Con faldas y a lo loco

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Son varones heterosexuales, la mayoría profesionales y padres de familia, que tienen y cumplen la fantasía de vestirse de mujeres. Ya hay empresas que los ayudan a «potenciar su lado femenino» para salir de la monotonía de ser siempre ellos mismos.


Cambio de hábito. Mirna se prueba ropa y maquillaje en Crossdressing Buenos Aires. (Kala Moreno Parra)

No son transexuales ni travestis. Se trata, explican, de una cuestión de amplitud, de expandir la experiencia, de liberarse, aunque sea por dos horas, de la monotonía de ser uno mismo. Otros, más escuetos, dicen que es una fantasía como cualquier otra, un darse el gusto de vez en cuando, un secreto bien guardado.
El crossdressing es una práctica, cada vez más difundida, en que un hombre heterosexual que lleva una vida ajustada a los cánones masculinos disfruta de vestirse de mujer en ciertos momentos. Los crossdressers experimentan la fantasía de una transformación transitoria con el anhelo de explorar su feminidad, simbolizada en el uso de maquillaje y vestuario de mujer. Esa particularidad impide definirlos como travestis o transformistas, es decir, personas que se visten de mujer con motivaciones sexuales o artísticas, o como transexuales, que son aquellos que no se identifican con el género ni el sexo biológico con el que nacieron.
«A mí me encanta representar este personaje, pero no toco un hombre ni con un palito», dice Mirna Ladyrouge, una referente del movimiento crossdresser en Argentina. Pero la de Mirna es una vida part-time. La mayor parte de las horas es un cincuentón profesional –pide reserva de su identidad porque no quiere exponer a su familia–, dueño de una empresa, felizmente casado y con hijos.
«Arranqué a los 12 o 13 años; jugaba a maquillarme como los miembros de Kiss y me ponía talco en la cara, pero el gran cambio fue cuando vi a una profesora de mi colegio en botas. Ese día volví a mi casa y busqué si mi vieja tenía un par pero solo encontré zapatos. Me los probé y fue un juego de sensaciones. Nunca había experimentado nada igual a tener el pie sobre el taco», recuerda Mirna.

A escondidas
El lado B de Mirna creció, estudió Ingeniería, se puso de novio, se casó y tuvo hijos. Lo único que no se alteró fue su afición por usar ropa, primero de la madre y luego de su pareja, cuando nadie lo veía. «La pregunta que siempre se impone es por qué me gusta vestirme de mujer. Después de varios años de terapia llegué a una conclusión. Yo soy el hijo mayor de un padre rígido, que siempre mantuvo una distancia. En mi cabeza operó un mecanismo por el cual quise ganar su amor. ¿Y cuál era el objeto de amor de mi padre? Mi madre. Inconscientemente buscaba imitar a mi madre usando su ropa», reconoce.
Para la licenciada en psicología Esther Krieger, los crossdresser son, en general, varones heterosexuales y padres de familia que tienen una «relación particular con el enigma de lo femenino». «Aparece en la primera infancia –explica– y tiene que ver con la relación con la madre. Hay un apego especial que se puede manifestar en, por ejemplo, probarse su ropa cuando ella no está. Esa idea va creciendo en el individuo y cuando son adultos se transforma en compulsión, en un ritual que practican a escondidas y que forma parte de su intimidad. En algunos casos sienten mucha culpa y por eso no lo comparten. En definitiva, son actos que subliman la relación con lo femenino».
Mirna recuerda que en 2002 vio un aviso en un sitio de travestis que promocionaba un servicio que hasta ese momento creía inexistente: transformismo con vestuario y asesoramiento. Después de dudarlo mucho se animó a llamar. Fue, dice, la mejor decisión de su vida. Desde entonces, cada 15 días, visita el departamento de la avenida Belgrano al 500 para explorar sus propios límites probándose vestidos y pelucas.
Crossdressing Buenos Aires es un emprendimiento que «brinda espacio reservado y un minucioso asesoramiento a los caballeros que gustan de hacer realidad su fantasía de vestirse de mujer». Para ello cuenta con un servicio que enseña a maquillarse y corregir la postura para buscar «el mejor estilo que vaya con tu figura y personalidad».
«La sesión en el local es de dos horas y consta de un transformismo donde el varón puede probarse distintos tipos de ropa femenina. Por lo general, el tiempo da para tres o cuatro cambios. Es importante aclarar que el cliente sale tal como entró, por eso no uso brillo ni purpurina, que pueden dejar rastros. Muchos de los que vienen lo hacen en secreto o aprovechan la hora de almuerzo para escaparse del trabajo, así que les damos la tranquilidad de que nadie va a notarlo», explica Claudia Molina, la dueña.
La sesión de transformación cuesta 1.300 pesos e incluye ropa, pelucas, zapatos, botas, maquillaje, lencería y todo lo necesario para alcanzar el look deseado. Si el cliente lo requiere, a cambio de un pago extra le toman fotos de los distintos cambios de vestuario y por 1.000 pesos más se le enseñan técnicas de maquillaje para el día y la noche. También hay servicio de guardarropas (para el que tenga su propio outfit pero no pueda dejarlo en casa) y de alquiler de vestuario (si, por ejemplo, se quiere sorprender a todos en un fiesta luciendo un vestido largo). «Esto lo hacemos solo con los clientes de confianza porque se están llevando mucha plata. Un zapato número 45 puede costar 3.000 pesos y una peluca, otros 5.000», remarca Claudia.

Variaciones
Vestirse de mujer no es barato. Por eso el crossdressing es una actividad más frecuente en las clases media y alta. «En general –reflexiona Claudia–, los hombres se arreglan con un jean y un par de zapatos, pero cuando se trata de ropa femenina, la regla es variar. Por eso la mayoría de mis clientes son profesionales o tienen el dinero suficiente para hacerlo sin conflicto».
En el mismo sentido opina Mirna: «Me gusta la diversidad que tiene la mujer para cambiar de look. Nosotros como hombres somos muy comunes para vestirnos. La mujer, en cambio, combina colores, texturas, y ahí entran en juego sensaciones físicas. Cuando vos sos chico no te pones una media can can, pero de grande descubrís la sensación de tener toda la pierna cubierta de una malla, es como ir incorporando un juego nuevo».
Mirna cuenta que ya tiene el ojo «calibrado» para elegir indumentaria tanto en ferias americanas como en comercios de la porteña avenida Avellaneda. «Tengo cuatro valijas y dos bolsos con ropa y pelucas en el altillo de mi casa. Si tengo tiempo los bajo y me visto. Mi actual mujer lo acepta, pero me pide que lo haga cuando estoy solo».
Claudia sostiene que la mayoría de los hombres que disfrutan de vestirse de mujer empezaron como Mirna, es decir, de chicos. Con respecto a la frecuencia, relaciona el crossdressing con el hábito de tomar un helado. «Está el que lo toma todos los días –explica–, el que toma solo los fines de semana y el que lo toma una vez por mes. Tiene que ver con el deseo de la persona».
«A veces –revela Claudia– me pasa que una vez transformado, el cliente me pide salir a dar una vuelta. El cambio cultural provocado por el feminismo hizo que los hombres sean más respetuosos y entonces mis clientes están más seguros de caminar por la calle. Salen a dar una vuelta manzana y vuelven contentos».  

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