El flaco Arión miraba las galaxias

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La historia es la de Arión Salazar y para nosotros comienza a principio de los años setenta, cuando cumplía una condena por homicidio y rapiña en la cárcel de Punta Carretas. Un almacenero se le había resistido y Arión lo dejó de rodillas con una púa en el corazón. Flaco, alto, de grandes manos, nariz aguileña y cara de beduino, pagaba esa mala muerte en el presidio cuando el aburrimiento lo convirtió en lector. Comenzó por Yo visité Ganímedes, siguió por El triángulo de las Bermudas, El retorno de los brujos, y para atenuar la soledad, como se había quedado sin visitas, aceptó los servicios de los católicos, metodistas, mormones, rabinos, testigos de Jehová, miembros de «Dios es amor», evangelistas que le dejaron sus Biblias, de modo que en poco tiempo estuvo en condiciones de discutir los evangelios con cada uno de sus visitantes, de retenerlos, y hasta de hacerlos huir. Entonces era discípulo de un cabalista que se hacía llamar el Profesor y se paseaba por el patio con reflexiones de filósofo griego que Arión imitaba con las manos tomadas detrás. Las lecturas, las discusiones con los pastores y con su maestro, le dieron una comprensión del universo. La Orden Dorada, a la que pertenecía, vivía en guerra permanente con la Orden Negra, pero había dos órdenes más: la de los Militares y la de los Asesinos que, por sus contradicciones, se dividían en partidarios o enemigos de las dos primeras. Las cuatro órdenes regían las galaxias y se disputaban las fronteras.
Cuando los tupamaros comenzaron a llegar al presidio, Arión no demoró en reconocer a la Orden Dorada y se acercó a conversar para compartir el rancho. A todos les dijo que venía de Alfa Centauro y tenía un millón de años, pero a Raúl Sendic, José Mujica y Fernández Huidobro los impresionó más la ubicación de su celda en la planta baja, junto al muro de la calle Solano García. Se pusieron de acuerdo en cavar un túnel en su calabozo, que compartía con otro gambuza, y dos semanas después, un célebre verdugo del penal abrió la ventanilla de la celda y anunció una requisa, pero entonces Arión abrió sus largos brazos con una manta, se mostró desnudo, se tajeó una mano y gritó que si entraban se mataba. El verdugo decidió dejarlo tranquilo porque ya sabía que el loco no le hacía asco a la tragedia. Durante otros quince días avanzaron el túnel que conducía a una casa vecina, y el 6 de setiembre de 1971 Arión y su compañero huyeron con un centenar de miembros de la Orden Dorada, la fuga recordada bajo el nombre de El abuso.
En el presidio, para los tupamaros Arión fue un hombre clave. Después de la fuga se convirtió en un problema. Lo refugiaron en los montes del Río Negro con Sendic, pero, como sospechaban, no iba a resultar sencillo tenerlo quieto. Todas las noches le explicaba a Sendic que en el monte no podía ver las estrellas y él necesitaba mirarlas para comunicarse con su galaxia. Cuando la desesperación y la angustia amenazaron hacerse graves, lo enviaron a una casa de la organización en la ciudad de Paysandú. Se tranquilizó, feliz de poder mirar de nuevo el cielo, y al mes siguiente les dijo a los de la casa que necesitaba ir al prostíbulo. Loco o no, el amor era un derecho difícil de negar. Lo autorizaron a salir, pero sin que nadie lo advirtiera; llevó un arma. Dicen que estuvo de lo más caballero con la puta que le tocó en suerte y, confiado, le mostró el revólver, le habló de la Orden. Unos minutos después ella dijo que necesitaba pasar al baño. Cuando Arión salió a la calle, lo rodeaba un apretado cerco policial.
«Cofla, a vos te chaparon por calentón», le dijo tiempo después su nuevo compañero de celda. «De ninguna manera –contestó Arión–. Fue una conspiración galáctica. Fui al quilombo porque tenía que cumplir una misión. Y la prueba está en que cuando salí, el primer oficial de la Orden Militar que se me acercó, me dijo: “Arión, te necesitamos en la cárcel”; por eso volví. Y me trataron muy correctamente». A todos los interrogatorios Arión contestó con un cerrado silencio. «¿No vio el túnel que estaban haciendo en la celda?». «Yo no vi nada –fue su respuesta–, estaba meditando».
En abril del año siguiente, los tupamaros organizaron otra fuga, conocida como El gallo, pero esta vez no lo llevaron. Perdida la chance, Arión comenzó a mostrarse muy cuerdo y muy tupamaro para que lo trasladaran al penal de Libertad, adonde enviaban a los dirigentes más importantes. Lo consiguió al cabo de predicar en el celdario la revolución, el día que vendrá, la gran redención del hombre, en la que no creía. Tenía la ilusión de fugarse una vez más, pero nadie cava un túnel en Libertad, con la planchada alzada sobre pilotes. En Libertad lo conocieron como la Unidad 520, Rey del Universo y de todas sus galaxias. Levitaba por las noches y se iba a los bailes, hablaba arameo antiguo, el caldeo, el indostán, tocaba música sideral en la guitarra, escribía garabatos en una libreta y decía haber tenido acceso a los manuscritos del Viejo Testamento. Pero en las noches la Orden Negra le daba palizas psíquicas que le hacían perder la memoria. Tapado hasta la cabeza, se masturbaba y recibía las palizas entre quejidos y gritos.
«La galaxia de Arión era un gran ser inteligente en el que todo ocurría mediante pensamientos –me dijo su compañero de celda cuando yo buscaba en los despojos de la razón el hilo de la historia–. Darwin le parecía un imbécil, se burlaba de la ciencia y de la fase superior del marxismo. En el nivel alcanzado por su orden, todo eso era prehistoria. Para él, yo era una criatura del neolítico, pero cuando sacaba algún material prohibido y me ponía a estudiar, se colocaba una frazada sobre los hombros y comenzaba a pasearse por la celda con los brazos en jarra para cubrirme si abrían la mirilla».
En Libertad, Arión tuvo por discípulo a un tupamaro que veía caminar a Cristo por las aguas del Río de la Plata. Le transmitió las enseñanzas de el Profesor, porque a la sombra del delito y la política otra escuela de la imaginación recorría los presidios.
Arión salió en libertad con los compañeros de la Orden Dorada a fines de 1985, cuando el gobierno de Julio María Sanguinetti decretó la amnistía. Sin tener adónde ir, los tupamaros le pagaron una casa de salud y un tratamiento psiquiátrico. Como extrañaba la vieja camaradería, visitaba el local del Movimiento de Liberación Nacional y, aunque estuviera reunido el Comité Central, se sentaba en la ronda y le cebaba mate a Mujica, a Huidobro, a muchos de los ministros y altos funcionarios que gobiernan Uruguay.
Hace unos años di con el psiquiatra que lo trató. «Arión era una suma de máscaras, una detrás de otra –me dijo–. Lo que había detrás de esas máscaras era un ser desprotegido, de una calidez que tenía que frenar para que no lo hicieran mierda. Nunca pudimos reconstruir su historia. Supimos que tenía una hermana y que había nacido en un pueblo del interior, pero la hermana nunca ayudó. Él andaba siempre con una fotocopia de su partida de nacimiento. En el borde superior había una letra, posiblemente una N, pero escrita de forma que parecía la letra griega Pi. La esgrimía como prueba: “soy el Pi, el número absoluto, el número infinito, nada puede abarcarme”. Arión era un ser omnipotente que lo dominaba todo. Podía leer en tu cabeza lo que estabas pensando y casi siempre enlazaba una cosa real con otra delirante. En ese mundo que se fabricó, él era el rey de un universo vacío, enorme, con un único súbdito».
El domingo 24 de setiembre de 1989 tuvo una crisis en el hogar donde vivía y la dueña, en vez de llamar al psiquiatra, llamó al médico de urgencia. Joven, sin experiencia, el médico le dijo que lo iba a internar y Arión respondió que a él sólo lo internaba su psiquiatra. Pero el otro insistió y le dio la espalda para preparar una jeringa con un calmante. Lo punzó de atrás, con una navaja que llevaba oculta, y escapó con el maletín del médico. Asustado, deambuló por la ciudad y sin encontrar dónde refugiarse, a las diez de la noche regresó al hogar. Entonces un policía de dieciocho años hacía guardia en el hall. ¿De qué Orden era el policía y la encargada que acababa de llegar con su hija? Forcejearon en la puerta y Arión mató de tres puñaladas a la mujer, hirió a su hija y le cortó la cara al muchacho. En medio de los cuerpos desquiciados, el policía cargó el revólver y cuando Arión se le fue encima lo mató de un disparo en el pecho. Lejos de la revolución, demasiado lejos de Alfa Centauro.
—Carlos María Domínguez nació en Buenos Aires en 1955. Desde 1989 vive en Montevideo. Fue secretario de redacción de la revista Crisis y jefe de redacción del semanario Brecha, entre otros medios. Publicó, entre otros libros, Bicicletas negras (novela, 1990); Construcción de la noche. La vida de Juan Carlos Onetti (biografía, 1993); El bastardo. La vida de Roberto de las Carreras y su madre Clara (biografía, 1997); El compás de oro (entrevistas, 1999); Tres muescas en mi carabina (novela, 2002); La casa de papel (novela, 2002); El norte profundo (crónicas, 2004); La costa ciega (novela, 2009) y La breve muerte de Waldemar Hansen (novela, 2013).

—Ilustración: Pablo Blasberg

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