (2011) y La lengua estofada (2013), en la colección Negro absoluto, además de cuentos en diversas antologías y revistas literarias. Trabaja como periodista cultural y guionista de televisión.

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