El desconcierto

Tiempo de lectura: ...

Sucedió, pues, en aquel tiempo, una lluvia muy copiosa […]
Parecía el amago de un nuevo diluvio.
Esteban Echeverría, El matadero

 

 

Y sin embargo, nadie parece darse cuenta. Acabo de escuchar el plaf de la gota, estrellándose contra el programa que tengo abierto sobre la falda, una gota que se aplasta y se extiende e incluso resbala un poco sobre la hoja satinada. De inmediato, por reflejo, miro hacia arriba, no hay indicios en el techo del palco de gotera alguna. En la semipenumbra observo entonces hacia los lados: Jorge sigue mirando hacia adelante, el resto de los espectadores de por acá todos atentos, mirando también hacia el escenario, el fagot haciendo ahora esa base grave que es como pasos de alguien que camina a hurtadillas. No puedo evitar pasar un dedo por la aureola circular que ha dejado la gota, la superficie del papel está húmeda e incluso un poco hundida. Trato de no hacer caso, cierro el programa y vuelvo mi atención al concierto: las flautas dialogan sutilmente y ahora ingresan con fuerza las cuerdas. La solista alemana se balancea, atravesada por la música que le extrae a su violín; su vestido negro, con hojas doradas, se balancea también, se hamaca un poco, reposa, tiembla, se aquieta, se sacude. Entonces, sobre el dorso de mi mano que reposa sobre el programa, otra gota: es una gota espesa y abundante, impacta y corre hacia el borde. Instintivamente me llevo la mano a la nariz, la huelo, nada; es agua me digo, vuelvo a mirar hacia arriba, no distingo nada sospechoso, miro otra vez hacia los lados, e incluso me inclino un poco hacia adelante, me apoyo levemente sobre el borde del palco, siento el contacto suave y algo caliente del terciopelo rojo, miro hacia abajo, nada especial, nada diferente, levanto los ojos hacia la cúpula, el arpa me hace volverme hacia el escenario, la vista fija ahora en el arpa dorada, entonces un par de gotas golpean y se esparcen en mi antebrazo; en el palco de al lado, hacia mi derecha, alguien murmura y saca un pañuelo para limpiarse la frente y a la vez mira hacia arriba, y luego hacia acá. Nos cruzamos las miradas. Entonces, alguien del palco del otro lado se remueve en su silla, sin levantarse del todo la toma con ambas manos a los costados del cuerpo, se corre un poco tratando de no hacer ruido. Y puedo ver las gotas, gotea por aquí y por allá. En la zona de los palcos, la inquietud se transmite de uno a otro espectador en una corriente invisible y nerviosa. En el silencio de la orquesta, varios tosen, y unos cuantos miran hacia arriba, inquietos. Yo veo pasar, ahora, unas gotas que vienen cayendo, verticales e impasibles, desde la cúpula, espaciadamente, mientras la orquesta y la solista dan inicio al Scherzo. Abajo, por el pasillo central, una señora de abultado peinado sale caminando rumbo a la salida en puntas de pie, con el programa abierto para cubrir su cabeza. Aunque parezca increíble, el goteo espaciado se vuelve más denso, Vivacíssimo. Me cuesta admitirlo pero, contra toda lógica, llueve, como si no hubiera otro palco sobre el nuestro, como si no hubiera techo en la nave central del teatro. Es una lluvia lenta y silenciosa, pero lluvia al fin. En el escenario parece que no, el piso está seco y la orquesta continúa interpretando. La solista se arquea, se estira, se repliega, se reconcentra, se expande; sus brazos blancos, terriblemente blancos y desnudos contra el vestido negro, flotan, se extienden, aletean. Algunas personas han comenzado a retirarse, aprovechando que el sonido apagado de esta lluvia pone sordina al ruido de los pasos, al roce de las telas, a la murmuración del asombro. En los palcos también hay gente que se retira, las caras tirantes algunos, los brazos caídos otros. Lo miro a Jorge, se encoge de hombros, yo le hago un gesto con las manos, nos quedamos. La violinista baja el arco al final del movimiento. Y el silencio es invadido por un sonido de chaparrón. En el escenario han comenzado a caer también unas gotas, es como si allí se repitiera la escena del comienzo de la lluvia con un cierto retraso: unas gotas aisladas se estampan contra el piso, contra una mano, contra una frente, contra un instrumento. Un par de músicos sacan sus pañuelos, algunos miran hacia al director, otros hacia al público, donde ya la lluvia arrecia, y las butacas van quedando vacías. El director alza la batuta y arranca el Alegro moderato. El sonido se impregna en la cortina de lluvia, se detiene un instante, suspendido en el aire, en el tiempo, en el agua, hasta que la atraviesa y se derrama sobre nosotros. Los músicos se incomodan, se corren de sitio, miran con desesperación hacia arriba, hacia sus instrumentos, hacia el director que finalmente asiente con la cabeza como dando permiso; entonces algunos se retiran, pero el concierto sigue y ahora se escucha como si viniera de lejos, o desde algún lugar de adentro de nosotros mismos. La solista continúa su aleteo blanco bajo la lluvia, su vestido vaporoso ha perdido volumen, languidece y se aprieta contra su cuerpo; yo siento también mi vestido pegado a la piel mientras veo a los violines retirarse con sigilo. Algunas luces parpadean, titilan las hojas doradas, mojadas, del vestido de la solista. Los contrabajos se ausentan trabajosamente. Pero igual nos sigue lloviendo música de agua y agua filarmónica. Es poca la gente que queda en el teatro, empapándose debajo de esta lluvia que ahora parece morigerarse un poco, a punto moderato, un tanto piu tranquilo… La batuta del director se alza, zigzaguea, dialoga con la solista que también se alza y zigzaguea, mueve un poco la cabeza, el pelo mojado pegado contra las sienes. Y entonces llega el final, y nuestro aplauso, unos clap, clap, expandiéndose desde un par de palcos, desde algunas butacas de abajo, clap, clap, clap, mientras la lluvia amaina, clap, clap, se aquieta, clap, clap, clap, clap. El director, se inclina, saluda, nuestro aplauso se apresura, la solista se inclina, saluda, nuestro aplauso recrudece, el director se acerca a saludarla, ella se toma la falda pesada de lluvia, y avanza un paso, saluda. Nos ponemos de pie y seguimos aplaudiendo, siento cómo mi vestido chorrea por mis piernas, sobre los zapatos, sobre la alfombra. El director y la solista se retiran del escenario dejando sobre el piso una estela de agua. Los aplausos continúan, la lluvia ha cesado por completo, el dorado de los palcos, fosforece húmedo, el terciopelo rojo se ha vuelto notablemente más oscuro, el director y la solista vuelven a ingresar, aumentando la estela líquida que habían dejado, ella alza un poco el vestido con una mano, para poder desplazarse, mientras sostiene el violín y el arco con la otra. Vuelven a saludar al público, volvemos a aplaudir, una joven –que resalta por estar completamente seca y vestida como una azafata de trajecito azul– ingresa con un ramo de rosas rojas que le entrega a la solista. Ella recibe el ramo, toma una rosa y se la da al director, luego mira hacia el público, hacia los escasos sobrevivientes del naufragio que hemos quedado, y lanza las rosas, una por una, hacia el vacío, nos tira un beso, y se lleva las manos, con una rosa que se ha guardado para ella, contra su pecho. Finalmente, se retira, el director también, la azafata que no es azafata los sigue por detrás. Nosotros comenzamos a movernos, mojados, lentos, pesados, prehistóricos. El teatro vacío se ha vuelto inmenso y fantasmal, bajamos con precaución por la enorme escalera, vamos acercándonos a la salida. Con el pie en el umbral, abro la cartera, saco un pañuelo, me lo paso por la cara, imagino el maquillaje corrido, el aspecto que tendremos. El saco azul de Jorge se ha vuelto negro y ha de pesar una tonelada. Afuera, quizás, andarán todos a las corridas, tratando de evitar las baldosas flojas, refugiados bajo los aleros, desplegando los paraguas. Sin embargo, no es así. Las veredas están secas, completamente secas, ni rastros de lluvia, el cielo con alguna que otra estrella. Un estruendo avanza por las calles, un estruendo metálico, a cacerola golpeada. Grupos de personas caminan por las veredas, las ropas secas, llevan jarros metálicos, ollas, pancartas. Ha habido una protesta, parece, y ahora se está desconcentrando. Nadie repara en nosotros, por suerte, o por andar cada uno en lo suyo. Así que nos damos la mano y nos vamos caminando, despacio, con dificultad por los zapatos empapados, la ropa que pesa, el desconcierto. Afortunadamente, el hotel queda cerca.
—Patricia Ratto es escritora y docente de literatura, especializada en Didáctica de las prácticas del lenguaje. Ha publicado las novelas Pequeños hombres blancos (2006), Nudos (2008) y Trasfondo (2012). Vive y trabaja en Tandil, provincia de Buenos Aires, donde coordina talleres literarios y de escritura académica www.patriciaratto.com.