Cuestión de límites

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El tradicional cuidado de no ofender, especialmente cultivado en el mundo anglosajón, pasa a ser tildado de represivo justo cuando las luchas sociales ponen en cuestión conductas discriminatorias. Mapa actual de un concepto controvertido.


Londres. Manifestación contra el fanatismo antiinmigratorio. En todo el mundo crecen los ataques a las prácticas y los discursos inclusivos. (Johannes EISELE/AFP)

Una nueva clase oprimida alza la voz en todo el mundo para denunciar su yugo: «Politically correctness gone mad». La corrección política se ha vuelto loca, señalan desde hace un par de años los británicos con esta frase que se ha vuelto popular, y lo mantienen hoy, que el primer ministro Boris Johnson –quien además de promover el Brexit se ha valido de comentarios discriminatorios hacia las minorías étnicas como táctica electoralista– acaba de obtener la mayoría parlamentaria absoluta en esta nación que hizo de la corrección política una marca de identidad.
Signifique lo que signifique, la corrección política siempre estuvo en tensión con la libre expresión. En el céntrico Hyde Park londinense existe una esquina –denominada The Speaker’s Corner, o «El Rincón del Orador»– donde se le permite a cualquiera pararse a expresar libre y públicamente cualquier cosa, salvo insultar a un monarca. Es que, aquí como en cualquier otra parte, todo tiene un límite, y la cuestión es discutir cuáles son esos límites.
Pero el cuestionamiento de hoy es a la propia existencia de esos límites, y uno de los ámbitos de esa disputa es el académico, que en poco más de un siglo ha debido adaptarse vertiginosamente a los tiempos que corren: de no aceptar mujeres en las aulas universitarias, por ejemplo, a la prohibición de toda forma de discriminación por género, etnia, religión u otra condición.
En febrero de 2018, la destacada revista The New Scientist se hacía cargo en su nota editorial de que esa tendencia a la «tolerancia cero» al acoso y la discriminación enfurece a quienes ven convertirse a los jóvenes universitarios en «una generación de copos de nieve incapaces o poco dispuestos a tratar con ideas desafiantes». Una encuesta denunció que 63 universidades británicas «activamente censuran discursos e ideas», aunque una mirada más atenta –dice el editorial de The New Scientist– «revela que la mayoría simplemente intenta prohibir discursos de odio».
«Si un discurso de odio debe ser protegido como free speech –como lo es según la Constitución estadounidense– es un debate interesante», pero actualmente, en el Reino Unido, «el discurso de odio es una ofensa criminal», destacaron los editores de la publicación, para quienes la verdadera amenaza a la libertad de expresión –y a los valores iluministas del progreso– viene de aquellos que sostienen que «la corrección política ha ido demasiado lejos». Reforzando esta línea editorial en las páginas interiores, un artículo de Jessica Bond remarca que «si alguien está convencido de que ha sufrido una microagresión, la ha sufrido».

Del cumplido al insulto
En Estados Unidos la ola discursiva que acompañó el ascenso político de Donald Trump dentro del Partido Republicano –y luego al poder– convirtió prácticamente a la expresión «políticamente correcto» en una especie de insulto: se usaba para expresar los reparos de los sectores de derecha a la «cobardía liberal», a los que no quieren «hacer grande a América otra vez», según rezaba el eslogan de campaña del hoy presidente estadounidense. Esto motivó a Caitlin Gobson, periodista de The Washington Post, a rastrear históricamente el concepto. Aparentemente, lo usaron los comunistas norteamericanos en la década de 1920 para designar, sin ironía ni doble sentido, a la ortodoxia partidaria. En 1935, ya con ironía, un periodista de The New York Times hablaba de «corrección política» para referirse a la sumisión al partido nazi en Alemania, y en 1964 el presidente Lyndon Johnson esbozó, en un discurso ante sindicalistas, el sentido que se le da hoy al término desde la derecha, cuando abogó por «hacer las cosas que hay que hacer, no porque sean políticamente correctas, sino porque son correctas». Ya parecía instalado en el sentido común el punto de vista neoliberal, según el cual lo políticamente correcto es lo ineficiente, lo que se hace para complacer a las minorías rezagadas en desmedro del «buen funcionamiento» del sistema, que se mide –aunque a los «sensibles» les suene «políticamente incorrecto»– solo por la acumulación del capital.
Hacia fines de los 70 y principios de los 80, ya en el marco de las luchas feministas, el significado del concepto fue perdiendo sustancia y transformándose en una suerte de sello multiuso. Lo aplicaban, escribe Gibson, desde quienes con cierto sarcasmo se quejaban de que, de pronto, se había vuelto «lo políticamente correcto» declararse lesbiana, hasta las que tildaban de «políticamente correctas» a las que estaban en contra de la pornografía. «Un término neutral para describir la ortodoxia o la vulnerabilidad a la presión política en otros grupos, y a veces con una cierta insinuación juzgadora», describe.

Con todas las letras
Tal vez la definición más literal y neutral de lo «correcto» la da un editorial de The New York Times de 1985, donde sostiene que si demócratas y republicanos piensan que el principal problema del país es el déficit, entonces votar por un presupuesto equilibrado «es lo políticamente correcto». Menos neutral, el filósofo alemán Odo Marquard (fallecido en 2015) advertía que «cuanto más la democracia parlamentaria les evita a los hombres violencias y represiones, tanto más a la ligera se la califica como represiva; cuanto más el derecho toma el lugar de la violencia, tanto más se considera al derecho como violencia, quizás estructural; en resumidas cuentas, cuanto más la cultura nos libera de la hostilidad de la realidad, tanto más la cultura misma es considerada como un enemigo».
El solo hecho de vivir en una sociedad civilizada obliga a los seres humanos a reprimir en algún punto las pulsiones más profundas, tal cual lo señaló Freud en El malestar en la cultura (1929) o Herbert Marcuse en Eros y civilización (1955), pero difícilmente las protestas de quienes hoy abogan por los «excesos» de la corrección política se remonten a esos niveles de profundidad.
Es cierto que la corrección política también incomoda a quienes necesitan llamar a las cosas por su nombre para visibilizarlas. Fue lo que pasó en 1967 cuando John Lennon y Yoko Ono estrenaron la canción «Woman is the nigger of the world», con una letra feminista que usa la palabra nigger –un insulto racista– para visibilizar la dominación cultural hacia las mujeres equiparándola al racismo: el término polémico se vio reducido a su inicial, con lo que la canción termina llamándose «La mujer es la N del mundo».
En nuestro país, la existencia del Instituto Nacional contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo (INADI) desde 1995 –y ahora la creación del Ministerio de la Mujer, Igualdad y Género– marcan claramente la necesidad de límites como política de Estado, no obstante lo cual proliferan los editoriales que señalan lo que consideran «excesos de corrección política» como productos del «fanatismo» o la «demagogia». ¿Qué significa entonces ser políticamente correcto o incorrecto? Probablemente nada. Con lo cual habría que buscar mejores ejes para discutir públicamente sobre cualquier asunto, especialmente si la «incorrección política» se ha vuelto una máscara para encubrir una violencia que –tal vez por corrección política– no se asume como tal.