En pie de guerra

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El triunfo del oficialismo le otorga mayor poder a Recep Erdogan para consolidar su gobierno. La resistencia de los kurdos, la batalla contra Estado Islámico y la crisis migratoria, frentes abiertos.

 

Liderazgo. Erdogan en la ceremonia por el 92º aniversario del Día de la República. (AFP/Dachary)

Los sondeos preelectorales pueden fallar. Y le erraron por amplio margen también en Turquía, donde los recientes comicios cambiaron la voluntad popular en apenas cinco meses. Algunos analistas políticos decían que el presidente, hombre fuerte del país,  Recep Tayyip Erdogan, al frente del Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP, según el idioma original), iba a obtener  una performance que no impactaría. Pero quien fue primer ministro desde 2003 a 2014 obtuvo el 50% de los votos. Aquellos que en las elecciones  de junio creían que Erdogan estaba acabado porque obtuvo un «modesto» 40% –resultado que implició perder por primera vez la supremacía parlamentaria–, ahora están obligados a contar otra historia. Unos 4 millones de votos que fueron y vinieron en apenas 150 días se  desplazaron al compás de la seguridad que ofreció el candidato triunfante para combatir a ese enemigo siempre disponible para justificar todo: el terrorismo.
Los votantes confiaron en Erdogan para enfrentar la coyuntura, en los frentes abiertos que tiene el gobierno turco.  El interno se vincula con el combate de la resistencia kurda, una minoría postergada que representa un quinto de la población nacional. Fronteras afuera (y no tan afuera, pues muchos enfrentamientos se dan dentro de sus propios límites), la batalla contra Estado Islámico (EI) es otro foco relevante. Ese conflicto está  tan cerca de Ankara, la capital del país, que miembros de EI fueron sindicados como los autores del peor ataque terrorista del que allí se tenga memoria, con 102 muertos en una marcha opositora, apenas tres semanas antes de que las urnas hablaran. El atentado nunca fue reivindicado por el EI, pero la Justicia local dio por probada su autoría. Un tercer elemento trastoca la geografía regional y viene de Siria. Los refugiados en Turquía son 2.300.000, pero esos no preocupan tanto a la Unión Europea como aquellos que, de a miles, utilizan al suelo turco como puerta de entrada al Viejo Mundo. Así, el gobierno de Erdogan, condenado a mirar desde muy lejos la mesa de negociación en Bruselas, puede ahora obtener una inesperada invitación a ocupar una silla próxima a Angela Merkel. Eso sí, antes debe custodiar con extremo celo sus pasos migratorios, para lo que recibirá, además, una notable y multimillonaria compensación en euros.

 

Continuidad y radicalización
«La voluntad nacional se ha expresado en favor de la estabilidad: ahora que un partido con el 50% de los votos ha alcanzado el poder, eso debe ser respetado por todo el mundo», declaraba el candidato ganador, conocidos los resultados. El AKP obtuvo varios triunfos en uno al recuperarse del traspié de junio pasado y, a la vez, detener el avance del Partido Democrático de los Pueblos (HDP), una agrupación pro kurda que había tenido representación parlamentaria por primera vez este año y amenazaba con aumentar su caudal. Se detuvo en el 10% y no se movió hacia arriba. El HDP aparecía como la única alternativa de izquierda tras que el Partido de los Trabajadores de Kurdistán (PKK) fuera quitado de la escena en la votación de hace cinco meses. El AKP mantenía una tregua con el PKK desde 2013 pero el oficialismo vinculó a ese partido con la guerrilla kurda y, con auspicio de Estados Unidos, le puso la etiqueta de «organización terrorista» y empezó a perseguir a sus militantes. Más que eso: en campaña proselitista, el primer ministro se había jactado de que las Fuerzas Armadas habían matado a 2.000 «terroristas», en alusión a milicianos kurdos. Las anteriores elecciones empujaron a Erdogan a formar un gobierno de alianzas. Pero en lugar de buscar acuerdos llamó a comicios anticipados y, sin adversarios fuertes, los resultados están a la vista.
Desde que en 1994 fuera alcalde de la bellísima Estambul, la carrera de Erdogan no se detuvo. Tuvo un traspié en 1998, cuando suspendieron sus actividades políticas por el delito de recitar un poema considerado ofensivo: «Las mezquitas son nuestros cuarteles; las cúpulas, nuestros cascos; los minaretes (torres de las mezquitas musulmanas), nuestras bayonetas y los creyentes, nuestros soldados». Cuando purgó su pena, el AKP ganaba las elecciones de 2002 y un año después el muchachito humilde, vendedor ambulante, que soñaba con ser jugador de fútbol, fue nombrado primer ministro. En ese puesto duró 11 años. Se le reconoce haber iniciado un mandato de buena administración y de solidez económica. Hasta sus actuales críticos admiten que encabezó una apertura al secularismo desde una posición islamista moderada, modelo que se convirtió en el ejemplo que la comunidad internacional alentaba a replicarse en países como Egipto y Túnez. «El AKP 2003-2010 no fue el AKP de 2010 a hoy», señalan quienes objetan a Erdogan. Y eso que en 2014 el mandatario se convirtió en el primer presidente elegido –reforma electoral mediante– por voto popular y no por acuerdo parlamentario. «No llegué a este puesto caído del cielo», manifestaba a quien quisiera oírlo el flamante jefe de Estado, sentado sobre el 52% de los sufragios.

Violencia. Choques entre kurdos y la policía en la localidad de Diyarbakir. (AFP/Dachary)

Los comicios en Turquía muestran una mayoría oficialista absoluta de 12 años seguidos, interrumpida por la sorpresa de junio, reiniciada en la última elección. Leído así, parece un recorrido casi sin sobresaltos. Pero una herida dividió las aguas y las voluntades en 2013 y desde entonces no cicatrizó. Una protesta de un ínfimo grupo de ecologistas que repudiaba la apertura de un lujoso centro comercial en el Parque Gezi de Estambul desató una violenta y desmedida represión. Durante tres días, el país ardió cual réplica tardía y desorientada de la Primavera Árabe. Un saldo de 5 muertos y 1.700 detenidos fue el epílogo de una crisis social que se había iniciado por razones más profundas que la tala de árboles. Cientos de miles de manifestantes rechazaban la radicalización religiosa que impulsaba Erdogan, contradiciendo el rumbo que le había dado a su gestión. La ortodoxia islámica se explicitaba, por caso, en el intento de permitir usar el velo en las universidades, en la restricción del consumo de bebidas alcohólicas, en el castigo a personas acusadas del delito de blasfemia e, incluso, en la prohibición de besarse en la calle. La política del AKP se endureció con restricciones a la libertad de expresión, la libertad de prensa, el contenido de la televisión, el uso de Internet y el derecho a reunirse públicamente.

 

Nuevo impulso
El triunfo oficialista abre paso ahora a otra reforma que profundizará las divisiones. Mientras festejaba el veredicto de las urnas, el primer ministro Ahmed Davutoglu lanzó un proyecto de reforma de su Carta Magna. «Dejemos atrás la Constitución del golpe y comencemos todos juntos con una Constitución civil y de libertad», decía el mandatario, en referencia a la antigua norma madre, aún vigente, redactada por la dictadura militar que tomó el poder en 1980. Para llamar a una asamblea constituyente, se requieren 330 de los 550 escaños de la Asamblea Nacional. AKP obtuvo 317, le faltan apenas 13 para lograr el número necesario. Nadie duda que conseguirán unos pocos aliados para, entre otras cosas, introducir al país en un régimen presidencialista, como pretende Erdogan.
Las posiciones extremas desde lo confesional, la poca tolerancia hacia los opositores y los abusos contra la prensa y los derechos humanos habían frenado un viejo anhelo del actual presidente: ingresar a la Unión Europea. Turquía tenía ya el estatus oficial de país candidato a integrar el grupo con sede en Bruselas. Pero los socios más relevantes del Viejo Mundo vetaron sistemáticamente la candidatura impulsada desde Ankara. La tormenta sobre la ilusión de Erdogan pareció disiparse con un viaje relámpago a Estambul que realizó Angela Merkel, canciller alemana y referente indiscutida de la UE, 12 días antes de las elecciones. Merkel dijo que «la Unión Europea y Turquía podrán brindar mayor dinamismo al proceso de candidatura». Europa en general y Alemania en particular están interesadas en el rol turco de contención de refugiados sirios. La marea humana toca Turquía y atraviesa los Balcanes hasta territorio austríaco o germano. Si se los frena antes, acaso el flujo se detenga. Merkel lamentó frente a Erdogan la «poca ayuda internacional que ha recibido Turquía por su inmensa contribución en la crisis de los refugiado». Y esas palabras se traducen en dos cifras: solo en Estambul viven 350.000 sirios, más que todos los que deambulan por suelo europeo; 3.000 son los millones de euros que la UE se comprometió a entregar a Ankara en concepto de retribución de gastos de asistencia.
La política internacional, ese inmenso tablero de ajedrez, tiene piezas que Erdogan debe ordenar con precaución. El gobierno turco mantiene un frágil equilibrio en su geografía con  un trío que no augura quietud: Estados Unidos, Estado Islámico y los kurdos. Mientras Ankara presta sus bases militares para que Washington aterrice y despegue los aviones que bombardean a EI al norte de Irak y Siria, el presidente ataca a las milicias kurdas. Pero una fracción de esa guerrilla, que actúa en Siria, es apoyada por la Casa Blanca para detener el avance de EI. La partida parece más cerrada que nunca y no hay margen de error. Erdogan juega con blancas, se ganó ese derecho en elecciones libres.

Diego Pietrafesa