El combinador de películas

Tiempo de lectura: ...

Todos los mediodías, el flaco de la Siambretta se apostaba en la esquina del secundario de mujeres. Estacionaba en la vereda, a la sombra del paraíso, y se quedaba inclinado sobre su motoneta blanca, fumando. Cuando ella salía, el flaco tenía la precaución de no mirarla. Martita, con su guardapolvo de tablas y moño en la espalda, soplándose el flequillo. Las compañeras soltaban risitas, cuchicheaban. Sabían, y Martita también, que el flaco estaba ahí por ella. Pero ella tampoco lo miraba.
Hasta que un día, sí se miraron. El flaco llevaba una camelia blanca en la mano, y no le importó que las tontas de las amigas de Martita se rieran y lo señalaran. Una rubia nariz de chancho la empujó hacia él y casi se van los dos al piso, junto con la Siambretta. Por suerte, eso no pasó. Martita se acomodó el flequillo. Él le dio la flor. Las amigas miraban la escena a unos metros, muertas de envidia. Los vieron subir en la Siambretta, alejándose de sus miradas ponzoñosas. Por dónde vivís. En Yerbal, atrás de la Plaza, a una cuadra para el lado de Liniers. Ah, dijo él, acá nomás. Le dijo agarrate y ella rodeó con sus brazos la cintura huesuda del flaco. Al despedirse, él le dio un beso en la mejilla, a un milímetro de la boca.
Al día siguiente, el flaco la invitó a tomar una coca a un bar en la esquina de Nazca. Se sentaron junto al ventanal. Ella quiso saber qué hacía él. Dejé el colegio, y tengo un laburo; por ahora, los fines de semana. Qué laburo, preguntó ella. Combinador. Nunca escuché, dijo Martita. Combinador de películas, dijo el flaco. Reparto las latas en los cines de avenida Rivadavia, con la Siambretta. ¿Qué latas?, preguntó ella. Las latas, esas que son redondas como pizzeras y adentro van los rollos. ¿Sabés cómo se pasa una película en el cine? Ah, sí, dijo ella. Le gustaban las de Palito Ortega. Su papá la había llevado a ver Mi primera novia al cine Pueyrredón, y cuando terminó la función le pidió al hombre del cuartito de arriba que le mostrara a su hija cómo era la proyección. Así que alguna idea tenía: había dos rollos que giraban en el proyector y la imagen pasaba por una luz a través de un círculo. O algo así. Algo así, dijo el flaco. Cada película se divide en varios rollos, y los cines que están dando la misma película se los van pasando. Los combinadores los llevamos de un cine a otro. Eso es porque las distribuidoras hacen pocas copias; si no, les saldría un montón de guita.
Era lindo el flaco, por eso le gustaba a Martita. Se ponía colorada todo el tiempo y no sabía qué decir. Por qué no le pedís permiso a tu vieja y te venís el domingo conmigo y te muestro cómo es el laburo. ¿Pero se puede?, preguntó Martita. Sí, algunos van con su mini… con alguna novia, o con una amiga, se corrigió el flaco. Novia. Martita se vio con un tocado de flores blancas, y él, de smoking negro, los dos en la Siambretta, la cola del vestido volando detrás. Martita, ¿qué pensabas?, dijo él. Era la primera vez que pronunciaba su nombre. Martita. Qué lindo sonó. Nada, no pensaba nada. Tendríamos que ir volviendo, ¿no?, dijo. Estaba ansiosa porque ya fuera domingo.
Flaco, tengo un laburo para vos. Podés hacer mucha guita, le había dicho el Tano unos meses antes. Es con moto. Moto tenés. Tiempo también, si estás al pedo. Primero es los fines de semana, y si te va bien, todos los días. Mucha guita, ¿eh? Uno de los que labura conmigo ya se compró un departamento en Liniers. ¿Vos cuántos años tenés?
–Yo, 18, mintió el Flaco.
–Tenés registro, ¿no?
–Claro, dijo el Flaco. Mintió.
–En un par de meses, te vas a poder comprar una buena moto. Una Honda. Importada. Para empezar, todo bien con la Siambretta, pero los días de semana, con el tránsito, vas a necesitar una que vuele, está todo cronometrado. Al primer error, perdés el laburo. No hay margen. Si llueve, tenés unos minutos más porque los cines van atrasando el comienzo. Pero sólo si llueve. Refuerzos nada más que en los cabeceras, y por causa mayor. Causa mayor es accidente. O muerte. Mirá que si te mandás una cagada, el que se jode soy yo. Y nada de minitas. La primera pendeja que veo colgada atrás, sos boleta. No sos colectivero, que van con las minas dándoles labia y los distraen. ¿Me entendiste, flaquito? A mí lo que hacen los otros combinadores que ya están cancheros, me chupa un huevo. Preguntales, te van a decir: ni mamados largan este laburo. Yo mismo ni mamado lo largo. Ah, eso: nada de mamarse antes. ¿Entendiste, flaquito?
Eso había sido unos meses antes. El flaco ya se imaginaba con su Honda cero km, negra, reluciente. Y cuando la conoció, Martita se coló en sus planes: la llevaría a bailar o al cine, para darle el gusto, y después a su departamento en Liniers, el que se iba a comprar con su laburo de combinador.
El domingo –total el Tano los domingos no laburaba ni loco–, Martita estuvo a las cuatro en Plaza Flores, donde habían quedado. Llevaba un pañuelo de seda blanco con lunares negros en la cabeza. Estaba más linda que nunca. Lo rodeó con un brazo, la otra mano la usaba para sostener el pañuelo, por miedo a que se le volara. ¿Y qué película estamos llevando?, preguntó. Grand Prix, dijo el flaco. Una de carreras, aparece Fangio. Ya me tocó la semana pasada, así que me vi el final. ¿Te viste el final, ya? Hablaban a los gritos porque, aunque había pocos autos, la moto hacía un ruido infernal. Cuando subo a dejarle los rollos al proyectorista, mientras espero que ensamble, decía el flaco, veo siempre por el agujerito de la cabina. Pero nunca el principio, porque cuando llego la película ya está empezada, o tengo que salir rajando. Siempre hay que empezar por el principio, dijo Martita. No te creas, dijo el flaco. Es lo menos importante. Aunque cuando querés ver mucho una película, tenés que sentarte en una butaca como todo el mundo, y no como parte del laburo. ¿Vos me acompañarías?, preguntó el flaco. ¿A ver Grand Prix?, dijo ella. Sí, no es sólo de carreras, es de amor también.
En algunas esquinas, cuando el policía de la garita los hacía parar, el flaco puteaba. Pérdida de tiempo, y además, que no le pidieran el registro. Martita tuvo que quedarse abajo cada vez que el flaco subía con los rollos y esperaba los otros. Al final, ya estaba cansada y hambrienta. Y aunque no le gustara nada la idea de quedarse sola en el bar de Nazca, el flaco insistió. Aguantame, reparto un par de rollos más y te llevo a tu casa. Estaba esperando su café con leche y no va que se larga a llover. Pero cómo, se preguntó Martita, si no parecía. Nunca había mirado el cielo. Si hubiera levantado la cabeza, si no hubiera estado tan preocupada por su pañuelo a lunares, hubiese visto el avance de esas nubes negras. Los primeros goterones fueron espaciados y los vio estrellarse en la vereda. Al rato, el agua caía como puñales, rápidos, desesperados. Sintió pena por el flaco. ¡Cómo se debía estar mojando! Ya había terminado su café con leche, sus tres medialunas, ya la lluvia era un cortinado, parejo, constante. Empezó a preocuparse. O el flaco tardaba demasiado o las agujas del reloj de pared del bar giraban mucho más rápido de lo normal. Encima, no tenía un peso. No le quedaba otra que esperarlo. Martita se dio cuenta entonces de que el flaco ni siquiera le había dicho su nombre.
El patrullero frenó en la esquina de Rivadavia y Centenera y se atravesó en la bocacalle, la luz azul, intermitente, encendida. Un policía con impermeable bajó y se puso a desviar a los autos que pasaban. La lluvia había vuelto noche el día. La gente de la fila del cine Primera Junta miraba la Siambretta blanca tirada en medio de la calle. Destrucción parcial, dijo el policía, que intentaba dispersar a los curiosos. Cada tanto, el fogonazo de un flash alumbraba al flaco. Había patinado entre los rieles resbalosos del viejo tranvía, y voló hasta la vereda. Su cabeza rebotó contra el guardabarros de un Fiat 1600 estacionado en Rivadavia, antes de impactar contra el cordón.
Refugiado en el gran alero del Mercado del Progreso, un periodista gordo tomaba notas en una libreta minúscula. Había descubierto, junto a la moto, un bolso marinero vacío. Anotó una hora, una fecha. Un año: 1967. Mientras escuchaba el ulular de una ambulancia casi pegado a su oreja, el periodista vio dos latas redondas abiertas. Anotó: la lluvia moja los rollos de 35 milímetros y diluye la sangre que brota de la herida del combinador, haciéndola circular entre el empedrado y perderse en la alcantarilla.

—Gabriela Saidon nació en Buenos Aires en 1961. Licenciada en Letras por la Universidad de Buenos Aires, trabajó como periodista en diferentes publicaciones de la editorial Perfil y en los diarios Sur, El País, de Montevideo, y Clarín, donde fue editora en la revista Ñ. Publicó La montonera. Biografía de Norma Arrostito (2005), las novelas Qué pasó con todos nosotros (2007), Cautivas (2008) y Memorias de una chica normal (tirando a rockera) (2013), y la crónica Santos ruteros. De la Difunta Correa al Gauchito Gil (2011).