El racismo armado

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«Puede que muchos sean inmigrantes, pero ellos son nosotros», dijo Jacinda Ardern, la primera ministra de Nueva Zelanda, cuando le tuvo que hablar a su pueblo y repudiar el atentado contra dos mezquitas que dejaron más de 50 muertos y numerosos heridos. Agregó que para ella no hay distinción entre inmigrantes y nacidos en su tierra. Cada vez, esto es más difícil de explicar en un mundo que cierra fronteras y en que el presidente de la primera potencia mundial está obsesionado con construir un muro en la frontera con México para evitar que lleguen personas. Las categoría «inmigrantes», «legales», «ilegales», «con papeles» o «sin papeles» lo único que hacen es deshumanizar a quienes entran en ellas. Y la deshumanización provoca el rechazo y el odio.
En el caso de esta acción terrorista puntual contra las mezquitas en Nueva Zelanda habría que señalar dos elementos. Por un lado, el problema con «el» o «la» diferente, sea por color de piel, origen étnico, cultural, de orientación sexual, religioso y todos los etcétera que se quieran agregar. Por el otro, el crecimiento de la llamada «islamofobia» desde la caída del muro de Berlín hace 30 años y el colapso de la Unión Soviética. En Estados Unidos, tan afectos a encontrar «enemigos», la desaparición del comunismo no dejó un lugar vacío, fue ocupado por el islam, ayudado por las elucubraciones teóricas del politólogo de Harvard Samuel Huntington, quien sostuvo que «los conflictos ya no serían económicos o ideológicos, sino culturales» y que el mundo se dirigía hacia un «choque de civilizaciones». Este choque enfrentaría a la civilización «occidental» (a sus ojos la superior) con el islam. Por eso no asombra que se haya atacado a un grupo minoritario que ni siquiera llega al 2% de la población del país, porque el racismo no conoce de lógicas porcentuales, se lo va construyendo paso a paso.

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