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Derecho a morir

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Ética, legislación, filosofía y derechos humanos. La decisión sobre el modo de enfrentar los días finales de la vida involucra todas estas cuestiones. Un debate pendiente que requiere respuestas.

No me cierren los ojos aun después de muerto, los necesitaré aún para aprender, para mirar y comprender mi muerte». Pablo Neruda.
La noticia llegaba desde Uruguay como un hecho policial que conmocionaba: dos enfermeros eran acusados de matar a más de medio centenar de pacientes a su cuidado, aduciendo motivos de «humanidad», es decir para evitarles el sufrimiento. Causa judicial mediante, el suceso, más cerca de la crueldad que de lo piadoso, reabría uno de los temas que sigue latente en la sociedad: cómo llegar de la mejor manera al momento final de la vida.
Actualmente, existe una ley con media sanción de la Cámara Baja que trabaja sobre los derechos del paciente en estado terminal. En la futura norma, que aguarda su tratamiento en el Senado, se crea además la figura del testamento vital, en el que la persona expresa su voluntad sobre lo que quiere o no en caso de quedar en un estado irreversible, ya sea por una enfermedad o por un accidente traumático.
El debate sobre la ética al final de la vida tiene aristas filosóficas, políticas, legales, médicas, pero fundamentalmente se relaciona con los derechos humanos. «Hasta hace pocos años, la sexualidad era un tabú, esto ya pasó. El último tabú es la muerte. Es esencial poder correr el velo de ese momento crucial de la vida porque no hay un aprendizaje, nadie nos enseña cómo debemos morir. Por otra parte, el derecho a morir es tan natural como el derecho a nacer o a vivir», indicó el diputado nacional del GEN Gerardo Milman, uno de los impulsores del proyecto de ley.
Para Myriam Dibarboure, especialista en Patología Clínica en la República Oriental del Uruguay, hay que permitirle al paciente en agonía vivir el resto de su existencia en un marco de respeto a su sistema de creencias, su personalidad y sus valores, sin juzgarlos. «Ni la vida es un bien absoluto ni la muerte es un mal absoluto, prolongar la vida a cualquier costo pierde su sentido. Se nos enseña a prolongar la vida y a vencer a la muerte, sin ver que la muerte es un proceso natural, se la percibe como un fracaso. Creo que hay que cambiar ese paradigma, debemos luchar por la vida y aceptar la muerte», sostuvo la especialista, de paso por Buenos Aires.
Una de las cuestiones resaltadas por Dibarboure, quien evitó referirse al hecho policial que involucraba a sus compatriotas, fue la dosificación de la información respecto de los procedimientos a los cuales es sometido un paciente hacia el final de la vida. «Hay obligatoriedad de brindar información al paciente y su familia, de manera clara, en especial
en la etapa terminal, para la toma de decisiones. Es importante saber informar, debe ser una información progresiva y sobre todo prudente y a solicitud del paciente, porque para algunos pacientes saber la verdad puede fortalecerlos pero para otros es una suerte de muerte adelantada», afirmó.
No obstante, existen determinadas situaciones en las que surge lo que se denomina la conspiración del silencio, definido como aquello que los profesionales no le dicen a la familia para que no sufra y lo que la familia no les dice a los médicos para que el paciente no sufra. «Lo que se ve en estas situaciones es el aumento de la angustia y la soledad del paciente», aseguró la experta uruguaya.
Sin dudas, uno de los puntos más controversiales en los enfermos terminales es el retiro de los soportes vitales relacionados con la hidratación y la alimentación. Para Milman, la simbología con la cual las personas representan las cosas, llevan a pensar que es absolutamente inhumano retirarle a un paciente en estado terminal la comida y la bebida. «Lo cierto es que hay muchísimos artículos médicos que demuestran que en determinados pacientes el retiro de esos soportes genera la anorexia final, cuyos efectos opiáceos en algunas partes del cuerpo hacen que ese último instante sea más apacible», subrayó el legislador.

 

Camila
Hace tres años, una niña recién nacida llegaba a este mundo en medio de una cesárea teñida de mala praxis. El resultado fue desastroso: la pequeña quedó en estado vegetativo permanente. Desde entonces, su madre peregrina por los comités de Bioética pidiendo que desconecten a Camila.
«El INCUCAI fue el primero en dar su dictamen: aconsejaba limitar el esfuerzo terapéutico. Cuando solicitamos a los que atienden a mi hija en el Centro Gallego la desconexión, se negaron rotundamente, argumentando que debían hacer todo lo que la medicina les posibilitara, apropiándose de la vida de Camila. A mi hija en ningún momento se le permitió morir. Mi hija nunca caminó, no tuvo contacto con otros, nunca me besó. Se la alimenta por un botón gástrico, con un botellón de suero lleno de leche, tiene un respirador permanente; es un dolor inmenso verla», contó Selva Herbón durante una conferencia sobre la ética hacia el final de la vida.
Tal vez el sentido más real de lo que significa morir dignamente tenga que ver con una cuestión afectiva, en la que el dolor ya no sea lo único que perciba la persona en estado terminal, sino que pueda ser consciente de su propio final.
«Cuando hablamos de muerte digna nos referimos a la forma de morir, sin dolor y como una decisión personal. Morir dignamente es hacerlo sin la tecnología frenética para prolongar unas horas más la vida del moribundo, es irse de esta vida no en la soledad aséptica de un hospital sino en el hogar, con los seres queridos, con la plena conciencia de lo
que se avecina, teniendo junto a nuestra mano a aquella otra mano que durante nuestra existencia nos acompañó y dio sentido a nuestra vida», concluyó Dibarboure.

María Carolina Stegman

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