Argelia en rebelión

Tiempo de lectura: ...

Mientras el control del país está en manos del Ejército, el movimiento ciudadano que forzó la renuncia del presidente Abdelaziz Bouteflika exige cambios de fondo. Los disímiles reclamos y la experiencia egipcia como señal de alerta.

Revuelta. Desde el 22 de febrero, todos los viernes se realizan masivas protestas en Argel, la capital, y otras ciudades de la nación africana. (Ryad Kramdi/AFP)

Argelia atraviesa la crisis política más importante de sus últimos años. Una oleada de manifestaciones multitudinarias –las más grandes desde su independencia– pusieron contra las cuerdas a quienes manejan los hilos de un país que, desde hace meses, está partido en dos: de un lado, un enorme y ecléctico movimiento ciudadano que clama por un «cambio democrático»; del otro, la cúpula del Ejército y los principales referentes del Gobierno, que otorgan concesiones pero se resisten a dejar el poder. Se trata de una suerte de Primavera Árabe tardía cuyas consecuencias son aún impredecibles.
El conflicto comenzó el 12 de febrero de este año, cuando miles de personas salieron a las calles para rechazar la decisión del por entonces presidente Abdelaziz Bouteflika de buscar un quinto mandato consecutivo en las elecciones que se celebrarían en abril. Los manifestantes cuestionan al mandatario por su larga estancia de 20 años en el poder, lo acusan de prácticas autoritarias y de estar implicado en distintos casos de corrupción, en un contexto de dificultades sociales que afectan a toda la población.
Las movilizaciones fueron tan grandes que Bouteflika, de 82 años, se vio obligado a suspender las elecciones de abril y a bajar su candidatura. Pero eso no fue suficiente. Presionado no solo por el clamor popular, sino también por sus propios correligionarios y el Ejército, se vio obligado a abandonar la presidencia. «Butef», como se lo conoce popularmente, fue declarado «inhabilitado» para ejercer su cargo con la excusa del precario estado de salud que presenta desde 2013, a causa de un ACV que lo obligó a evitar las apariciones públicas y a pasar gran parte de su vida recluido en Suiza para recibir tratamiento. Mientras tanto, el Gobierno era administrado por un grupo de íntimos dirigentes conocidos como le pouvoir (el poder).
Para el movimiento de protesta, la renuncia de Bouteflika fue un momento histórico en la corta vida de la nación. El hombre había sido uno de los máximos líderes políticos del país desde la victoria contra el colonialismo francés, en 1962. Desde 1999 ejercía la presidencia, en la que ofició como un reconciliador con los grupos islamistas tras la cruenta guerra civil de 1991-2002, que dejó más de 200.000 muertos. Fue, además, uno de los pocos líderes regionales que sobrevivió a las primaveras «democráticas» que hace unos años se llevaron puestos a varios pesos pesados de la política árabe, como el egipcio Hosni Mubarak y el libio Muammar Khadaffi.

Escenario incierto
El desplazamiento de Bouteflika fue pergeñado por Ahmed Gaid Salah, jefe del Ejército argelino y hoy el hombre más fuerte del país. Salah era un antiguo socio del expresidente, pero en el comienzo de las protestas, y con el objetivo de mantener intacto el poder castrense, dio un giro de 180 grados y se convirtió en un férreo defensor de la causa de los manifestantes. Además, se subió a la ola de denuncias por corrupción e impulsó una campaña de «manos limpias» para encarcelar a dirigentes políticos del entorno de Bouteflika.
En lugar de Butef asumió, de manera interina, Abdelkader Bensalá, quien era presidente del Senado. Su única tarea era convocar a elecciones, cuya fecha fijó inicialmente para el 4 de julio. Sin embargo, a pocos días de los comicios, en un clima de incertidumbre total y ante la continuidad de las protestas, ninguno de los grandes partidos había designado a un candidato firme. Finalmente, la Corte Constitucional se vio obligada a suspender la jornada electoral. Al cierre de esta edición, las elecciones seguían sin fecha definida.
Los vericuetos de la crisis política no solo tuvieron impacto en el Poder Ejecutivo, sino también en el Parlamento. A principios de julio, y por primera vez desde la independencia, un islamista opositor, Sliman Chenin, asumió como presidente de la Asamblea Popular Nacional, la Cámara Baja argelina. Fue un hecho inédito, ya que el cargo siempre había estado reservado a dirigentes del gobernante Frente de Liberación Nacional (FLN).
La intención de los militares fue mostrar ese cambio como un signo de apertura. Pero los manifestantes aseguran que se trata de meras modificaciones cosméticas: concesiones para que todo siga igual, mientras quienes dirigen la transición hacia el prometido «nuevo régimen» son los mismos de siempre. Su lucha, dicen, es por un cambio de fondo, lo que implica la renuncia de toda la órbita de dirigentes cercanos a Bouteflika –incluido el general Salah– y la realización de elecciones transparentes.

Slimane Chenine. El líder opositor presidirá la Asamblea Popular Nacional. (AFP/Dachary)

En sus movilizaciones, sin embargo, se mezclan todo tipo de reclamos: desde las proclamas para poner fin a la corrupción, hasta cuestiones vinculadas con la situación económica y social del país. Como en muchos otros territorios que sufrieron el saqueo colonialista, Argelia cuenta con servicios de salud, educación y transporte deficientes, posee una infraestructura atrasada y depende casi exclusivamente de sus recursos naturales.
El final de la revuelta argelina aún no está escrito. Todavía está por verse si los militares lograrán imponerse a las protestas o si sucumbirán ante el variopinto y fragmentado movimiento ciudadano, integrado por diferentes clases sociales y posiciones políticas. Experiencias como la de Egipto, cuya primavera democrática decantó en una brutal dictadura comandada por un oficial del Ejército, obligan a recordar que, sin organización ni propuestas alternativas sólidas, el remedio puede terminar siendo peor que la enfermedad.

Estás leyendo:

Argelia en rebelión