Detrás de la pantalla

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El trabajo humano concreto detrás de los servicios de las aplicaciones móviles muestra la otra cara del mundo de soluciones virtuales al alcance de un clic. Experiencia internacional y su correlato en Argentina. Los desafíos que imponen estos nuevos esquemas de negocios.


A pedal. Un paisaje habitual en Buenos Aires y otras grandes ciudades del país: a toda hora innumerables ciclistas llevan pedidos a domicilio. (Jorge Aloy)

Las apps del celular nos dan la sensación de una abundancia infinita: con solo deslizar el dedo por la pantalla tendremos respuestas a cualquier pregunta, conseguiremos nuestra media naranja, prepararemos el mejor plan de sábado o sacaremos un pasaje. Pero una vez aplacado el deslumbramiento por tanta satisfacción virtual y sin fricciones, aparecen los ruidos, los conflictos de una realidad que asoma por detrás de los íconos coloridos.
Esto ocurre sobre todo desde que la economía de plataformas se expandió al mundo analógico e involucró el trabajo físico de manera más evidente, por ejemplo, en la venta de productos, en el transporte o el delivery. Entonces aparecen las tensiones de siempre, desde los conflictos laborales, el abuso de posiciones dominantes a los sobreprecios injustificados o los accidentes que se podrían haber evitado. Justamente, un golpe de realidad a ese mundo mágico lo asestó la muerte de Ramiro Cayola, un repartidor de Rappi que fue atropellado por un camión en abril, dos días después de que se prohibiera el uso de la aplicación en la Ciudad de Buenos Aires. ¿Qué pasa detrás de la pantalla?

Un poco de historia
A fines de los años 90 se multiplicaron las empresas que prometían explotar el flamante mundo digital. Los capitales fluyeron para acelerar su maduración. El problema era que, si bien surgían ideas geniales y algoritmos brillantes, no siempre podían transformarse en dinero. Apenas comenzado el siglo XXI, muchos de los capitales que inflaron la burbuja tecno temieron no recuperar sus inversiones y partieron en busca de sectores más seguros. Así explotó, en 2001, la burbuja «punto com».
Pese al golpe, algunos sobrevivientes, como Amazon o Google, demostraron que era difícil pero no imposible ganar dinero en internet. Google y más tarde Facebook (fundada en 2004) encontraron cómo generar atención de forma más económica que los medios de comunicación masiva y ofrecérsela a los avisadores para que publiciten sus productos. Esa veta económica demostró ser una mina de oro que complementó una tecnología innovadora (un buscador o una red social) con un modelo de negocios, el publicitario, ya conocido. Estas grandes corporaciones demostraron que es posible ganar dinero (mucho dinero) con las plataformas y mantuvieron despierto el interés de los inversionistas.



(Jorge Aloy)

Una vez detonada la burbuja inmobiliaria en 2008, los capitales financieros se acercaron nuevamente a internet con la esperanza de encontrar ganancias. Según el economista canadiense Nick Srnicek, autor de Capitalismo de plataformas, las más atractivas para los capitales de riesgo son las austeras, llamadas así porque casi no invierten en infraestructura: así es como Uber o Cabify pueden transportar a miles de personas sin invertir en autos, nafta o seguros; Airbnb alquilar habitaciones sin administrar hoteles o Glovo, Rappi y PedidosYa repartir comida sin bicicletas o motos. Estas plataformas invierten sobre todo en sistemas, servidores, marketing y lobby para entrar con fuerza en los mercados. Además, niegan tener trabajadores sino solo «socios» con horarios flexibles y sin ataduras. La más grande de este tipo de empresas es Uber, por lejos, que está financiada por miles de millones de dólares de capitales de riesgo que, paradójicamente, le han permitido aguantar pérdidas enormes (ver Incertidumbre). El planteo de estos inversores es crecer primero, ganar después.
Para poder funcionar, las plataformas de transporte deben responder rápidamente a los pasajeros y para eso necesitan muchos choferes distribuidos por toda la ciudad. Así crecen veloces gracias a un desempleo en aumento, retribuciones que permiten acceder a un ingreso mínimo, reglas flexibles, campañas publicitarias muy agresivas, una ingeniería impositiva para no pagar o pagar lo menos posible aprovechando todas las lagunas existentes y precios bajos, posibles gracias a la falta de regulaciones y controles que los obliguen a competir con las mismas reglas que los demás. Aun con esas ventajas, sostener un crecimiento acelerado es caro y necesita de los inversionistas para aguantar. La expectativa es que una vez alcanzada una posición dominante se recupere lo invertido y mucho más. Es que la economía de plataformas tiende al monopolio por sectores: el usuario utiliza la plataforma que tiene más choferes y responde más rápido, en la que hay más amigos, la que tiene más repartidores, más habitaciones, etcétera. Una vez alcanzado cierto umbral se puede comprar a los competidores o dejarlos quebrar. Con ese objetivo entre ceja y ceja, por ejemplo, hasta hace un par de años Uber perdía cerca de 1.000 millones de dólares por año en China.
De alguna manera, Uber intenta hacer en el transporte global lo que Google o Facebook hicieron con la publicidad: entrar con un sistema más eficiente a fuerza de tecnología para comer de un sector preexistente. Si Google y Facebook obtienen sus contenidos gratis de los usuarios que suben fotos y posteos, Uber ofrece viajes sin pagar por autos, repararlos o cargarles nafta. Por otro lado, esta empresa subsidia su negocio utilizando infraestructura cubierta con los impuestos de los ciudadanos: el asfalto, las luminarias, los semáforos, etcétera, por no mencionar (al menos en el caso de Argentina) la salud pública que utilizan choferes y pasajeros en caso de accidente. ¿Hasta qué punto se puede decir, entonces, que estas empresas producen nuevas riquezas? Srnicek lo respondía al concluir la edición en español de su libro: «Al final, creo que las plataformas son mucho más parecidas a parásitos que a una parte productiva de la economía». La generalización, por demás drástica, plantea una pregunta compleja (ver Un modelo…).

Bloqueados
Uber llegó a la Argentina a principios de 2016 y los taxistas la acusaron de competencia desleal por competir sin respetar regulaciones. Cuando llegaron las empresas Glovo (de capitales españoles) y Rappi (de Colombia), que se sumaron a PedidosYa (de Uruguay) repentinamente se multiplicaron los jóvenes (o no tanto) con camperas de colores llamativos que surcaban Buenos Aires en bicicletas (incluso las que ofrece gratis la ciudad) o motos. ¿Cómo se explica tanto éxito?


Comodidad. Con una aplicación, que no dispone de hoteles ni departamentos propios, se puede gestionar alojamiento en cualquier parte del mundo. (Kala Moreno Parra)
 

«No se puede negar que estas plataformas generan ingresos para muchas personas. En algunos casos esos ingresos son buenos, aunque en condiciones de mucha precariedad, con jornadas extendidas, un sistema de competencia interna, sin seguros de salud o contra accidentes», explica Juan Manuel Ottaviano, asesor legal de la Asociación de Personal de Plataformas (APP), que nuclea a trabajadores de este tipo desde comienzos de este año. «También está la idea, no siempre correcta, de que te da flexibilidad de horarios. La generación de ingresos y la flexibilidad se utilizan para justificar todo lo otro», sintetiza. En el corto plazo, en un contexto de desocupación creciente, las aplicaciones resuelven el problema del ingreso aunque no resuelven la falta de estabilidad, los cambios arbitrarios en las reglas de funcionamiento, comisiones que no se terminan de entender, falta de seguros de salud, vacaciones o el riesgo de que a uno se le rompa la bicicleta o le roben el celular. «Además, nadie puede pedalear 12 horas por día durante cuatro meses», explica Ottaviano. «Nosotros calculamos que la plantilla de Rappi cambia casi al 100% en tres o cuatro meses. Y cuando la plataforma detecta un repartidor que no está trabajando todas las horas que la plataforma le demanda, que no realiza los pedidos con suficiente premura o que no acepta todos los pedidos, lo discrimina paulatinamente hasta bloquearlo». Los trabajadores ni siquiera son despedidos: son «bloqueados».
Por otro lado, el argumento de que generan trabajo es discutible, al menos en algunos sectores. Desde fines de 2017, en coincidencia con una crisis económica cada vez más profunda, cuenta Alberto Rodríguez, secretario de la Asociación Taxistas de Capital, «al menos 8.000 compañeros han abandonado la actividad. A la vez se ha profundizado la extensión de la jornada laboral para tratar de paliar con más horas de trabajo la caída de las recaudaciones. Compañeros que viven en la provincia no retornan los fines de semana a sus hogares y duermen en la ciudad, a veces en los coches para no gastar en el combustible y los peajes de las autopistas». En este caso, al menos, los trabajos creados por Uber parecen perderse en otro lado. Rodríguez es tajante: «No queremos competir con Uber. Partimos de que nosotros somos transporte público, que estamos regulados. Ellos no se someten a las normas y aceptarlos sería abrirle las puertas a una multinacional para que se instale. Su objetivo no es competir: es destrozarnos».


Sin permiso. Taxistas protestan en Córdoba contra la actividad de la app. (NA)

Para Ottaviano, «las necesidades de transporte ya sea por taxis o por transporte público ya estaban cubiertas. Es difícil sostener que se crean puestos de trabajo netos. En el caso de las aplicaciones de reparto es más complejo aún porque aparentan prestar servicios de delivery pero lo que están haciendo en realidad es dar un servicio de comercialización de productos. Lo que hay es una evasión tributaria enorme porque les trasladan los costos de comercialización a las empresas que producen los productos, los costos laborales a los propios trabajadores que pagan el monotributo y la logística a los clientes y a los usuarios. Entonces este modelo, así como está planteado, utiliza lo que es una verdadera innovación tecnológica para desrresponsabilizarse de los costos de un funcionamiento normal».

¿Qué hacer?
Hasta ahora, lo más llamativo para los medios (al menos los que se deslumbran con el aspecto tecnológico de las plataformas), se centró en la precariedad de los trabajadores. Paradójicamente, los fallos de la Justicia que exigen medidas de seguridad mínimas a las empresas terminaron en controles sobre los repartidores a los que les secuestran los bolsos y las mercaderías. «Ahora muchos trabajadores no usan las mochilas que identifican a las empresas o se van al Conurbano, donde no hay controles», explica María Fierro, quien trabaja para Glovo desde que la bloquearon en Rappi. «Deberían controlar a la empresa, no a los repartidores. Nosotros solo queremos trabajar y no hay muchas más opciones en este momento. Tenemos que estar en ciertos horarios para que no te baje el puntaje y te sigan mandando pedidos, pero igual hay cierta flexibilidad de horarios que a mí, por ejemplo, me permite estudiar y cuidar a mi hijo».
«Las dos opciones que se han tomado hasta ahora son no hacer nada o prohibir. En mi opinión deberíamos ir hacia la regulación», propone el asesor de APP. Si las plataformas cumplieran las mismas reglas que sus competidoras podría saberse si la innovación tecnológica es competitiva solo si esquiva costos y responsabilidades. De hecho, cuando en 2018 en España una inspección consideró que los repartidores de Glovo no eran realmente autónomos, su CEO reconoció que en caso de haber una sentencia no les resultaría fácil, «pero nos adaptaríamos, veríamos la manera». Uber, en cambio, luego de que California aprobara a principios de septiembre una ley que la obligaba a contratar a sus trabajadores, despidió a 435 empleados directos, sobre todo desarrolladores.
A los golpes, por experiencia directa o de conocidos, la comunidad aprende que no alcanza con un diseño atractivo o un algoritmo para resolver desafíos que acompañan hace siglos a la humanidad. Sobre todo, qué tipo de sociedad queremos.

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