Cataluña, una herida abierta

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El 1 de octubre, más de dos millones de catalanes –el 90% de los sufragantes– votaron por el «Sí» a la secesión de Cataluña, en una jornada cargada de violencia policial, con centenares de escuelas cerradas o intervenidas.
Debemos remontarnos a 2010 para observar la aceleración del conflicto, en virtud del intento del Tribunal Constitucional de España de anular varios artículos de un estatuto de autonomía que había sido aprobado en 2006. Resaltar este hecho permite explicar que, desde entonces, el proyecto autonomista catalán adquirió centralidad en la agenda política nacional y logró cristalizarse, en 2015, en un parlamento regional de mayoría separatista.
Si algo expone este proceso independentista es la vigencia de una confederación de identidades que no ha logrado conformar en el tiempo una unidad española, en los términos del Estado Nación moderno; cuyo residuo hoy se debate entre elementos identitarios y culturales y otros de carácter económico (por ejemplo, el aporte del 20% del producto interno bruto que esta región realiza al Estado español).
Desde el origen de la formación de aquella unión imperial de reinos, en las postrimerías de la colonización americana, distintos regionalismos marcaron el pulso de experiencias como la de Cataluña que derivan de la supervivencia de identidades premodernas en tensión. Un resabio que subsiste en un universal español forzado; y que no casualmente aflora en los tiempos de expoliación del capital donde se acentúan demandas insatisfechas.
Fundamentalmente allí donde también existen memorias –en tanto «centros de gravedad»– de la circulación de riquezas y predominios históricos concretados, en el tiempo, en la conformación del Estado capitalista español que, como mito organizador de las naciones, demandaw ser revisado.

 

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