En la línea de fuego

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Cambios en las formas de producción y distribución de drogas explican la creciente presencia de redes criminales en la Argentina. Disputas entre bandas y complicidad policial.

 

(Laura Gallo)

Eran cuatro hombres, iban en dos motos y estaban encapuchados. En la noche del 11 de octubre, cuando todavía circulaba mucha gente por la calle, se detuvieron frente a la casa de Darragueira y Gallo, en la zona norte de Rosario. Los desconocidos abrieron fuego contra los ventanales. Catorce balas ingresaron en la vivienda y sólo por casualidad no provocaron heridos. Lo extraordinario del episodio fue que se trataba de la casa del gobernador de Santa Fe, Antonio Bonfatti. Pero el modus operandi ya se volvió habitual en una ciudad cuya tasa de homicidios se ha incrementado al calor de los enfrentamientos entre grupos dedicados al narcotráfico y la proliferación de las armas.
El ataque contra Bonfatti había sido precedido por intimidaciones a funcionarios, jueces y policías que investigan a la banda de Los Monos, una especie de clan familiar que comenzó a operar en el barrio Las Flores a mediados de los 90 y que ha sido parcialmente desbaratado por la justicia provincial. Las amenazas continuaron a través de mensajes dirigidos a los celulares de dos juezas. Las sospechas apuntan al narcotráfico, en un contexto donde los especialistas en seguridad colocan también a sectores policiales.
El narcotráfico, las barras bravas de los equipos de fútbol y las disputas territoriales entre pequeñas bandas forman una combinación explosiva en las calles de Rosario. La historia reciente es una larga y dolorosa serie de ejecuciones y muertes de inocentes, como la trabajadora social Mercedes Delgado, asesinada en medio de una balacera en el barrio Ludueña, en enero de este año, y los militantes del Movimiento 26 de Junio, Jeremías Trasante, Claudio Suárez y Adrián Rodríguez, ejecutados en villa Moreno el 1º de enero de 2012 por un grupo que contaba con contactos policiales. Los puntos de inflexión en esa espiral de violencia son el desplazamiento del jefe de policía provincial, Hugo Tognoli, acusado de complicidad con el narcotráfico y actualmente procesado, y el asesinato de Claudio Cantero, líder de la banda de Los Monos, que desató una cadena de crímenes. El escenario está tensionado, además, por las acusaciones mutuas entre sectores del Frente Progresista y de la oposición y por las disputas entre la justicia provincial y la justicia federal en torno a la competencia para llevar adelante las investigaciones.

 

Cortocircuitos
El criminólogo Enrique Font, ex secretario de Seguridad Comunitaria durante el gobierno de Hermes Binner y actual asesor de la Procuraduría de Narcocriminalidad (Procunar), cuestiona la gestión en seguridad del gobernador Bonfatti. «A pesar de lo que se dice, no hay reforma policial ni se está dando una lucha contra el narcotráfico», afirma.
La investigación que lleva adelante el juez de instrucción Juan Carlos Vienna en torno a la banda de Los Monos tiene a nueve policías involucrados, entre ellos un ex jefe de Inteligencia de la sección Drogas Peligrosas y dos integrantes de la Secretaría de Delitos Complejos, acusados de suministrar información sobre las investigaciones en curso a la familia Cantero. Varios de los policías detenidos, a la vez, realizaron operaciones comerciales con los Cantero, como la venta y el alquiler de propiedades. «Cualquier investigación que avance va a llevar a policías presos. Donde uno meta la lupa, en el segundo nivel de narcocriminalidad, encuentra policías. Los policías cobran, participan, hablan con los narcos, sostienen el negocio», dice Font.

Córdoba. El 24 de octubre, Gendarmería incautó más de media tonelada de cocaína. (Télam)

Claudio Cantero fue asesinado el 26 de mayo en Villa Gobernador Gálvez. Un día después la Justicia provincial ordenó la creación de una unidad de fiscales para investigar los asesinatos relacionados con la banda, con la instrucción de compartir información y evitar la fragmentación de las causas. A la vez, el gobierno provincial anunció una serie de cambios en la policía, como un nuevo régimen por el cual los efectivos ascenderán mediante concursos de antecedentes y oposición evaluados por jurados que incluirán a civiles y la creación de una Policía de Investigaciones, una fuerza especial y de composición reducida, para seguir casos criminales. La pregunta es si se podrá evitar los episodios de presunta corrupción registrados en áreas especializadas, como la Secretaría de Delitos Complejos.
«El problema no es que haya un policía como funcionario, sino que pertenezca a esta policía, por más seleccionado que esté», dice Font, que equipara la situación del narcotráfico en Santa Fe con la de Córdoba y la provincia de Buenos Aires: «En las tres hay una horizontalización de la disponibilidad de cocaína, federalización del consumo de drogas y participación de las policías en el negocio». La comparación se extiende a la situación de las fuerzas policiales. El 11 de setiembre, en Córdoba, fue detenido el jefe de la Dirección de Lucha contra el Narcotráfico de esa provincia, comisario mayor Rafael Gustavo Sosa, acusado de integrar una banda que protegía a narcos. Con él cayeron otros cuatro jefes y oficiales antidrogas, a partir de las declaraciones de un arrepentido. Según los datos de la denuncia, los narcotraficantes ofrecían información a cambio de cargamentos de droga incautados en operativos. Previamente, el 12 de julio, el Ministerio de Seguridad de Justicia y Seguridad de la provincia de Buenos Aires había relevado al jefe de Narcotráfico después de un oscuro episodio relacionado con narcos en el que murió un agente de la Secretaría de Inteligencia del Estado en un allanamiento.
El 2 de mayo, los fiscales federales de Rosario cuestionaron públicamente la política del Ministerio de Seguridad provincial de demolición de bunkers –bocas de expendio de droga en los barrios de la ciudad– «sin realizar investigación previa alguna para proceder a identificar y documentar correctamente dicha actividad y detener a los responsables» y los procedimientos de policías provinciales «frustrando en algunos casos investigaciones que se realizan en sede federal». La tensión con la provincia tuvo un capítulo previo en el modo en que se difundió la detención del comisario Hugo Tognoli y se renovó con los pedidos de los fiscales Juan Patricio Murray y Mario Gambacorta para que se declararan nulos los allanamientos ordenados por el juez Vienna. Como contracara de estas disputas, la coincidencia de todo el arco político y las instituciones provinciales en la condena del atentado contra Bonfatti, las adhesiones que recibió el gobernador de sus vecinos y las manifestaciones de habitantes de distintos barrios de Rosario contra el narcotráfico muestran que la conciliación de diferencias es la mejor manera de enfrentar la cuestión.

Rossi. «La militarización tuvo
como resultado un fracaso rotundo».

«El problema –explica Font– tiene que ver con un cambio en la economía de las drogas, que es lo que provoca la fragmentación de las bandas y la dificultad de la policía para controlarlas».
El contexto del cambio trasciende las fronteras nacionales. «La salida de Colombia como productor principal y la reaparición de Perú y Bolivia vuelve a cambiar la distribución –dice Font–. El control que impulsa la Sedronar de precursores químicos hacia Bolivia para procesamiento de pasta base es para mí el principal motivo por el cual viene la pasta base a la Argentina. Ya es difícil mover grandes cantidades de precursores. El paso lógico es llevar la pasta base, fragmentarla y moverla a través de cocinas y laboratorios. Eso generó territorialización, que era un fenómeno que no teníamos, y agregó un paso de valor agregado en la producción».
Font dice que hay que analizar el narcotráfico en los términos de una actividad económica. «El paso de procesar pasta base genera valor local, dinero, agrega ganancia. Cambió la disponibilidad del commodity a vender. Ahora hay mucho más que antes. Hasta hace unos años era más fácil regular el narcotráfico, la policía controlaba las distintas bandas que bajaban la droga desde el norte». A esa situación se agrega «un cambio cultural del lado del consumo, bien marcado respecto de la deseabilidad; hay una aceptación masiva de la cocaína, que en los años 80 tenía un circuito de venta restringido y hoy se ha extendido con pibes muy chicos. No es un fenómeno de sectores populares, porque sino no sería negocio; es un fenómeno que corta la sociedad en su conjunto».
En ese marco «aparecen empresarios que ponen capital y toman riesgos, que son de distinto tipo y escala y tienen diversas formas de manejarse en el negocio. Además están los distintos trabajadores de esa economía. En el imaginario popular es el chico que atiende el punto de venta; pero es también el que lleva la droga cada doce horas, la mujer que aguanta la droga en su casa, el que la fracciona, el que la esconde, el que la traslada. En los barrios hay una dinámica intensa de mejicaneadas, por parte de banditas más o menos consolidadas en los territorios que disponen de armas y buscan cobrar un canon por protección».

Font. «Los policías cobran, hablan con
los narcos, sostienen el negocio».

Los cambios en el escenario incluyen también la reconversión como narcotraficantes de ladrones profesionales que antes se dedicaban a la piratería del asfalto o el robo de bancos. «Tienen acceso a la sustancia de una manera más horizontal que antes, son capaces de entrar al territorio y pueden poner quioscos de venta –explica Font–. No hay que pensarlo muy diferente a lo que fue en su momento la difusión de los locutorios, los lavaderos automáticos y las canchas de fútbol cinco. Hay una expansión, después se satura y finalmente resulta que no es un negocio para todos porque requiere unas habilidades y una rutina particulares. Estar en una economía de drogas es moverse en un mundo de conflictos. El narcotráfico es un negocio que se protege con armas de fuego. En ese contexto lo que es obvio es que la policía no lo regula más».

 

Sombras mexicanas
Radicada como corresponsal en Argentina en 1992, la periodista mexicana Cecilia González investiga las redes de tráfico de efedrina en Narcosur: la sombra del narcotráfico mexicano en Argentina, un libro de reciente aparición.
La presencia de narcotraficantes mexicanos en Argentina se remonta a 1997, dice González. «Ese año –cuenta– el líder del cartel de Juárez, Amado Carrillo Fuentes, recorrió varios países de Sudamérica y compró propiedades y autos de lujo. Años después se descubrió la red de lavado de dinero que había montado. Su plan era operarse el rostro en México para cambiar de fisonomía y volver a entrar a la Argentina con nombre falso, como ya había hecho; pero murió en el transcurso de la operación estética». Las actuaciones judiciales «comprobaron que el cartel de Juárez lavó en Argentina entre 20 y 25 millones de dólares; pese a que hubo una investigación y pruebas al final nadie fue juzgado».
La sombra del narcotráfico mexicano se posó también en el crimen de María Marta García Belsunce, ya que «una de las líneas de investigación del fiscal fue que había muerto por manejo de dinero ilegítimo producto del lavado de dinero del cartel de Juárez», apunta González. La investigación no prosperó. El capítulo siguiente se abrió en julio de 2008, cuando el juez federal de Campana Federico Faggionato Márquez allanó una quinta de Ingeniero Maschwitz y encontró un laboratorio de efedrina. La causa puso al descubierto una red integrada por mexicanos y argentinos y encabezada por el mexicano Jesús Martínez Espinoza y el rosarino Mario Segovia, condenado por 91 envíos de efedrina a México.
Martínez Espinoza, a la vez, estaba vinculado con Sebastián Forza, uno de los tres empresarios asesinados en General Rodríguez el 13 de agosto de 2008. El Tribunal Oral Criminal Nº 2 de Mercedes condenó a cuatro personas por el caso y estableció que el autor intelectual fue Ibar Pérez Corradi, actualmente prófugo, a quien se adjudican numerosos contrabandos de efedrina a México.

Rosario. Tras el atentado, el gobernador Bonfatti recibe la solidaridad de los vecinos. (Carlos Carrión)

«Martínez Espinoza y su banda sacaban la efedrina disuelta en botellas de vino torrontés y en suelas de zapatos, y estaban tratando de fabricar metanfetaminas. Esto no le quedó claro a la opinión publica: tener efedrina no es un delito en sí, porque es un precursor químico; el delito es tener metanfetaminas. En este caso se empieza a ver que la penetración del narcotráfico era tal que había argentinos implicados en los primeros niveles: ya no son prestanombres, ya no son empleados, quieren meterse en la dirección del negocio. Hay quien habla de la mexicanización de Argentina, o que Argentina parece Colombia. Pero no se tiene conciencia de que son los propios ciudadanos argentinos los que están involucrados de lleno en el narcotráfico», señala Cecilia González. La periodista mexicana recuerda el caso de los hermanos Eduardo y Gustavo Juliá, condenados en enero de este año en España por llevar casi una tonelada de cocaína en un avión. «Estados Unidos –agrega– es el mayor consumidor de drogas en el mundo, pero la policía nunca ha atrapado a un capo estadounidense. Parece que vienen de afuera a contaminarlos; pues ya no es tan así, y tampoco en Argentina». Si hacía falta comprobarlo, una serie de procedimientos realizados el 24 de octubre en Santiago del Estero y Córdoba, al cabo de una investigación de 18 meses, puso al descubierto una red dedicada al tráfico de cocaína en gran escala, bajo el liderazgo de Claudio Andrada y con un depósito en el Gran Buenos Aires. Pocos días después, fueron secuestrados 100 kilos de cocaína en viviendas y estudios jurídicos de Nordelta, en Tigre, en el marco de una causa por lavado de dinero. La cocaína había sido traída desde Salta en camioneta y su destino era España.
Una marca registrada del narcotráfico es la extrema violencia con que se dirimen los negocios. «En México se fueron perdiendo códigos mafiosos; los carteles sólo se peleaban entre ellos y contra las fuerzas de seguridad –dice González–. La violencia se incrementa y se deshumaniza. Pero también tiene que ver con la transformación del crimen organizado. Los carteles ya no se dedican sólo a las drogas, y eso también aplicado a la Argentina. Las organizaciones criminales se dedican también al juego, al secuestro y a la explotación de personas con fines sexuales o laborales. Se diversificaron, y eso también es muy peligroso».

 

Matar por matar
En 2010 hubo 126 homicidios en el departamento Rosario. En 2012, la cifra alcanzó las 180 víctimas. A mediados de octubre de este año, ya había más de 200 muertos. «Se mata por matar», dijo el padre Edgardo Montaldo luego de la muerte de Gabriel Aguirre, un chico de 13 años baleado por la espalda en barrio Ludueña después del último clásico entre Newell’s y Central. Una definición tan sencilla como ajustada a lo que ocurre.
«Los homicidios no se deben sólo a la narcocriminalidad –señala Font–. La mayoría responde a formas de construcción de identidad de pibes que tienen participación fluctuante en el delito. No son delincuentes profesionales ni soldaditos estables de los circuitos narcocriminales sino expresiones territoriales de pibes en situación de exclusión que construyen su identidad por entrar y salir del delito».
Las venganzas narco dejan su sello en las ejecuciones múltiples. El triple crimen de Acambuco, ocurrido en la provincia de Salta, cerca de la frontera con Bolivia, en octubre de 2012, fue una emboscada típicamente mafiosa: las víctimas fueron a un paraje rural convencidos de que interceptarían el paso de un cargamento de droga, cuando en realidad se dirigían a una trampa preparada para terminar con sus vidas. El 10 de octubre pasado, dos sicarios armados con pistolas 9 milímetros ingresaron en un pool de la Villa 1-11-14 del Bajo Flores y acribillaron a los presentes. Cinco hombres murieron en el ataque, atribuido a un ajuste de cuentas en torno a un cargamento de marihuana.
La policía santafesina descubrió sofisticado armamento en manos de la banda de Los Monos, y el hallazgo no es casual. «Hace diez años las armas estaban en manos de menos gente y eran más precarias, de bajo calibre y defectuosas. Hoy se observa una alta disponibilidad de armas, en particular de pistolas 9 milímetros de fabricación nacional que están entre 1.000 y 1.500 pesos en el mercado legal y entre 2.000 y 3.000 en el mercado negro», apunta Font. La investigación del atentado contra el gobernador Bonfatti sigue abierta. Las consecuencias y la proyección que puede alcanzar el episodio aún son inciertas. Entre las voces de alarma se colaron en los últimos días visiones que parecen equívocas. «No tenemos un problema, tenemos una guerra», dijo el ministro de Seguridad porteño, Guillermo Montenegro. Una perspectiva que no parece muy diferente a la desgraciada experiencia de la militarización desatada por el presidente Felipe Calderón en México, cuyo saldo reseña la periodista Cecilia González: «La guerra contra el narcotráfico llevó al país a un nivel de violencia inenarrable. Tenemos decenas de miles de desaparecidos, y seguiremos enfrentando durante muchos años las consecuencias».

Osvaldo Aguirre

 

 

Adriana Rossi*

«Pensar en otra política»

–Entre las repercusiones del atentado contra el gobernador Bonfatti, funcionarios del gobierno de la ciudad de Buenos Aires hablaron de que el narcotráfico plantea «una guerra». ¿Está de acuerdo?
–Evitaría hablar de guerra. Es un problema de delincuencia asociada con altos niveles de violencia y corrupción. Los EE.UU. declararon la guerra con su consecuente militarización desde hace décadas. El resultado ha sido un fracaso rotundo puesto en evidencia por distintas organizaciones y hasta por la OEA, que está tratando de modificar el paradigma de las políticas antinarcóticos. La guerra contra el narcotráfico no ha eliminado el consumo –que aumentó– ni las redes delincuenciales, que han crecido y se han ampliado. La militarizacion de territorios enteros ha derivado en una espiral de violencia acompañada de abusos de los cuales ha sido víctima la población en general. Más bien la militarización sirve para el control social y político –como ocurre con la represión a líderes sociales en Centroamérica– y podría servir en Argentina a ciertos sectores políticos. Los narcotraficantes prosperan al amparo de policías y políticos a través de pactos económicos –coimas, involucramiento directo, entre otros– y de pactos de connivencia. Atacar sólo a las bandas da resultados parciales, ya que las bandas se disgregan y se reestructuran mediante un proceso de gran violencia. Es lo que está pasando en Rosario. Hay que abordar una reforma policial, seguir la pista del dinero e intervenir con la población toda con programas que apunten a desestructurar contravalores que se han afirmado en la sociedad y que facilitan su inserción en el circuito ilegal. Y pensar en otra política.
–¿Cuál es la situación de la Argentina en cuanto a la producción y el consumo de drogas ilícitas?
–Argentina está en una de las rutas nuevas del narcotráfico, como Uruguay y Brasil. La droga viene de Colombia y Perú vía Paraguay y Bolivia y se va a África centro-occidental y de ahí a Europa y Asia. Hay producción artesanal a través de las cocinas para mercado interno e intentos de poner laboratorios posiblemente para exportar. Esta última es sólo una hipótesis. Es más fácil introducir pasta y tener cocinas que contrabandear precursores químicos. El mercado interno está en expansión.
–La despenalización del consumo de marihuana, como está por hacer Uruguay, ¿puede ser una solución?
–Para mí lo de Uruguay es un buen intento. Legalizar saca del circuito delictivo a consumidores que no necesitan cárcel sino más bien atención. Se desactiva además el negocio del tráfico. El narcotráfico es un hijo de la ilegalidad.

*Doctora en Filosofía y profesora
de posgrado en la Universidad
Nacional de Rosario

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