El alumno nuevo

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Hacía un mes que habíamos empezado sexto grado cuando la maestra hizo pasar al alumno nuevo. Todo en él era perfecto: el guardapolvo almidonado, los zapatos negros recién lustrados, el pelo dorado, los ojos azules, hechos para el asombro.
La maestra lo sentó junto a la ventana que daba al patio, al lado mío. Apenas se sentó el alumno nuevo dio una mirada por encima del hombro, como si le interesara ver lo que yo había escrito en mi cuaderno. No me gustaban los curiosos, menos los copiones, y lo cerré.
En los días siguientes el alumno nuevo sufrió algunos ataques de los varones, que lo encontraban demasiado pulcro, demasiado silencioso, demasiado rubio. Como los miraba impávido, se aburrieron de atacarlo y lo dejaron en paz. Cuando me acercaba a él me parecía oír un tic tac, e imaginaba que tenía escondido un reloj que lo ayudaba con la puntualidad, ya que nunca lo vi entrar a la escuela ni un minuto antes, ni un minuto después.
Las chicas estábamos encandiladas por sus ojos azules. Una por una fuimos acercándonos, y una por una nos fuimos alejando. Era tímido, y casi no miraba a la cara, sólo a los cuadernos abiertos, y cuando miraba a la cara con sus ojos enormes una tenía que desviar la vista. Nos asustaba un poco su mirada, como si viera todas las cosas desde lejos, como si fuera un príncipe que hubiera decidido salir del palacio por unos días para llevar la vida de un chico común, pero que sabe que nada de todo eso es real, y que el palacio lo espera con sus habitaciones de oro.
Él siguió mirando mi cuaderno por encima de mi hombro, y yo lo cerraba para que no se copiara. Pero pronto fue evidente que no tenía ninguna necesidad de copiarse porque jamás se equivocaba y siempre se sacaba diez. Los exámenes que nos llevaban una hora él los hacía en cinco minutos, y después se quedaba mirando el patio vacío, como si la caída de una hoja de un árbol o el vuelo de algún pajarito fueran un espectáculo digno de la mayor atención.
No tenía hermanos, no tenía madre, vivía con su padre, que había puesto a tres cuadras de la escuela un negocio con un cartel que decía Casa de modelismo Adam. Vendía trenes eléctricos, máquinas de vapor, barcos en botellas y algunos aviones de madera balsa para armar. Cuando yo pasaba frente a la vidriera, camino a la escuela, el padre siempre estaba reparando alguna locomotora con unos destornilladores largos y finitos, con los que ajustaba unos tornillos diminutos.
En agosto el alumno nuevo faltó tres días seguidos y a la salida la maestra me llamó aparte y me dijo:
–Ema, ya que te queda de paso, ¿no le preguntarías al señor Adam por qué falta su hijo?
Diez minutos después entré al local. No había nadie detrás del mostrador. «Señor Adam» llamé con timidez, pero nadie respondió. Una cortina roja separaba el negocio del taller. Corrí la tela justo lo suficiente para asomar la cabeza. Por la  claraboya entraba una luz gris. Me quedé muda y rígida tratando de entender lo que estaba viendo.
El alumno nuevo estaba tendido en una mesa. No tenía guardapolvo ni camisa, y de su pecho abierto asomaban infinidad de mecanismos: cables, transistores, baterías, engranajes dorados. Vi, en el lado izquierdo, una especie de cápsula de acero, vagamente parecida a un corazón. Con los mismos destornilladores finitos que usaba para reparar los trenes, el padre trabajaba en los mecanismos de su hijo. El alumno nuevo tenía los ojos abiertos. Me fui sin hacer ruido. Temblaba.
El alumno nuevo volvió al colegio al día siguiente. A nadie dije nada de mi descubrimiento. Pero no volví a hablar con él. Cuando estaba cerca me parecía oír un horrible tic tac que salía del interior de su pecho y que se hacía más fuerte y rápido cuando yo estaba cerca. Indiferente a mi rechazo siguió espiando mi cuaderno, como si en mis mapas mal hechos y en mis errores de ortografía hubiera algo que pudiera rivalizar con su perfección.
Terminó sexto y séptimo pasó muy rápido. A mediados de enero, en un día de calor sofocante, pasé por el local. La vidriera estaba vacía de trenes, y en vez de Casa de Modelismo Adam, un cartel decía: Se alquila.

Pasaron los años. Terminé la secundaria, me recibí de maestra.  Conseguí trabajo en un colegio que estaba en Caballito, cerca del Parque Chacabuco. Llevaba cuatro años como maestra de sexto grado cuando una mañana de abril el director golpeó a la puerta del aula y dijo que tenía que presentarme a un alumno nuevo. Entonces entró él, idéntico a como lo había conocido, con su pelo dorado y sus ojos azules, sólo que los zapatos estaban sin lustrar, y el guardapolvo (si es que era el mismo) ya no lucía como antes. Lucía real, con algún remiendo y alguna mancha.
Cuando sonó el timbre y todos se fueron al recreo, lo retuve. No hizo falta que le dijera quién era yo, me había reconocido de inmediato, a pesar de los años. Le pregunté por su padre.
–Se instaló acá cerca. Cada dos o tres años tenemos que cambiar de barrio, para que la gente no se dé cuenta de que todos cambian y yo no.
–¿Y no te aburre la escuela, estudiar siempre lo mismo?
Me miró con sorpresa.
–Al contrario. Tengo tantas cosas que aprender.
–¿Qué podés aprender? Hace diez años, cuando éramos compañeros, ya sabías todo.
–Hace diez años no sabía nada. Pero cada año adelanto un poco. Mi padre está muy orgulloso de mí.
Ahora no usaba valija, sino mochila. Sacó un cuaderno.
–Es el del año pasado. Mirá… perdón, mire cómo adelanté.
Fue pasando las páginas. Cuando me acerqué el tic tac se hizo más rápido, pero además sonaba distinto. El alumno nuevo señalaba con orgullo una cuenta de dividir mal hecha, un error de ortografía, una mancha de tinta, las correcciones en rojo de la maestra. Comprendí entonces por qué había espiado sobre mi hombro. Comprendí cuál era la lección que todos, a lo largo de los años y de los pupitres repetidos, le habíamos enseñado sin saberlo. Le había llevado años, pero el alumno nuevo ya sabía equivocarse. Por un instante el tic tac de su pecho sonó como el latido de un corazón.

—Pablo De Santis nació en Buenos Aires en 1963. Estudió Letras en la Universidad de Buenos Aires. Trabajó como periodista y escribió guiones de historieta y para televisión, libros infantiles, juveniles y para adultos. Fue jefe de redacción de la revista Fierro. Entre otros libros, publicó Lucas Lenz y el museo del universo (1992), La sombra del dinosaurio (1992), La traducción (1998), Filosofía y letras (1999), El teatro de la memoria (2000), El calígrafo de Voltaire (2001) y Los anticuarios (2010). En 2004 recibió el premio Konex de platino por sus libros para jóvenes y en 2007 ganó el premio Planeta-Casa de América por El enigma de París.

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