Hay mundos escondidos debajo de las calles de la ciudad y de los cimientos de las construcciones modernas que un grupo de investigadores se encarga de rescatar e interpretar. Las nuevas certezas que salen a la luz y cuestionan el conocimiento histórico.
11 de septiembre de 2018
Manos a la obra. El CAU funciona en la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo de la Universidad de Buenos Aires. (Gentileza CAU)
El pozo del futuro edificio ya estaba casi listo, cuando una estructura enterrada dejó verse en medio del trabajo de las retroexcavadoras. Transcurría diciembre de 2017, cuando el Centro de Arqueología Urbana (CAU) recibió un llamado de alerta de los vecinos del espacio de la calle Moreno al 500, en pleno casco histórico de la Ciudad de Buenos Aires. Cuando los investigadores del centro llegaron al lugar junto con los de la Gerencia Operativa de Patrimonio, encontraron que eso que sobresalía de la tierra era una cisterna antigua, perteneciente a un caserón en donde alguna vez vivió Juan Manuel de Rosas. Los especialistas pudieron tomar sus dimensiones, saber con qué material la habían hecho y hasta descubrieron una escalera subterránea, que llevaba al fondo del aljibe para que pudiera ser limpiado. También hallaron azulejos españoles y restos de botellas. Pero el estudio y la conservación de la cisterna no duraron mucho tiempo: una noche, cuando los arqueólogos ya se habían ido, la empresa constructora destruyó la estructura de la época colonial, aparentemente por temor a que se frenara el trabajo.
Encontrar materiales históricos y darles un contexto, como así también explicar la brutalidad para no darles valor y destruirlos, son dos de los campos de investigación a los que se dedica el Centro de Arqueología Urbana (CAU), dependiente de la Universidad de Buenos Aires.
«Es un doble juego entre lo posible, lo que vos querés hacer, y lo que es factible», dice Daniel Schávelzon, director del CAU, en la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo (FADU) de la Universidad de Buenos Aires, para describir el trabajo de los arqueólogos urbanos. Rodeado de estantes repletos de ladrillos centenarios, botellones, herramientas forjadas de manera artesanal, tinteros y vajillas, entre otros objetos, Schávelzon explica que la ciudad no representa, en sí misma, un obstáculo para la investigación, aun con edificios nuevos que se levantan uno al lado del otro sin demasiados obstáculos.
«Si pensás que la arqueología urbana es la arqueología de la ciudad y no en la ciudad, entonces no hay barreras. Porque el proceso de transformación, que empieza hace mucho, es nuestro tema de estudio, y ese proceso implica la destrucción patrimonial. Arrasar el pasado es parte de nuestra historia», apunta Schávelzon. Y si bien aclara que le gustaría que las cosas fueran de otra forma, y no hubiera máquinas destrozando los descubrimientos arqueológicos, señala que estas acciones no pueden quedar al margen de las investigaciones que llevan adelante.
«Entonces, lo que voy a estudiar es el proceso de destrucción. ¿Por qué tenemos una sociedad tan bestia que destruye su patrimonio? Mirá si no es interesante. ¿Por qué creamos una sociedad donde los intereses financieros están por delante de los patrimoniales y después usamos ese dinero para ir a pasear al país que hizo absolutamente lo contrario? Entonces eso no es una barrera, eso es lo que tengo que estudiar», agrega.
De acuerdo con la Ley de Protección del Patrimonio Arqueológico y Paleontológico, sancionada en 2003, forman parte del patrimonio arqueológico «las cosas muebles e inmuebles o vestigios de cualquier naturaleza (…) que puedan proporcionar información sobre los grupos socioculturales que habitaron el país desde épocas precolombinas hasta épocas históricas recientes». A su vez, es obligación del Estado (nacional, provincial o municipal) conservar los hallazgos. La legislación también establece castigos para quienes vayan en contra de la conservación de los hallazgos.
La destrucción y las demoliciones pueden formar parte de la cotidianeidad en la que desarrollan sus tareas los arqueólogos urbanos, que se suman a las modificaciones a la topografía. Pero más allá de estos factores que, como ya aclararon, también son temas de estudio, el centro intervino en alrededor de 60 sitios, con antigüedades que van desde el siglo XVI hasta el XX. Excavaciones arqueológicas en lo que fue la Casa Ezcurra o la Aduana Taylor, los estudios de una aldea indígena bajo el Autódromo Gálvez o de los túneles olvidados en la Ciudad de Buenos Aires, o los hallazgos de distintos objetos en la casa de Liniers o el Patio del Cabildo son apenas una muestra de los trabajos que llevó adelante el CAU desde 1985, cuando dio sus primeros pasos.
Los que ganan
«La arqueología histórica surge para complementar la historia escrita, porque la historia tiene sus bemoles, la cuentan los que ganan y se escribe lo que se quiere que se sepa. La arqueología de tiempos históricos, posteriores a la aparición de la escritura, aporta elementos que no se conocían y en esa línea está la arqueología urbana», explica Francisco Girelli, integrante del CAU, arquitecto y docente de Historia de la Arquitectura en la FADU.
Especialista en la arquitectura colonial, Girelli cuenta que, desde el punto de vista histórico, el conocimiento de esta época, en cuanto a sus características arquitectónicas, no estaba exento de baches importantes. «Siempre se hablaba de una arquitectura muy austera, blanca, sin decoración, y que eso después se transformó con el siglo XIX cuando cambió la situación de Buenos Aires y empezó a venir una arquitectura de importación, de mejor calidad.». Sin embargo, salvo las iglesias, ningún edificio anterior a 1850 se conservaba en pie, como para que estas descripciones fueran cien por ciento certeras.
Lo que hizo Girelli fue, a partir de los objetos encontrados por el CAU, hacer un relevamiento para conocer en detalle los materiales de construcción de la época colonial. «El caso paradigmático fue el de los azulejos –recuerda el arquitecto–. El consenso era que no se habían usado azulejos de los llamados “Pas de Calais” con anterioridad a 1850. A partir de esa lógica, empezando a buscar, ya tenemos relevados alrededor de unos 30 motivos distintos de azulejos anteriores a 1850 de diverso origen, ya sea catalanes, valencianos, napolitanos, incluso ingleses, que son los más antiguos que encontramos, y pertenecían a la iglesia San Ignacio, fechados en 1750. O sea, teniendo en cuenta que estaba prohibido el comercio por fuera de España, el volumen del contrabando era tal que había hasta materiales de construcción que se importaban por fuera del sistema español. Eso es algo que se contrapone con toda la historiografía».
Ahora, explica Girelli, están trabajando con herrajes «de tradición española» que, curiosamente, aparecieron en lugares en donde la colonia no se instaló, y que podría ser el indicio de la existencia de redes de comercio mayores a las ya conocidas. Otras investigaciones tienen que ver con los grupos de la población olvidados o dejados de lado.
«Hay historias que son muy interesantes en cuanto a los grupos minoritarios que en general no figuran en la historia. Los esclavos no figuran en la historia, no escribían novelas sobre sus vidas, y era el 35% de la población de Buenos Aires. Es decir que la historia se comió al 35% de la gente y al 100% de los trabajadores», dice Schávelzon.
Un cementerio, actitudes religiosas o el tipo de objetos que usaban para comer también fueron desenterrados y revalorizados por los arqueólogos urbanos. «Nos habíamos olvidado de todo esto, y hay mundos escondidos que están ahí, y que la historia tradicional no termina de encontrar», concluyen los investigadores. Pese al caos urbano, el pasado sigue ahí, esperando bajo tierra.