El sobretodo metafísico

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Un par de meses después del incidente en Parque Roca, recuperándose de una notoriedad que jamás deseó ni sospechó y ayudado por la industria farmacológica, puede decirse que Klausen hizo los deberes y se comportó como una persona normal, previsible.
Klausen fue al cine a ver cine norteamericano. Llegó a horario a la mayoría de las reuniones. Se mantuvo afeitado y pulcro. Visitó a sus padres. Visitó a sus hermanos. Se compró zapatillas nuevas, jubilando a los doce años de vida un par de New Balance. Mantuvo el césped del parque bajo parámetros sensatos, sin yuyos. Rechazó una oferta de trabajo por cuestiones éticas. Cumplió con el pago de todos los impuestos antes del segundo vencimiento. Dominó la ingesta de alimentos y esquivó el alcohol en cualquiera de sus versiones. En el mismo lapso de tiempo, Klausen tampoco recibió ninguna multa por dejar el coche mal estacionado. Le ofrecieron marihuana en tres ocasiones y en las tres ocasiones sostuvo la negativa. Mantuvo limpio el escritorio y cada uno de sus cinco cajones. Reordenó el ropero, es cierto, pero también embolsó aquella indumentaria que por distintas razones ya no volvería a usar con el propósito de donarla al club del barrio, desde donde partiría hacia los barrios periféricos de la región. Se compró un jean de marca. El mismo día, Klausen se compró una campera impermeable porque la que usaba terminó accidentalmente dentro de una de las dos bolsas que llevó al club de barrio. Estuvo a pocos minutos de ir a donar sangre al Instituto de Hemoterapia; aún no lo ha llevado a cabo, pero sabe que lo concretará en breve. Jugó dos partidos de fútbol en cancha de once y a pesar de que fue provocado en el segundo, no se peleó con nadie. Hizo buenos regalos en los últimos cumpleaños. Una vida normal, eso intentó llevar a cabo Klausen durante algunos meses.
Todo eso hasta hoy, que ha tenido la mala idea de salir a caminar un domingo a la tarde, cuando se cruza con una camioneta Ford de última generación en cuyos asientos traseros dos nenes arios, de unos siete años, cantan canciones de Estudiantes de La Plata. No sabe si le molesta la felicidad de los chicos o si se trata de una mala sinapsis. Algo se mueve en las placas tectónicas de su ánimo. Algo provoca en él una pulsión de odio que pronto deriva en una depresión que se prolonga hasta finalizado el domingo, momento en el que decide irse a dormir sin ingerir otra cosa que un café con leche con dos tostadas húmedas.
El lunes se despierta alunizado. Desde el vuelco del vaso de plástico en el que guardaba dos cepillos de dientes y la pasta dentífrica, hasta la discusión con un chofer de la línea 202 a las nueve de la noche, ya de regreso a su casa, se sucedieron varias desgracias más que, por un simple efecto de acumulación, lo llevan a la conclusión de que lo mejor es volver al ruedo y reactivar aquel extraño Master Plan de Cagadas en el que guarda la esperanza de hacer algo distinto con el tiempo a favor.
Lo anterior intenta explicar que en este mismo momento, Klausen esté deambulando por ahí con un bidón de kerosene de cinco litros rumbo a la cancha de Estudiantes de La Plata y las solapas del sobretodo metafísico bien levantadas.
Al principio, Klausen presume que la tardanza en llegar a la cancha del equipo albirrojo no es más que una mala jugada entre la habitual falta de memoria, el nerviosismo que atañe a la circulación en la vía pública con un recipiente cargado de combustible, a pocos minutos de la medianoche, y portando una cajita de Fragata en el bolsillo del pantalón.
Primero fue a 1 y 57, donde vio unos andamios desarmados, algunos ladrillos sueltos, muchos escombros y más oscuridad. Por las razones detalladas previamente, dudó de sí mismo y fue hasta 116 y 57, pero tampoco vio lo que él esperaba que fuera la cancha de EDLP. Caminó hasta 3 y 57, y no. Nada.
Contrariado, Klausen vuelve a internarse en el bosque, mientras no para de preguntarse si puede llegar a un grado de locura tal que le impida no encontrar un estadio de fútbol. Para sentarse, elige uno de los bancos que bordean el lago. Se pregunta qué hacer a partir de ahora y qué hacer con el bidón de cinco litros de kerosén, que terminará escondiendo detrás de un ginko biloba ubicado al borde la calle 52 –días más tarde, Klausen se enterará de la detención de dos menores de edad acusados de incendiar uno de los salones del Museo de Ciencias Naturales de la Universidad Nacional de La Plata, e inevitablemente se preguntará si aquel líquido inflamable con el que deseaba generar otra cosa, no participó de la flamígera broma de los menores.
Sin ánimo de regresar a su casa luego de otro fracaso, camina sin rumbo, escondido bajo las solapas infinitas del sobretodo metafísico, hasta darse cuenta de que está relativamente cerca del departamento de una amiga a la que hace varios años que no ve.

Ala se llama la amiga de Klausen –se va a morir dos meses después de haber cumplido los 35 años de edad; en unos cinco años, aproximadamente. Pero esta noche, van a sobrevolar sobre sus respectivos problemas personales como si fueran inmortales.
Ay, qué raro que hayas venido, Klausy querido… Lo único que voy a decirte, es que la semana pasada soñé con vos. Estábamos sentados al borde de una pileta olímpica sin agua. Supongo que sería la pileta del Hogar Social. No hablábamos de nada, pero nos reíamos mucho, nos reíamos lindo y durante un montón de tiempo, aunque tampoco es exacto hablar de tiempo… no sé cómo explicártelo, pero cuando me desperté era como si me hubiera reído de verdad, es lo primero que le dice Ala luego del abrazo de rigor y de retarlo al haber caído sin aviso previo.
Klausen no sabe qué decirle. Está un poco sorprendido con el encuentro –como si no hubiera sido del todo consciente de la dirección a la que se dirigía, como si se hubieran cruzado de manera casual en la calle– y del departamento para una familia de cinco personas que al menos esta noche está sub-ocupado por cajas gigantes sin abrir, cerradas con vueltas y vueltas de cinta adhesiva que siquiera resulta necesario levantarlas para darse cuenta de lo que pesan. Por cajas, y por Ala, claro, que no duerme en lo que sería su habitación, sino en el comedor, desde donde la puede iluminar un televisor pequeño pero suficientemente brillante para generar en ella el efecto placebo que la acompaña desde hace varios años.
Ala nunca pudo dormir profundamente. Para acostarse e intentar algo similar al sueño, se siente obligada a tener encendido el televisor y a un volumen muy bajo, de tal manera que los sonidos generen un murmullo sutil, suave.
En el viaje de fin de curso, en Bariloche, había pedido que la dejaran dormir en la cama que estaba ubicada al lado de la ventana de la que nadie quería dormir cerca, porque caía sobre la mitad del colchón la roja e intermitente luz de un cartel electrónico, que ella sonorizaba –desde la necesidad de emular una televisión prendida– con los auriculares de un walkman que le había prestado el propio Klausen.
Hay gente que sin su consentimiento le ha sacado fotos a Ala en ese estado. Robarle una toma a alguien, en su intimidad, es repudiable, pero provoca cierta fascinación verla así, en ese estado, y que haya quedado un registro de esa manía tan de ella no resulta tan grave, después de todo.
En las pocas fotos que vio Klausen, la cara de su amiga tiene un matiz en el que predomina el azul en algunas, mientras que en otras aparece bañado por un filtro verde; en cualquiera de los dos casos, queda resaltado el aspecto onírico de la situación.
Ala era hija de desaparecidos. Sus padres fueron secuestrados en un operativo en la ciudad de La Plata, en junio de 1977. 27 días después del nacimiento de Ala, que había nacido en mayo de ese mismo año. Su padre era español y la madre argentina. Ala murió de cáncer en un hospital de Berisso, apenas dos meses después de que se lo detectaran, una madrugada de junio de 2012, el mismo día y casi a la misma hora en la que un grupo de tareas, 35 años antes, secuestraron a sus padres.
Cuando pasen diez, cien o veinte mil años, Klausen la seguirá pensando con el rostro bajo el tono azul y verde de aquellas fotos extrañas. Y creerá, contrariamente a lo que todos suponen, que Ala, o lo que representa su nombre, de alguna manera sigue sin dormir bien. Pero esta noche, luego de deambular sin suerte en busca del estadio de Estudiantes de La Plata, la repentina visita a Ala es una manera de recordar una época en lo que todo parecía más sencillo, bastante menos fatídico y el tiempo a favor no representaba un problema sin solución.

—Daniel Krupa nació en marzo de 1977, en Berisso, provincia de Buenos Aires. Colaboró con artículos periodísticos en Gatopardo (Colombia); Zona de obras (España); El planeta urbano, G7 y Página/12, entre otros medios. Publicó tres novelas breves: Cerca (2006, Paradiso), Madrid (2008, Santiago Arcos Editor) y Serpientes (Gárgola, 2009). Vive en
la ciudad de La Plata.

—Ilustración: Pablo Blasberg

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