Australia sin refugiados

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A pesar de haber firmado la convención que protege a los sin papeles, el gobierno restringe las posibilidades de acceso a viajeros que huyen de la guerra y la miseria, y así trepa en las encuestas.

 

Rechazo. Las autoridades echan a los que buscan un destino mejor hacia territorio de Papúa. Otros deben volver a su país. (STR/AFP/Dachary)

Australia acaba de condenar al naufragio a todo el que toque sus playas con ansias de sobrevivir. Sólo el último año, en 220 barcos, miles de refugiados de Asia y África habían llegado a las blondas arenas de Sydney, no para fotografiar koalas sino para encontrar un futuro posible. Pese a que el país anfitrión firmó en 1951 en las Naciones Unidas una convención que protege a los inmigrantes ilegales, medio siglo después el gobierno australiano anunció cerrar sus puertas a los polizones de mar. Como quien esconde la basura debajo de la alfombra, todo aquel que insista en arribar a la tierra de los wallabies será detenido y, sin preguntarle siquiera a qué viene, trasladado a islas vecinas. Podrá pedir asilo en naciones de nombres pintorescos y exóticos. Si se lo acepta, los papeles lo salvarán de la informalidad, aunque no se asomará siquiera a los niveles de progreso con que podría soñar en Australia. Si se lo rechaza otra vez, volverá a su casa, a ese mundo de pobreza y miseria del que pretendió, sin suerte, escapar.
«Desde ahora, cualquiera que busque asilo y llegue a Australia por barco no tendrá ninguna oportunidad de quedarse en territorio australiano como refugiado», confirmó a mediados de julio pasado Kevin Rudd, primer ministro australiano. La foto del anuncio mostraba a Rudd estrechándole la mano a Peter O’Neill, su colega de Papúa, ese grupo de islas al norte de Australia, con una superficie total equivalente a las provincias de Buenos Aires y La Pampa, pero con el 92% de su suelo cubierto por montañas y bosques. Allí irán a parar todas las embarcaciones sorprendidas en aguas de jurisdicción australiana o que ya hayan tocado puerto. Como contraprestación, el gobierno de O’Neill recibirá un nuevo hospital regional de magnitud y flamantes dependencias universitarias y obtendrá fondos para cubrir los gastos que ocasionen los refugiados. Australia ya rentaba un centro para inmigrantes en Papúa, tercerizando los cuidados de la seguridad del lugar a contratistas privados. Nauru se llama el país que también servirá como patio trasero de la nación que expulsa a los malvenidos. Con apenas 21 kilómetros cuadrados de superficie y 9.400 habitantes, cobrará 30 millones de dólares por el hospedaje. El negocio parece redondo para todos los actores involucrados, menos para los de reparto: al inmigrante no le resultará lo mismo procurar sumarse a la novena economía del mundo que a la que ocupa el puesto 137. Los habitantes de Papúa no tiene asegurados los derechos básicos a la salud y la educación y su índice de violencia es 17 veces más alto que el de su mayor compañero de continente.

 

Asilados
En los últimos tres años, la cantidad de personas que buscaron refugio en Australia se triplicó. Fueron 6.535 en 2010. Este 2013, hasta julio, sumaron 15.182. Registros recientes comprueban que los pasajeros más frecuentes proceden de Irak, Afganistán y Birmania. Los hay también de Irán, Vietnam y China. La mayoría parte desde Indonesia, en un tráfico humano que remite al antiguo comercio de esclavos. «Con esta decisión acabaremos con los mercaderes de la muerte. Su negocio debe ser desmantelado», justificó Rudd al comunicar la clausura de sus fronteras. «Nuestro gobierno no pedirá perdón por lo que ha resuelto», agregó el primer ministro australiano. Su titular de la cartera de Inmigración, incluso, reconoció que los viajeros que lleguen por barco y sean derivados a Papúa podrán quedarse allí, detenidos, por un lapso indefinido de tiempo. «Hay tres posibilidades: una, que permanezcan bajo custodia. Otra, que regresen a sus países de origen. También podrán ser alojados en algún otro país que sí les otorgue permiso de residencia. Es cierto, no podrán quedarse en Australia, pero cualquiera de esas tres opciones permanece abierta», justificó Tony Burke, ministro de Inmigración, Asuntos Multiculturales y Ciudadanía.
El 28 de julio de 1951, en el edificio que las Naciones Unidas tienen en Nueva York, un centenar de países suscribieron la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados. En su artículo tercero, el documento expresa: «Los Estados Contratantes aplicarán las disposiciones de esta Convención a los refugiados, sin discriminación por motivos de raza, religión o país de origen». Australia firmó la convención. Por eso, el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) criticó lo resuelto por el gobierno de Rudd. En un comunicado, el organismo manifestó preocupación por la «ausencia de normas y garantías de protección adecuada para los solicitantes de asilo en Papúa. Debiera existir una mayor cooperación para hacer frente a los complejos retos de los movimientos de población irregular. El centro de la cuestión debe seguir siendo el buscar las formas de complementar, en lugar de socavar, las políticas nacionales de asilo fundamentadas en los principios de la Convención de 1951. Esto es importante para los países involucrados, para el sistema de asilo global y para todos aquellos que necesitan protección internacional».

Acuerdo. Los primeros ministros de Papúa y de Australia, socios en el operativo. (Sharma/AFP/Dachary)

 

Costos a pagar
Amnistía Internacional (AI) fue mucho más firme en la condena. Graeme Mc Gregor, coordinador de la Campaña de Refugiados de AI, consideró que «hay que marcar este día (el del acuerdo) en la historia, como el día en que Australia decidió darles la espalda a las personas más vulnerables del mundo, cerró la puerta y echó la llave. El primer ministro ha decido pagar costos financieros para eludir obligaciones humanitarias». Otros precios parecieran preocuparle a Rudd. El de la popularidad, por caso, de cara a las elecciones que el régimen parlamentario realizará el mes próximo. Según encuestas recientes, el 61% de los votantes vio con buenos ojos lo resuelto en política migratoria. El porcentaje de apoyo a la reforma entre los adherentes al Partido Laborista, el oficialismo en Australia, trepa al 75%.
Rudd se postula a un nuevo mandato, tras encabezar un delicado y preciso movimiento de pinzas que desplazó a su predecesora, también laborista, Julia Guillard. El rival a vencer es Tony Abott, del Partido Liberal. Abott se ofrecía como alternativa de recambio y los sondeos lo ubicaban como claro ganador. Ahora, la contienda está cabeza a cabeza, y mucho tuvo que ver en el crecimiento de Rudd el cierre de fronteras que impuso. La cuestión es clave dentro del comportamiento electoral australiano. Tanto, que obligó a que el propio Abott también respaldara la propuesta. La problemática de los inmigrantes ilegales y, en menor medida, el manejo sustentable de la industria minera, aparecen como los puntos más salientes de la preocupación ciudadana en un país sin demasiados sobresaltos: su estratégica ubicación geográfica, sus abundantes recursos naturales y su baja población (21 millones) lo convierten en una nación rica rodeada de parientes pobres.
Y se sabe que si llueve en todos los rincones del planeta, los pobres son los que más se mojan.

 

Tragedia cotidiana
Una semana después de que Rudd comunicara su decisión, una precaria embarcación con 200 personas a bordo naufragó al sur de Java. Había salido de Indonesia, haciendo caso omiso a las malas noticias que llegaban de Australia. 15 viajeros murieron. «Todavía no sabemos cuántas personas continúan desaparecidas», expresaba entonces Didi Hamsar, vocero de la Agencia de Rescate de Indonesia. Aún hoy tampoco lo saben, y por eso no hay cifras oficiales fiables de la cantidad de almas que se tragó el mar. Se calcula que 2 de cada 10 que zarpan no llegan con vida al puerto. Echar amarras tampoco suele ser el paraíso. El centro de refugiados de Papúa, que Australia sostiene económicamente, es «peor que un criadero de perros». La descripción corresponde a Rod Saint George, ex trabajador de la base. «Nunca había visto a seres humanos tan desahuciados, tan desamparados, tan desesperados», agregó Saint George, quien se permitió decir que, a su juicio, los responsables del lugar deberían ser encarcelados. «Las denuncias son horrendas, deben ser investigadas», reconoció Tony Burke, del gobierno australiano. Hablaba del mismo sitio al que el primer ministro de su país enviará de ahora en más a los refugiados.

Diego Pietrafesa

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