El ataque de los seres queridos

Tiempo de lectura: ...

El 12 de abril de 1982 estábamos en guerra. Ese día fue el cumpleaños de mi madre, y de ese día hay una foto. En ella se ve a mi madre –junto a mi hermana y a mí– llevando a cabo uno de los rituales, el de cumpleaños. Mamá y yo tenemos raya al medio porque en mi casa estaba prohibido el flequillo, pintarse las uñas, las colitas a los costados de la cabeza, sufrir por amor, creer en dios. Durante años, mis padres organizaron su felicidad en quintas compartidas con barbudos y sus mujeres. Mi papá también era barbudo y fumaba en pipa.
En la foto, estamos tirando un beso al aire, al fuego, un beso eterno. Mamá está por soplar las velitas, en el momento justo en que se pide un deseo, algo para el mañana. Hacer planes es la manera que tenemos los humanos de convivir con la muerte. Un deseo es un arma cargada de futuro.
Ese, el de mi mamá, mi hermana y yo, es el triángulo de las pasiones que se completa como pirámide en el vértice, donde está la cámara, operada por mi padre. Unos años después mi papá se fue con otra mujer 20 años más joven. Mi mamá, mi hermana y yo nos habíamos ido a Estados Unidos con mi abuela a mover plata de una cuenta de un banco israelí a uno americano o al revés. Yo tenía aparatos fijos y mi abuela todavía no era el ser abiótico en el que se convirtió después. Era una persona, con nombre, pasaporte y cuentas en el exterior para las que se requería su propia firma. La abuela era viuda y siempre había dependido de su marido para los negocios. Esta vez, llevó a mi madre, que nos coló a nosotras. Necesitaba que conociéramos más mundo. Era parte del horizonte básico de aspiraciones de clase. Viajes y comidas exóticas. Lectura de los rusos y más de dos idiomas. Título universitario, sensibilidad artística, amor asegurado.
En Los Ángeles visitamos la sucursal local de un banco israelí. Mientras mi mamá y mi abuela eran atendidas en un escritorio de raíz de encino, mi hermana y yo nos deslizábamos como en toboganes por los sillones de cuero caoba del lobby. El cuero contra la piel hacía un ruido obsceno que nadie en el banco podía reprimir porque éramos clientes.
Después, mamá alquiló un auto en Avis. La profesora de inglés particular me había enseñado que los americanos preferían las palabras de origen latino por sobre las sajonas. Por eso estaba segura de que Avis no era una marca cualquiera, habían elegido un nombre en latín para darle prestigio. Avis. Rara Avis. A mí ese nombre me hacía pensar en un pájaro de mal agüero. Así era mi familia, una rara avis de mal agüero. Por qué mis padres no podían alquilar un auto en Hertz como los demás padres. Por qué mi papá no podía usar traje, tener un auto caro. Cuando volviéramos yo iba a decir que habíamos alquilado en Hertz.
Por lo menos estábamos en Estados Unidos, y papá se había sacado una foto con un traje gris en su oficina nueva. Tenía una secretaria también nueva igual de fea que las demás pero un poco más flaca. Nosotras entrábamos y le decíamos: Hola, ¿está mi papá? Todavía no sabíamos hablar sin el posesivo. Unos años después, en el viaje de egresados, conocí a una chica, Bruna, de un colegio católico de mujeres solas que decía «mamá» y «papá» como si todas las personas del mundo fuéramos hermanas. Ahí me di cuenta que hablar sin el pronombre te hacía parecer más rica. El auto tenía olor a galletitas de queso y plástico fundido. Mamá quería manejar hasta San Francisco, la ciudad de las revoluciones culturales, y agarró la autopista. Era una ruta con seis vías, y cada uno iba por su carril sin pasarse de la raya. En la primera salida mamá pegó un volantazo y decidió ir por el camino del borde, el costero. Ahí entendí que los Estados Unidos eran un parque temático del mundo y que el tema era el entretenimiento. O la distracción, o la comida, o los demás países adentro de ellos, o ellos mismos.
Avanzamos entre montes de malezas controladas, atravesadas de sol. Habíamos salido temprano y los rayos pasaban por entre las hojas formando nubes de todos los verdes. Los asientos del Avis eran mullidos pero daban ganas de tirarse al colchón de aire que se formaba debajo de esas matas. Mamá iba tranquila hasta que el sol se escondió atrás de las Rocallosas más temprano de lo que esperábamos y salieron una estrellas de agua gomosas y opacas.  Entonces mamá se puso tensa y empezó a manejar con los brazos quebrados inclinada sobre el volante como Mister Magoo. Empezó a buscar un lugar donde pudiéramos pasar la noche.
Vimos un resort de lujo al otro lado del camino. Tuvimos que cruzar a un camión que venía con los faros altos y mamá apretó la bocina y los frenos. La tranquera tenía un candado grueso atrapando las maderas. Volvimos a nuestro carril y seguimos hasta ver un motel. Era celeste con luz de tubo rígida y caprichosa como en las películas. Mamá frenó y bajó del auto para preguntar el precio de las habitaciones y desapareció entre los arbustos y lo negro. Al costado había una mujer un poco gorda con la piel tirante. Tenía el pelo grasoso, la cara roja y la piel del cuerpo naranja como una calabaza dulce. Estaba en bombacha, enroscada afuera del mundo. Por las piernas le bajaban dos ríos secos. Tenía una remera de Chip, o de Dale, que le iba chica y le dejaba afuera parte de la panza. No nos miró, ni le interesamos.
Mamá volvió al auto caminando con pasos cortos por el piso de canto rodado con un tipo atrás que le gritaba que le dejaba la pieza gratis si se acostaba con él.  Aceleramos dejando atrás el polvo y las promesas cruzadas. La ruta se volvió un túnel. Nos metíamos en algo que no conocíamos. Mamá ahora era una persona que podía conseguir una noche gratis de hotel a cambio de sexo. Nunca la había visto así. La moda la había mandado a quemarse el pelo con la permanente. Usaba unos pantalones anchos que no la favorecían y los labios oscuros como si le hubieran dado una piña. Había querido hacerse un cambio y había terminado mal, algo muy común. Estaban en ese momento en el que mi papá podía ser novio de una de mis amigas y mi mamá ya usaba anteojos para la letra chica.
La ruta ondulaba negra, seca y áspera como la lengua de una vaca. Vimos un hostal con aspecto alpino. Mamá ni siquiera preguntó el precio. Dejó nuestros nombres en el mostrador a un hombre con barba y camisa escocesa. En el hall había dos sillones hechos con troncos, cuernos de alce que colgaban torcidos de las paredes de piedra laja y una piel de animal reseca que se levantaba en los bordes. En la biblioteca baja de madera rústica encontré un libro que en la contratapa hablaba de una chica muerta al cumplir los trece. Había un dibujo en tinta negra de la tumba, con la fecha de nacimiento y muerte, y la chica parada al lado. Mamá tomó dos habitaciones, los llaveros eran dientes de oso. Nadie quería dormir con la abuela. Por ser la mayor, me tocó a mí. Las camas eran duras, pero la abuela dijo que mejor, así se iba acostumbrando al cajón. Faltaban décadas para que se muriera pero la muerte estaba ahí, en la primera capa de piel. La habitación tenía una puertita cerrada con traba y otra de vidrio tapada con papeles de diario. La abuela se estranguló la bata. Le dije que tenía miedo. Esa noche me costó dormirme. Estábamos en el corazón americano, y por un momento pensé en nosotras como cuatro mujeres solas. La abuela dormía con la locura de una guerra estampada en la cara y los ojos blancos. Le toqué las manos y las tenía frías. Respiraba con grititos cortos, afilados. Yo todavía no conocía el secreto ácido del amor y mi hermana, una nena, seguía enamorada de un hombre grande todavía fértil que humedecía oídos a kilómetros de distancia. Papá lo disfrutaba pero más disfrutaba la libertad pasajera que le daba nuestro viaje. Se empapaba la camisa practicando el deporte de la conquista. La realidad de mamá era para mí plana, sin pliegues ni huecos donde cupieran las fantasías. Era una mujer sin fisuras, débil hasta la palidez, pura buenas intenciones.
Por mucho tiempo latió en mí la noción de que la vejez era dinero, cinismo y espera. Ese viaje no cambió las cosas. La abuela no tocó el volante ni la plata, aunque en Buenos Aires a veces la llevaba, muy contra su voluntad, a un negocio de marca a que me comprara ropa. Ella pagaba en dólares, nunca se acostumbró a la divisa local, que por otra parte cambió varias veces en la historia de su vida. Recién al año siguiente papá dejó a mamá por su secretaria y la abuela se fue al cielo del Alzheimer.
Veinte años después, el 12 de abril, mi hermana y yo fuimos a la casa de mamá a la hora del té. Mamá estaba rara, como ida, pero idéntica a como había estado desde que mi papá se fue. Durante todos esos años, los 12 de abril festejamos su cumpleaños. Siempre hubo torta, preparada por mi abuela. Hubo cumpleaños con mi mamá muy flaca, con mi mamá mintiendo, con mi hermana con jopo, conmigo gorda, conmigo anoréxica, hubo cumpleaños sin foto, cumpleaños con los novios de mamá, con el que hablaba un francés cerrado, con el que tenía migas en el jogging gastado, con el que había estado secuestrado, con el que ponía los mapas al revés para invertir el orden del mundo. No se puede organizar la pasión, es salvaje.
En el living, con mi hermana empezamos a revisar los cajones del mueble grande, de puro aburridas. Entre las fotos viejas encontramos las del viaje a California, en una estaba pálida como la nena muerta del motel. Nos reíamos como tontas y locas. Mamá entró con calentitos y pensó que nos reíamos de ella. En el mueble grande también encontré un cassette, cucharitas de cristal, y una caja de tés. Había té de chocolate y naranja y otro de canela y miel. Eran tés de Francia. Le pregunté a mamá por qué no los había servido, y cuando me fije en la parte de abajo vi que estaban vencidos. El ritual de cumpleaños no estaba funcionando. Tal vez la causa del fracaso estuvo en que no hubo torta, no hubo velitas, no hubo canción, no hubo deseo, no hubo foto. El ritual fracasó. Esa fue la última vez que vi a mi mamá.

—Marina Mariasch nació en Buenos Aires en 1973. Trabaja como periodista cultural. Publicó los libros de poesía Coming attractions (1997), XXX (2001), Tigre y león (2005) y El zigzag de las instituciones (2008), una nouvelle, El matrimonio (2011), y cuentos en diversas antologías. Edita el blog Distracción masiva. «Me parece que yo empecé a escribir en un momento en el que el lenguaje literario se empezó a contaminar de todas las producciones populares como el rock, el cine y la televisión. Y eso aparece muchísimo en la escritura, no sólo en la mía sino en la de todos», dijo, en una entrevista.

Estás leyendo:

El ataque de los seres queridos