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Crónicas de niños solos

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Las relaciones entre las instituciones educativas, los estudiantes y la familia van desde el abandono a la sobreexigencia. Posibles acuerdos y matices de un vínculo tan necesario como conflictivo.

 

Un largo camino. El Ministerio de Educación recomienda que las familias estén presentes en la vida escolar de los chicos. (Jorge Aloy)

En Ciencias de la Educación, el triángulo didáctico suele referirse al formado por el docente, el alumno y el contenido-conocimiento-saber. Pero entre las complejas redes del enseñar y el aprender, existe otro triángulo relevante: docente, alumno y familia del alumno. Allí, ¿cómo interviene el padre, madre, tutor o encargado del estudiante en sus procesos dentro de la escuela? ¿Es igual durante la escuela primaria que en la secundaria? Docentes, psicopedagogos e investigadores ofrecen visiones contrastantes sobre el panorama actual en las instituciones argentinas.

 

Los más chiquitos
El Ministerio de Educación de la Nación y el Consejo Federal de Cultura y Educación publicaron Familias con la escuela. Juntos para mejorar la educación, que puede leerse online. En este cuadernillo queda asentada la idea que, pese a su aparente obviedad, no siempre se concreta en los hogares del país: los niños necesitan de la participación de su círculo afectivo durante su escolarización: «Las familias pueden colaborar mucho desde sus casas ayudando a los chicos e integrándose así con la tarea de la escuela y de los maestros. Nadie puede solo».
Ahora bien, sobre la puesta en práctica de estos conceptos, los testimonios de los docentes son desalentadores. La psicopedagoga Alejandra Pesara, también maestra de escuela primaria desde hace 25 años, es rotunda: «Los padres tienen una falta total de compromiso con los hijos y, por ende, con la escuela. A las reuniones de padres viene un 20%. Y esta situación viene degradándose desde hace muchos años. Hoy se advierte en cuestiones básicas que no se dan: aunque uno haya llegado tarde del trabajo, cansado, preguntarle a su hijo cómo le fue, ver su cuaderno, mirar la mochila (qué hay, qué falta, por qué), cuidar su higiene, preparar lo que tiene que llevar al día siguiente, es decir, mirar al chico, escucharlo».

 

Doble vivencia
Frente a la percepción de los docentes sobre la escasa participación de las familias, los especialistas tampoco recomiendan el extremo opuesto de una presencia permanente o invasiva. Ileana Cincotta ha sumado 10 años enseñando en el nivel primario del ámbito privado. Es licenciada en Ciencias de la Educación por la UBA e investigadora en el Programa Conectar Igualdad. «La escuela tiene una doble vivencia –dice–. Por un lado, pretende que el papá se acerque y sea un interlocutor válido. Por otro, a veces ese papá incomoda un poco con sus comentarios, porque la institución escolar es muy cerrada. A la vez, hay padres que son obstaculizadores de la tarea en el aula: son los que no están ni medianamente convencidos con el tipo de educación que recibe su hijo y le mandan mensajes al pibe del tipo “lo que hacés no tiene sentido”. Eso es inconveniente».
Cincotta matiza la afirmación de que los padres deban seguir palmo a palmo la cotidianidad de sus hijos en el aula: «Cuanto más pequeños, es más importante la presencia de los papás. Pero hay chicos a los que, si todos los días se les pregunta “¿Cómo te fue hoy en la escuela?”, se cansan un poco. Ponerse a hacer la tarea con ellos, en casos de papás muy exigentes, puede ser contraproducente. Hay otras estrategias. La misión de los padres es estar atentos, interesados, pero considerando los distintos grados de autonomía. Por ejemplo, ya en 5º grado, a los 10 años, en vez de sacarle la carpeta al chico para ver qué hizo, es mejor habituarlo a que él mismo, si tiene una nota en el cuaderno, la muestre; si tiene una evaluación, que se ponga a estudiar».
No se trata solamente de necesidades y posibilidades de individuos puntuales, sino de dinámicas institucionales. Así lo percibe la maestra de escuelas públicas de nivel primario Marcela Terry, también licenciada en Ciencias de la Educación por la UBA: «La presencia de las familias depende mucho de la escuela y del vínculo que se establece con los maestros y equipos de conducción; no es algo exclusivo de la postura de la familia. Hay escuelas abiertas, que reciben, que se brindan, y otras que convocan sólo para retar o marcar lo que falta».
Al pensar el triángulo docente-alumno-familia durante la escuela secundaria, aparecen particularidades derivadas del proceso madurativo en la adolescencia. Es, en efecto, un proceso, y no un cambio radical. María Inés Genoud, quien es profesora de Matemática, Física e Informática en escuelas públicas de la ciudad de Buenos Aires, y en el curso de ingreso al Colegio Nacional de Buenos Aires y a la Escuela Superior de Comercio Carlos Pellegrini, considera: «Los padres de alumnos que terminan séptimo grado a veces creen que las vacaciones antes de comenzar el primer año de la secundaria los convierten mágicamente en mayores y consideran que desde entonces los deben dejar solos. O bien suponen que ellos ya son independientes y saben lo que hacen, o bien sienten que como adultos han perdido su autoridad ante los jóvenes. Pero estos niños-adolescentes de 12 o 13 años recién viajan en transporte público solos; alternan materiales, libros y carpetas según las materias de cada día; pasan de tener dos o tres maestros en la escuela primaria a 11 o 12 profesores, cada uno con su trato y sus métodos de trabajo. Son cambios difíciles de afrontar. Como profesora y tutora de alumnos de primer año, creo importante que los padres acompañen a sus hijos sin invadirlos. Estar presentes para los chicos pero sin perseguirlos es también un aprendizaje para las familias».
La profesora de Lengua y Literatura Laura Costamagna, cuenta con 23 años de experiencia en las aulas. En las instituciones donde trabaja detecta dos diferentes actitudes de los padres: «Algunos se hacen un poquito presentes. Si los citamos, vienen a una reunión o a fin de año, aunque a veces traen una actitud medio agresiva; se enfrentan con el docente, en lugar de tratar de conciliar, de ver cómo sacar al chico adelante. Hay otros papás, de menores recursos, cuyos chicos están más en riesgo, más solos, están en el desamparo y se tienen que hacer cargo de situaciones de adulto, como cuidar a sus hermanitos chiquitos. Estos papás aparecen en marzo, cuando tienen que pedir vacante, porque el chico repitió, y recién entonces caen en la cuenta de lo que le pasó a su hijo durante el año. Esto no es provocado sólo por desinterés. Hay muchos papás que no pueden hacerse cargo de su propia vida; están tapados de trabajo, a menudo precario; por su nivel educativo ni siquiera advierten que, para que el chico salga adelante, lo tienen que acompañar. Llegamos a ver situaciones extremas: alumnos cuyos padres ni siquiera vienen a registrar la firma, alumnos que se quedan libres pero nadie les pide la reincorporación. A estos pibes, tan desamparados por sus padres, también la escuela los deja de lado. El que tiene un padre que viene, pelea, batalla… ese pibe saca más provecho. Y el otro, pobrecito, no hay quién lo defienda. ¿Quién consigue la vacante? El alumno cuyo padre vino, puso la cara y se quejó».

 

Límites
Los conflictos familiares y laborales tienen otro costado que afecta la relación con la escuela. Lo cuenta Graciela Moldes, profesora de Matemática en escuelas secundarias, en español y bilingües, públicas y privadas. «El problema es la disolución de las familias. Los chicos van a la casa del papá y dicen que se olvidaron los deberes en lo de la mamá; van a la casa de la mamá, y viceversa. El chico elige para qué lado le resulta más fácil ir, cuando percibe que los padres separados no tienen el mismo proyecto para sus hijos, cuando no le marcan los mismos límites. Sucede que incluso un alumno y un padre (o madre) se asocian y terminan culpando al profesor, diciendo: “El profesor me puso un 1”. Esta complicidad hace que los alumnos crean que sólo tienen derechos y olvidan sus obligaciones».
Cincotta concluye subrayando que, sobre todo con los adolescentes, un punto central en la colaboración padres-docentes pasa por lograr acuerdos en torno a los límites: «El adulto tiene que enojarse un poco, exigir, señalar lo que considera que está bien y lo que no. Si es necesario, puede decir: “Si no están aprobadas las materias, no nos vamos de vacaciones, para que puedas estudiar”. Pero esto debe ser consensuado para que no resulte una cosa autoritaria y sin sentido. Transmitir un mensaje coherente es un trabajo en conjunto desde la escuela y desde la casa».
«Existen varios factores obstaculizadores de la relación familia-escuela –dice María Teresa Sirvent, licenciada en Ciencias de la Educación de la UBA, doctora en Filosofía e investigadora principal del CONICET–. Uno es la suposición de que a medida que aumenta la edad del adolescente es menos necesario el acompañamiento tanto de la escuela como de la familia. Sobre todo, en el segundo año, tanto padres como profesores reconocen que se los larga, se los abandona bajo el argumento de que los jóvenes deben hacerse más responsables. Al estimar que los jóvenes se independizan entre los 15 y 16 años, la escuela considera que no es necesario convocar a los padres. Pero este mismo adolescente comienza a enfrentar otras problemáticas ligadas con su edad: cuestiones de género, de relaciones afectivas, de salud, de participación social, de vida política, familiar, laboral. Estos aspectos también requieren del acompañamiento cercano por parte de la escuela y las familias, a través de espacios de reflexión y aprendizaje colectivos. Otro factor obstaculizador se refiere a los motivos de convocatoria de la escuela hacia las familias. No favorece que ellas generalmente sean llamadas sólo por situaciones problemáticas: mala conducta de los jóvenes, sanciones, necesidad de reincorporación por inasistencias. Esta práctica puede tener su correlato en la resistencia de los jóvenes a la presencia de los padres en las escuelas (temiendo posibles sanciones) así como en la actitud de complicidad o de defensa de las familias, en algunos casos, al percibir la convocatoria como un posible ataque a sus hijos. De allí que algunos docentes se quejan de padres que justifican lo injustificable, van con los tapones de punta, o incluso, no responden a la convocatoria. Así, el hecho de ser llamado por la escuela es vivido por la familia con vergüenza; incluso para muchas familias llega a ser un símbolo de orgullo el no haber tenido nunca que ir a la escuela».
Para imaginar un horizonte que lime asperezas en el complejo vínculo entre estudiantes, padres y escuela, Sirvent propone: «Respecto a la relación familia-escuela, sería favorable que la escuela convocara a los padres para comunicar logros y acompañar a los alumnos; invitar a los padres como adultos, apuntando a generar un espacio entre pares. Debe existir un mayor vínculo entre padres y docentes para lograr una mirada compartida». Y Marcela Terry cierra: «Cada uno con sus responsabilidades; la escuela y los maestros tenemos un saber específico y no podemos pedir que la casa enseñe lo que le toca a la escuela, ni viceversa. Se necesitan encuentros y habilitar espacios y tiempos para que la familia –con la forma que tenga: sólo madre, pareja mamá y papá, familia ensamblada, papá y papá, etcétera– se acerque a la escuela con un sentido y sirva a la escolaridad de los chicos y chicas».

Analía Melgar

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