27 de noviembre de 2013
Fútbol con perspectiva de género y fútbol para el desarrollo:
en la ciudad de Buenos Aires y en el Conurbano, dos experiencias demuestran que el potrero es más que el espacio entre dos arcos.
Anochece en la Villa 31 y el pasto sintético se ilumina con el fulgor de los reflectores. En la mitad del rectángulo, un grupo de chicas corre detrás de una pelota. Algunas llevan una pechera verde y otras una roja. Son las Aliadas de la 31, el equipo que entrena la DT Mónica Santino en el barrio Güemes, uno de los más antiguos de la villa. Ahí, la cancha se abre como un oasis entre las casas, escoltada por una capilla y por la autopista Illia, por donde los autos pasan rápido en el regreso a casa. En la otra mitad, Juliana Román y Banina García Cuevas, dos jugadoras de fútbol que trabajan con Santino, entrenan a una docena de nenas que zigzaguean entre conos naranjas y buscan la pelota con los pies. Vuela hacía el arco y es gol. Las Aliadas entrenan dos veces por semana desde 2007. Son cuatro horas propias e irrenunciables por las que las chicas tuvieron que pelear tan duro como por jugar en esa cancha donde siempre son los hombres los que patean la pelota. Ese rato en el lugar más importante de la villa –donde no se construyen casas aunque el poco espacio apriete y las viviendas crezcan hacia el cielo– fue una conquista que Santino no duda en calificar de «revolucionaria» porque, pobres o ricas, las mujeres no tienen derecho al juego. Explica: «Están inscriptas en la cultura una cantidad de cosas y de prácticas que pareciera que por ser mujer vienen ya pegadas a vos. En el barrio vemos que chicas muy jóvenes asumen responsabilidades de personas grandes demasiado rápido: en cuanto al cuidado de la casa, de los niños. Y cuando vas escalando en las clases sociales ves que para la mujer todo lo que tiene que ver con lo físico está relacionado con lo estético pero nunca con el juego. Esto en los varones está totalmente naturalizado: un grupo de amigos tiene una cancha alquilada y va a jugar al fútbol y es el espacio de ellos al que nadie puede entrar».
Santino le pega a la pelota desde chiquita. Jugó en All Boys hasta 1999 y se preparó como DT en la AFA. Hace muchos años también militó en la Comunidad Homosexual Argentina. Por eso, cuando en 2003 encontró el Centro de la Mujer de Vicente López, donde hoy trabaja y en cuyo marco entrena en Villa Martelli a otro equipo de chicas, no se quiso ir porque ahí podía combinar fútbol con militancia social. «Desde la mirada de género no es una locura pensar que el fútbol es una herramienta para erradicar la violencia, que no es solamente el golpe o el maltrato o el insulto en la casa. Si te dicen que no podés jugar, que jugás mal, que no te podés poner tal ropa porque pareces un varón, eso también es violencia de género –se planta–. Cuando una piba esta parada en ese derecho y dice “esto lo puedo hacer”, creo que es más difícil que se convierta después en una víctima de violencia. Se abre entonces un campo de trabajo interesantísimo, podemos ver que el fútbol transforma una vida o las hace mirar la vida con otro cristal. En los barrios el mandato de la maternidad es muy fuerte. Ser mamá es recibirse de mujer y pasar a tener una cantidad de valores que antes de tener el hijo no se tenían. Es tener algo propio en la vida por primera vez». La directora técnica no es ingenua, sabe que esa idea es muy resistente, pero advierte que si bien el fútbol no cambia todo, las para en otro lugar en la relación con los varones: «Empiezan a ver que no están solas, que también hay un padre que puede cuidar al bebé, se van sacando esos estigmas que pesan sobre ellas».
Sospecha e identidad
Una vez por semana las chicas terminan antes el partido y se juntan en un espacio de reflexión donde ellas deciden de qué quieren hablar. «A veces hablamos sobre conflictos de cancha, y otras sobre los conflictos de convivencia en el barrio, que muchas veces tiene que ver con discriminación: a la colectividad boliviana, paraguaya, peruana. También hay necesidades que fuimos cubriendo con talleres para los que convocamos a otras organizaciones y también al Estado», cuenta Santino. Un rato antes de la charla, en la cancha, se divirtieron y se liberaron, al menos por un rato, de un sinfín de obligaciones domésticas, laborales y familiares: «Las chicas disfrutan y dejan atrás la cuestión de la sospecha. Las dictaduras primero y los neoliberalismos después hicieron destrozos en el tejido social y el fútbol ayuda a componer eso, porque te demuestra que necesitás todo el tiempo a alguien que te devuelva la pelota, vos solo no vas a ningún lado», agrega.
El fútbol es un productor de identidad: el deporte más popular de la Argentina se juega en canchas alquiladas, en grandes estadios y en potreros barrosos sin alambrado ni luz. «Al convertirse en una industria del espectáculo, los clubes de fútbol se fueron corrompiendo y se fue perdiendo ese gusto por jugar a la pelota –sopesa Santino–. Los pibes de las inferiores a los 10 años ya tienen cara de angustia. Hoy un chico de 12 años puede tener representante y se pierde esa felicidad que te puede dar tirar un par de paredes con un amigos o hacer un gol y abrazarte con tu equipo y embarrarte hasta las orejas». Las mujeres no tienen esos problemas: están más cerca del potrero que del estadio y muy lejos de poder vivir del fútbol, aunque la AFA tenga una Selección nacional que hasta compite en una Copa Libertadores femenina y muchos clubes tengan equipos de mujeres. Santino está segura de que «la AFA lo tiene porque lo tiene que tener, porque la FIFA pone condiciones. El fútbol femenino es el último orejón del tarro porque no genera ingresos, no llena una cancha». Para cambiar esta situación, ella y sus compañeras formaron la Asociación Civil La Nuestra, el primer paso para crear un club de fútbol femenino, algo que consideran fundamental para empezar a construir una identidad de mujer alrededor del fútbol: «Dicen que te masculiniza, que te hace lesbiana. Las propias jugadoras lo tienen internalizado. No se ven como deportistas, decir “soy jugadora de fútbol” no tiene la aceptación social como para sentirse orgullosa».
«Aun con mínima infraestructura y en las situaciones más precarias encontrás chicos que quieren jugar al fútbol», asegura Lisa Solmirano, una de las fundadoras y actual presidenta de la Fundación Fútbol para el Desarrollo (FUDE), que tiene sus raíces en la Fundación Defensores del Chaco, de Paso del Rey, premiada a nivel mundial en la temática de inclusión y desarrollo social a través del fútbol.
Herramienta colectiva
FUDE organiza y coordina la Liga FOS (Futbol para la Oportunidad Social) un programa orientado a la organización social de base que agrupa a 16 clubes barriales de Moreno, General Rodríguez y San Miguel y en el que están involucradas más de 8.000 personas: chicos, jóvenes y adultos, de los 7 años en adelante, mujeres y varones, que todos los fines de semana se juntan a jugar al fútbol y alentar a sus equipos. «Cuando empezaron eran potreros y ahora son organizaciones que tienen una visión de desarrollo institucional y en la comunidad», destaca Solmirano. Esto también fue posible porque todos participaron de un fondo de inversión solidario en el que, mensualmente, cada club pagaba una cuota y el monto total se adjudicaba a una de las organizaciones. Así, pusieron en circulación 300.000 pesos que se convirtieron en vestuarios, buffets, baños, alambrados, etcétera.
En esos municipios devastados por la crisis de 2001 y por décadas de pobreza estructural, el fútbol es una herramienta de convocatoria imposible de despreciar, no sólo porque invita al juego de equipo y obliga al movimiento sino porque con los chicos llegan los padres y la acción colectiva empieza a ser posible. «Es un proceso: no es que jugando se terminan todos los problemas. Lo que conseguimos es dignificar ciertos espacios de la comunidad que estaban abandonados, destruidos, sin ningún tipo de mirada comunitaria. Cuando empezás a trabajar en espacios donde insistís en la dignidad como derecho, la gente se empodera. Cuando ven que tienen un proyecto comunitario que puede ofrecerle oportunidades a los pibes, cuando las mujeres ven que tienen algo que decir y que aportar, cuando el padre que estaba preocupado por el resultado deportivo de su hijo empieza a involucrarse en un proyecto social que va más allá de la pelota, ahí se dan los cambios», asegura.
FUDE es el motor también del Movimiento de Fútbol Callejero, que agrupa a organizaciones de toda América Latina y de otras partes del mundo. El eje es la adopción de una metodología de juego propia, que se diseñó como una salida para trabajar ciertas problemáticas de los jóvenes que tienen que ver con la desafiliación y la conflictividad social. En el fútbol callejero hombres y mujeres juegan juntos, sin árbitros y a tres tiempos: en el primero se establecen las reglas del juego y ciertos valores que se van a respetar durante el partido, en el segundo se desarrolla el juego, mientras desde afuera un mediador observa, y en el tercer tiempo todos se reúnen y el partido se define por puntaje: según cuántos goles se convirtieron y si se respetaron los valores y las reglas. «Es una metodología que se está implementando tanto acá en barrios del Conurbano para tratar conflictos como en Ecuador se utiliza para trabajar con chicos que son pandilleros o en favelas de San Pablo. Apunta a mejorar las convivencia y favorecer el diálogo», explica Solmirano. El primer encuentro latinoamericano se hizo en 2005 en Buenos Aires: los equipos jugaron en la avenida 9 de julio. Desde entonces, siempre se juega en la calle porque el movimiento busca que los jóvenes que normalmente son catalogados como peligrosos puedan hacer uso del espacio público de manera protagónica. «El año que viene se va a hacer en San Pablo en paralelo al Mundial de la FIFA, para hacer el Mundial del pueblo, para poner en evidencia que más allá de lo comercial el fútbol puede tener un montón de otras funciones sociales, y puede usarse como herramienta no para dejar afuera a los chicos que no tienen talento sino para integrar cada vez más jóvenes y niños en las comunidades».
—Emilia Erbetta