Batalla sin fin

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Los actuales conflictos en Ucrania y en Siria y el resultado de las elecciones europeas muestran ecos de aquellas viejas disputas que dieron origen a la devastadora confrontación.

 

Salto tecnológico. Las viejas estrategias de la guerra se toparon con las primeras maquinarias para la destrucción masiva que conoció la humanidad. (Rex Features/Dachary)

Las fechas para dar como inicio de la Primera Guerra Mundial pueden ser imprecisas: tal vez el 28 de junio de 1914, cuando el archiduque Francisco Fernando de Habsburgo, heredero del imperio austro-húngaro, fue asesinado en la ciudad bosnia de Sarajevo a manos de un integrante de un grupo nacionalista serbio. O cuando Austria-Hungría le declaró la guerra a Serbia, el 28 de julio. O quizás cuando, luego de varias escaladas bélicas, Inglaterra hizo lo propio contra Alemania, el 4 de agosto. Algunos historiadores amplían el panorama y entienden que la llamada Gran Guerra, en realidad, fue la ruptura de un precario equilibrio conseguido tras la guerra franco-prusiana de 1871 y del mal resuelto reparto del mundo establecido entre las potencias imperiales en la conferencia de Berlín, en 1884. Incluso hay quienes retrotraen los antecedentes a resquemores crecientes desde el Congreso de Viena, que trazó nuevas esferas de influencia en Europa tras la derrota de Napoleón, en 1814.
Más difícil se hace ponerle fecha de finalización, porque hay coincidencia absoluta en que la Segunda Guerra fue una nueva batalla de esta perenne disputa para dirimir en los campos de batalla la preponderancia económica, política y militar entre las potencias centrales. Incluso se puede aventurar que episodios mundiales recientes –como la situación en Oriente Medio, en Ucrania y en las regiones de África que fueron colonias francesas, al igual que antes en Libia y en los países árabes del norte del Sahara– dan cuenta de que la Gran Guerra no terminó. Mal que le pese a quienes pronosticaban el fin de la Historia.
Así lo entiende Juan Manuel Karg, licenciado en Ciencia Política de la Universidad de Buenos Aires e investigador del Centro Cultural de la Cooperación Floreal Gorini (CCC). «La situación en Ucrania y la interpretación sobre lo que sucede en Siria vuelven a poner en consideración una disputa por la hegemonía mundial entre grandes potencias», adelanta Karg. «El progresivo declive de Estados Unidos en su papel de “hegemón” mundial provocó la emergencia de nuevos polos de poder: hablamos principalmente de China y Rusia, quienes junto con Brasil, India y Sudáfrica crearon el grupo BRICS».
Si de lo que se trata es de recordar el inicio de la Primera Guerra, para entonces Estados Unidos era seguramente el país más poderoso de la Tierra en términos económicos, pero practicaba una política de aislacionismo de los problemas europeos. Más bien estaba interesado en la expansión y consolidación de sus intereses en América Latina y el Pacífico, a través de sus primeras incursiones en Hawai y Filipinas.
El mapa en 1914 era bien diferente del actual y hasta puede decirse que esa bárbara contienda que dejó al menos 20 millones de muertos y millones de mutilados al mismo tiempo fue la tumba de varios imperios que quedaron para los libros de Historia. Pero también dejó a la intemperie otras situaciones que no se terminaron de resolver aún y muestran semejanzas que en el mejor de los casos resultan preocupantes.
Es bueno recordar, con Gabriela Nacht, historiadora y miembro del Departamento de Historia del CCC, que «la paz armada de los primeros años del siglo XX se basó en un delicado sistema de alianzas que, más que evitar la confrontación, llevó a la carrera armamentista y, finalmente, a la Gran Guerra. Fundamentalmente, por un lado, se encontraban Francia, Gran Bretaña y Rusia (la Triple Entente), y enfrente, las potencias centrales, Alemania y Austria-Hungría. Pero otros países también estaban implicados. Todos tenían entre sí tensiones territoriales e intereses en pugna en territorios europeos colonizados o zonas comercialmente estratégicas. Era como una fila de dominó: volteada la primera, todas caerían sucesivamente».
La primera fue, claro, el homicidio del archiduque de Austria. Un nativo de Sarajevo, la ciudad donde se encendió aquella «mecha», el director Emir Kusturica, lejos de considerar el ataque de Gavrilo Princip como un acto terrorista lo califica de «tiranicidio», sin medias tintas. «El tiro que mató a Francisco Fernando tiene también su dimensión social y fue, de hecho, el inicio de la liberación de los pueblos que vivían en la esclavitud en Bosnia-Herzegovina», señaló el director de Underground y Gato negro gato blanco, dos joyas del cine universal.

Siria. El derrumbe del Imperio Otomano generó nuevos escenarios de disputa. (Khatib/AFP/Dachary)

Pero básicamente, esa fue una guerra por los mercados y por las colonias. Con un capitalismo en su período de más crudo expansionismo de la mano de una nueva etapa de la Revolución Industrial, con avances impresionantes en la tecnología; la «locomotora» alemana competía con la todavía poderosa industria británica. Eso sin dejar de lado resquemores nacionalistas que se mantenían latentes desde siglos. «Francia guardaba resentimiento contra Alemania por su derrota en la guerra franco-prusiana y añoraba las provincias perdidas de Alsacia y Lorena. Los alemanes, a su vez, veían con disgusto el desequilibrio entre su poder marítimo y colonial y el del Imperio Británico», sostiene Enrique Manson, docente e historiador del Instituto de Revisionismo Histórico Manuel Dorrego. Alemania –en rigor de verdad, el II Reich– era fuerte en el continente, pero Gran Bretaña era la dueña de los mares. Era un equilibrio que no podía durar mucho.
A la hora de ponerle cifras a la cuestión, Nacht acota que «para 1909 el Imperio Británico controlaba el 20% de la superficie y el 23% de la población mundiales». Por otro lado, los otros dos grandes imperios multinacionales, el zarista y el otomano, eran poderosos sólo en cuanto a extensión y a una cierta capacidad bélica basada en el número de soldados que podían disponer prontamente en un campo de batalla, pero a nivel de desarrollo social e industrial estaban poco menos que en la Edad Media. Sin embargo, en sus áreas de influencia se llevarían a cabo transformaciones que cambiarían el sentido del siglo XX y todavía representan un foco de tensiones permanentes».
Baste decir que la excusa para la guerra surgió en un territorio en disputa –los Balcanes– que hasta no hacía mucho había pertenecido a los turcos y que había sido motivo de anteriores guerras con Rusia, que reivindicaba la defensa de la población eslava, y con la casa real de los Habsburgo; cristianos ortodoxos unos y católicos los otros, en oposición a musulmanes. Además, todo el Oriente Medio –que incluye a la actual Siria y, por supuesto, a Israel y Palestina– había estado en manos del Imperio Otomano desde al menos 1520. Muchos de los problemas actuales no se habían manifestado por entonces.
El desmembramiento de la Sublime Puerta de Estambul –como se denominaba a la sede del gobierno otomano y que devino en sinónimo del imperio– llevó consigo a la creación de la Turquía moderna, pero también implicó la pérdida de territorios y, en el camino, el exterminio de buena parte de la población armenia desde 1915. Como colofón, dejó a la deriva a regiones de población mayoritariamente árabe que aún no se habían planteado la creación de un estado nacional. Es el caso de los pobladores de Palestina, que comenzaban a recibir las primeras oleadas de judíos de la diáspora que buscaban su lugar en el marco de las persecuciones que se hacían más frecuentes en el centro de Europa.
En Rusia, la implosión de Imperio zarista en medio de una guerra devastadora que se consumía a generaciones enteras de habitantes pobres –que eran, obviamente, los que integraban la tropa– generó las condiciones para la toma del poder por los bolcheviques, en octubre de 1917. La firma de la paz con los imperios centrales implicó la cesión de territorios en el oeste, y en primera fila de Ucrania. Fue la cesión temporal que facilitó la creación del estado soviético.
En 1917, Estados Unidos recién entraba en la guerra del lado de sus aliados «naturales»: Gran Bretaña y Francia. Recuerda Enrique Manson que no fue esa la única «incorporación» al teatro de operaciones desde el inicio de la conflagración. «Movidos por causas diversas o por la influencia de las potencias dominantes, al bando de Berlín y Viena se sumaron Turquía y Bulgaria, y a los “aliados”, Bélgica, Japón, Grecia, Rumania, naturalmente Serbia, y Portugal. Italia, aliada en tiempos de paz de Austria-Hungría y Alemania, terminó luchando junto con ingleses y franceses».

 

Máquinas para la muerte
La Gran Guerra se caracterizó por la utilización de la tecnología más sofisticada conocida hasta entonces. Desde aparatos bélicos, como los tanques y los aviones, hasta gases mortales. Nada se ahorró para crear verdaderos infiernos en cada batalla. Sin embargo, otra de las características es que se trató de una guerra de posiciones. Los ingenios destructores resultaban tan precisos que la antigua guerra en los campos de batalla ya no era provechosa. Con fusiles de alcance de hasta 2.000 metros, las tropas debían establecerse en trincheras. Algunos de los hitos más importantes y recordados, como las batalles de Verdún (ver aparte), Marne o Somme, resultaron en meses de prolongado estacionamiento, sólo quebrado por algún milagroso avance, o en tendales de víctimas hoy día impensables. En ese escaso margen de maniobra, y sin la posibilidad de medicamentos –la penicilina y otros antobióticos aún no se habían descubierto–, los heridos que morían por infecciones y gangrenas que poco después serían curables se contaron por millones. Pero además se produjeron arsenales químicos –como los que ahora se obligó a destruir al gobierno sirio– que llevaron los confines éticos en la guerra a niveles desconocidos por la civilización europea dentro de su propio territorio.
Nacht agrega que, además, «fue la primera guerra de masas, porque movilizó material y efectivamente a naciones enteras, y la desmovilización posterior se llevó a cabo en cada país a través de fuertes conflictos sociales. Quedó trazado, también, un nuevo mapa europeo: como producto de la desintegración de los imperios centrales, del zarismo y del otomano, se crearon los estados de Yugoslavia, Checoslovaquia (hoy también diluidas), Polonia, Austria, Hungría, Letonia, Estonia, Lituania y Finlandia. Las potencias vencedoras se repartieron los viejos dominios asiáticos de los turcos».

Ucrania. El centro de Europa vuelve a sufrir las consecuencias de enfrentamientos ancestrales por el dominio de la región. (Supinsky/AFP/Dachary)

Pero hay un detalle no menor que apenas 20 años más tarde culminaría en la segunda etapa de esa brutal contienda, con una furia criminal aún más sofisticada, cuando las tropas nazis atacaron Polonia en 1939. «La paz firmada en Versalles en junio de 1919 haría recaer toda la responsabilidad de la Primera Guerra en los vencidos, generando un desequilibrio que hizo ineficiente a la Sociedad de las Naciones (primer antecedente de la ONU) y que llevaría, crisis económica mediante, a la Segunda Guerra Mundial», señala Nacht.

 

Nacionalismos en alza
La Gran Guerra también generó transformaciones sociales. Porque la Europa de entonces estaba efectivamente recorrida por un fantasma, el de la revolución socialista, que desde la creación del soviet ruso hizo temer a la dirigencia europea que los privilegios que no se perdían en los campos de batalla se podrían perder en manos de sus propios trabajadores. En efecto, el nacimiento de la Unión Soviética aceleró la firma de la paz mucho más que el ingreso del refresco que implicó el arsenal y los ejércitos que desplegó Estados Unidos.
No hay que olvidar que los sentimientos nacionalistas que se iban consolidando en el territorio europeo desde fines del siglo XIX, cuando se hacía evidente que las casas reales más antiguas del continente ya no estaban en condiciones de dar respuesta a la situación, pronto degeneraron en climas fascistas y en el surgimiento de las más bestiales xenofobias, encarnadas en muy poco tiempo en el nazismo alemán y el fascismo italiano, con reminiscencias en sectores xenófobos de Francia y los países nórdicos.
El resultado de las últimas elecciones para la Eurocámara hace temer a muchos analistas un déjà vu de aquellos momentos trágicos, esta vez con un continente militarmente copado por la OTAN, que obedece a los dictados del Pentágono, pero económicamente sometidos a la potencia industrial del continente, Alemania. La unidad europea, fruto del entendimiento entre franceses y germanos en torno de las riquezas que los enfrentaban desde la Revolución Industrial, el carbón y el acero de Alsacia y Lorena, devino en un fuerte crecimiento de los alemanes y en menor medida de los galos. Pero las leyes de la economía, a través de Bruselas, se establecen con mano de hierro desde Berlín.
Para Gabriela Nacht, el gran ganador de la Primera Guerra fue Estados Unidos, «el único de los países vencedores cuyo territorio no se vio afectado por la guerra, y que pudo aprovechar el espacio dejado por las potencias debilitadas». Es precisamente en la década del 20 que los capitales estadounidenses se derraman por todo el planeta, señala la historiadora del CCC. Allí sentaría los primeros pilares de su hegemonía mundial, que se consolidaría tras derrotar a Alemania y Japón dos décadas más tarde. «Sólo el fortalecimiento de la Unión Soviética significaría un contrapeso en el siglo XX, además de la contención de los conflictos territoriales en el este europeo».
Pero la desintegración de la URSS en 1991 volvería a poner sobre la agenda la cuestión nacional. «Yugoslavia estalló en todos los pedazos que la integraban forzadamente. Y esos pedazos sacaron a relucir enemistades mortales y seculares. Menos cruenta fue la división entre checos y eslovacos», apunta Manson. La Unión Europea, junto con la OTAN, tuvo un papel preponderante en el desmembramiento del país creado en 1918 en los Balcanes y desarrollado como un socialismo autónomo con el liderazgo del mariscal Tito desde los años 40. También lo tienen ahora con el acelerado «corrimiento» de la frontera europea más cerca de Moscú, mediante la incorporación de Polonia y los países bálticos al escudo de misiles desperdigados a voluntad de Estados Unidos por la organización atlántica.
«Frente a este escenario –entiende Karg– Estados Unidos negocia en secreto un tratado de libre comercio con la UE, llamado TAFTA (Trans-Atlantic Free Trade Agreement). El dato no es menor: un acuerdo entre ambos en este tema representaría una asociación de más del 40% del PBI mundial, junto con un tercio de los intercambios comerciales mundiales». El objetivo que parece evidente es crear un contrapeso a los emergentes que se nuclean en los BRICS, que representan al 40% de la población, y que en un contexto de crisis muestran economías en crecimiento».
La piedra en el zapato de esta jugada en el tablero estratégico es que en varias naciones de Europa la población cada día da más muestras de rechazo al plan pergeñado en los escritorios de Bruselas, Washington o Berlín. Fundamentalmente porque no les sirve para resolver los problemas de la vida cotidiana, en medio de una crisis interminable. Lo demostraron al apoyar en algunos distritos a euroescépticos por derecha y xenófobos, como la francesa Marine Le Pen, los británicos del partido UKP, los ultras dinamarqueses y, en menor medida, el holandés Geert Wilders, pero también al votar a contestatarios por izquierda como los griegos de Syriza o los españoles de Podemos.
Karg recuerda una frase reciente del ex canciller alemán, Helmut Schmidt, uno de los más fuertes impulsores de la unidad continental durante su gestión, entre los 60 y los 80, al analizar este panorama en el contexto de los desafíos que se le presentan al proyecto europeísta: «El riesgo de que la situación se agrave como en agosto de 1914 crece día a día».

Alberto López Girondo