En la terraza del Beirut

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Sentados a una mesa en la terraza del Beirut, Fabiola conjugaba verbos para mí: eu faço, tu fazes, ele/ela faz, nós fazemos, vós fazeis, eles/elas fazem. Fabiola era amiga de Bendita, que a su vez era amiga de un amigo que antes de que yo viajara a Brasilia me había pasado su teléfono. «Llamá a Bendita cuando llegues», me dijo, «no te vas a arrepentir». No sé si tenía razón. Yo sabía de las piruetas que mi amigo había aprendido en la cama con Bendita, sabía también que ella siempre estaría dispuesta a brindar, generosa, su humanidad, su Bendita humanidad, según pensé al ver por primera vez sus enormes caderas, su espalda ancha, pero no lo dije. Sabía también que era eso lo que necesitaba para olvidar ciertas cosas que aún hoy quiero olvidar, pero entonces llegó Fabiola y comenzó a hablar de sí misma, a preguntar por mi vida, a contarme de Barcelona y pedir que le hablara de París, y más tarde a proponer que cada uno le enseñara al otro algo de su idioma, y de allí los verbos, conjugar el pasado: eu fiz, tu fizeste, ele/ela fez, nós fizemos, vós fizestes, eles/elas fizeram. A diferencia de Bendita, intimidada por la situación, Fabiola era inquieta, movediza: tenía muchos amigos en aquel bar y le gustaba hacer ver que conocía gente, de modo que se paseaba por todas las mesas para saludar actores, músicos, artistas plásticos como ella, y luego regresaba a continuar nuestro intercambio. En ausencia de Fabiola, Bendita se mostraba servicial, preguntaba por mi amigo, por Brasilia, si me gustaba la ciudad, si pensaba quedarme mucho tiempo, y a mis breves respuestas seguían largos silencios de su parte para luego buscar nuevas preguntas igualmente simples: «¿Qué vienes a hacer? ¿Por qué Brasilia? ¿Por qué ahora?». En un momento rozamos nuestras piernas y ella se mantuvo allí, macizos muslos que tocaban mis muslos, y entonces dijo «Disculpa, pero no soy muy buena para la conversación». «No hay problema», dije, pero en realidad quería decir que el único problema era que su amiga aún recorría todas las mesas y me hacía esperar por otros verbos que me llevasen a recitar los míos. Era el tipo de mujer capaz de pensar que en la terraza del Beirut sólo estaba ella para repartir su tiempo entre tantos hombres que la admiraban y que sabían esperarla y conformarse con lo que les tocase, cinco minutos, diez, y yo también debía esperarla, si después de todo ella volvería a sentarse junto a mí, tendría otros verbos que conjugar en su rico idioma que por cierto no era el mismo que hablaba Bendita. Yo quería aprender ese portugués, la dulzura de las palabras en boca de Fabiola, o más bien dejar que fuera ella quien hablara, llevarla como intérprete durante mi estadía en Brasilia, «Hable con ella», diría, «yo no sé decir ni una palabra», eu faço, tu fazes, eso: quería escucharla siempre.
Cuando ya habíamos bebido varias cervezas y, de no ser por esa porción de carne na chapa, casi no habíamos comido, Fabiola me condujo a una mesa en la que había dos hombres y una mujer. «Él es mi amigo Dirceu», dijo, y señaló al más joven de los dos, «trabaja en una obra que se llama O Homem de Buenos Aires», y luego sonrió y me miró a la espera de alguna reacción. «Pero ese soy yo», dije y agradecí que se me hubiese ocurrido algo. Luego estreché la mano del actor, la de su amigo, y besé a la chica en ambas mejillas. Fabiola prometió llevarme a ver la obra al día siguiente. «Por supuesto», dije, y ya anticipaba una noche con ella, ir al teatro, comer algo, y después… Cuando volvimos a nuestra mesa, Bendita dijo que estaba cansada y que se iría a dormir. Brasilia es una ciudad demasiado complicada como para quedarse varado en cualquier parte sin nadie que te lleve de regreso a casa, pero miré a Fabiola y dije: «¿Nos quedamos?». Ella también dijo estar cansada y que prefería dormir temprano porque al día siguiente tenía que dar clases de pintura a chicos de un barrio pobre de las afueras de la ciudad. Hermosa Madre Teresa, pensé, y no supe decir nada para retenerla. Nos despedimos con dos besos en las comisuras de los labios, hermoso recuerdo de aquella ciudad. Mientras iba con Bendita hacia su auto, me di cuenta de que no le había pedido el teléfono a Fabiola, y también que no podía pedírselo a mi conductora sin herir sus sentimientos. Después, todo fue muy rápido: llegar al auto, sentir la mirada fija de Bendita, su mano que tomaba la mía para acercarme, sus besos húmedos, su enorme cuerpo macizo entre mis brazos, su mano en mi entrepierna, sus pequeños pechos en mis manos, subir al auto y recibir toda la hospitalidad que ella podía darme. No dijimos nada: después de todo, su forma de hablar no me interesaba y ella misma se pensaba inútil para la conversación.
En la tarde siguiente, cuando había terminado de trabajar, llamé a Bendita pero me topé con su contestador: «Você tem cinco segundos para encontrar qualquer coisa para dizer apos o bip…». Ese era su problema, no el mío, así que dejé uno, dos, tres mensajes sin obtener respuesta. Entonces fui al supermercado a comprar cervezas, regresé a mi departamento y me recosté en la hamaca del balcón a tratar de dejar de pensar en Fabiola. Como a las diez, un llamado de Bendita. «Disculpa, estaba ocupada», dijo, y dijo que esa noche iríamos a una festa junina de los nativos de Piauí. «¿Y Fabiola?», dije, aunque enseguida supe que no obtendría la respuesta esperada y que mi pregunta molestaría a quien, después de todo, se había portado bien conmigo. «Nos encontraremos con ella en un bar, a las once». Y a las once menos cuarto yo estaba frente a la puerta de mi edificio, un poco borracho y muy impaciente. Cuando llegó Bendita me saludó con un beso en la boca que no pude rechazar y tosí porque con el beso me llegó el humo de la marihuana. En un minuto mi borrachera se mezcló con una sensación extraña: no sabía dónde estaba y si alguien en aquel momento me hubiera hablado en ruso, no hubiese tenido más remedio que aceptar que transitábamos las calles de Moscú o de Sebastopol, lo juro, y fue peor al bajar del auto al plácido calor de la noche, los autos que iban y venían con la música muy fuerte, los gritos de todo el mundo que aquella noche había salido sólo para confundir mis sentidos, ¿en qué idioma hablaban? Necesitaba el portugués de Fabiola, que ella me guiara. La vi en el fondo del bar, un gran parque con mesas por todos lados. Estaba todo lo hermosa que una mujer puede estar, y tal vez más hermosa. El vestido corto con volados mostraba sus piernas, el escote generoso anunciaba sus pechos redondos, el cabello recogido en un rodete y el maquillaje justo daban a mi profesora un encanto que en mi estado no hacía más que perturbarme. «¿Cómo estás?», me dijo y se sonrojaba. «Contento de verte», dije y ella me explicó que no había conseguido entradas para O Homem de Buenos Aires, que al final la función estaba toda vendida y por eso no me había llamado. Iba a llamarme, pensé, y cuando me preguntó si necesitaba algo me di cuenta de que no había dejado de mirarla desde que la vi, y como mi cuerpo había tomado la decisión de independizarse de mi cerebro, tomé a Fabiola por la cintura y la besé en la boca. Un beso breve, condimentado con alcohol y otras sustancias que opacaban apenas su perfume. Yo había cerrado los ojos para abandonarme a la situación, pero pronto me sentí mareado y más aún cuando ella dijo «Espera, espera» y se apartó. «Tengo novio», dijo. «Nunca me lo dijiste». «Allí viene, te lo presentaré». Lamenté no haber estado más borracho. Estreché una mano que debía ser sostenida por un cuerpo que no quise ver y cuyo nombre no recuerdo, dije «ahora regreso» y fui a la barra a pedir dos medidas de cachaça. No sé si Bendita había presenciado mi encuentro con Fabiola, o, mejor, mi desencuentro, pero al acercarse me tomó por el brazo y me dijo que quería hacerme probar otra cosa, de modo que al terminar mi trago recibí una bebida dulce y ambarina, y como no puse cara de «no me gusta» Bendita extrajo la petaca de su cartera y volvió a servirme. No sé cuánto bebimos, pero sí que amanecí en mi habitación, solo, desnudo y con un insoportable dolor de cabeza. Llamé a Bendita varias veces, y no respondió. Como por la noche debía tomar el avión de regreso, decidí salir a caminar un poco para despedirme de la ciudad, pero recordé que en Brasilia no hay veredas ni sendas peatonales y entonces preferí recostarme en la hamaca a dejar que el tiempo pasara. Justo antes de salir al aeropuerto recibí un llamado. Atendí pero nadie habló. Sucedió lo mismo otra vez, y otra. Hasta que escuché la voz llorosa de Bendita: «Eres un cretino», me dijo, «irte con Fabiola, dejarme sola la última noche». Dije un «pero» que ella interrumpió con insultos y más llanto. Cuando se tranquilizó, le dije que recordaba haber pasado la noche con ella, «lo juro, Bendita», pero ya ni siquiera estaba seguro de que se llamara así, vaya nombre, pensé, y entonces le pedí el número de Fabiola para preguntarle a ella lo que había pasado. «Claro, eso es lo que quieres, desagradecido». Pensé en la bebida que había en su petaca. Tal vez tenía algún efecto colateral, amnesia o algo así. Fabiola, pensé, estuve con ella. ¿Estuve con ella? Si no quería perder el vuelo, debía apurarme, de modo que bajé rápido, subí al taxi que me esperaba y cuando dije «al aeropuerto» tuve la esperanza de que ella condujera. Un mulato de unos cincuenta años giró para ofrecerme una sonrisa: «¿La ha pasado bien en Brasilia?», preguntó, y no supe qué responder. «No se preocupe», dijo, «es una ciudad extraña, les pasa a todos». Por miedo a escuchar su respuesta decidí no preguntar qué era lo que pasaba en Brasilia y guardar silencio el resto del viaje.

—Gabriel Vommaro (Buenos Aires, 1976) es sociólogo y escritor. En 2002 obtuvo el primer premio del Fondo Nacional de las Artes por su libro de cuentos Nuestra distancia, publicado en 2003 por Editorial Simurg. Participó de las antologías La joven guardia (2005) y En celo (2007), entre otras, y publicó la novela Anclao en París (2013). Investigador y docente en la Universidad Nacional de General Sarmiento e investigador asistente del Conicet, en el ámbito de la sociología publicó ¿Lo que quiere la gente? Los sondeos de opinión y el espacio de la comunicación política en Argentina (1983-1999) (2008), Mejor que decir es mostrar. Medios y política en la democracia argentina (2008) y La grieta. Política, economía y cultura después de 2001 (en coautoría, 2013).

—Ilustración: Pablo Blasberg

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