Escombros haitianos

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El país caribeño continúa sufriendo las secuelas de la catástrofe de 2010 en medio de la profunda crisis política y social que obligó a disolver el Parlamento. Las revueltas contra las reformas neoliberales y la injerencia de Estados Unidos.

En rebelión. Manifestantes montan una barricada en Puerto Príncipe, capital del país, en rechazo a las políticas de Jovenel Moïse. (Valerie Baeriswyl/AFP)

Si un cineasta de Netflix o Hollywood quisiera rodar una de esas típicas y taquilleras películas sobre catástrofes, Haití sería el escenario perfecto. Pocos países del mundo sufren tantos dramas y tragedias a la vez: desastres naturales, epidemias, miseria extrema, caos económico, inseguridad, corrupción y una profunda inestabilidad política. Podría ser, sin dudas, un film de terror. Pero las calamidades que vive la pequeña nación caribeña distan mucho de la ficción y, aunque parezca increíble, forman parte de una cruda –y triste– realidad.
No todo comenzó allí, pero buena parte de la crisis actual se explica por el devastador terremoto de 2010, que se cobró más de 300.000 vidas y dejó al país hecho una montaña de escombros. Fueron apenas 35 segundos de temblor: el tiempo suficiente para dejar una verdadera tierra arrasada. Además de los miles de muertos, hubo 350.000 heridos y 1,5 millones de personas perdieron sus casas. El sismo destruyó también escuelas y hospitales. Familias enteras quedaron a la intemperie, sin agua ni comida. Muchas niñas y mujeres, inmersas en la desesperación, debieron prostituirse para alimentarse y quedaron expuestas a los abusos de quienes, paradójicamente, tenían la responsabilidad de protegerlas (ver recuadro).
Si bien pasaron diez años desde entonces, los haitianos aún no pudieron superar las dramáticas secuelas de aquella catástrofe. Hubo planes de ayuda, misiones humanitarias y miles de millones de dólares en pos de la reconstrucción. Pero todo sigue igual. O, incluso, peor. Según datos del Banco Mundial, actualmente el 60% de la población haitiana vive con apenas dos dólares diarios en el bolsillo. La ONU indica, además, que hay 3,7 millones de personas con riesgo de padecer hambre –un millón más que a fines de 2018– y unas 4,6 millones necesitan ayuda humanitaria. El país tiene el índice de Desarrollo Humano más bajo de la región y uno de los peores a nivel mundial. En ese terrorífico contexto, la esperanza de vida llega a los 64 años, cuando el promedio latinoamericano oscila los 75.
La crítica situación se vislumbra también en la arena política. Desde mediados de enero, el país sufre un «vacío institucional» por la disolución del Parlamento como consecuencia de la imposibilidad de celebrar elecciones para renovar los mandatos de sus diputados y senadores. Tampoco hay primer ministro –un cargo fundamental para el funcionamiento del gobierno en Haití– desde principios de 2019. Así, el terreno quedó allanado para que el cuestionado presidente Jovenel Moïse gobierne en total soledad, por decreto y sin contrapeso alguno. Según dijo, se trata de una situación indeseada y provocada por las multitudinarias protestas en su contra, que incluyeron saqueos e incendios contra edificios públicos. Desde la oposición sostienen que, en realidad, todo forma parte de una jugada política del mandatario para gobernar de forma «autocrática» y «dictatorial».
El pasado 12 de enero, cuando se cumplieron exactamente diez años del terremoto, Moïse participó de un homenaje a las víctimas de la tragedia en las afueras de Puerto Príncipe, la capital, donde hizo un llamado a la «unidad» y la «solidaridad» para superar la crisis. Pero como en sus últimas apariciones públicas, todo terminó mal: un grupo de manifestantes se acercó hasta el lugar para insultarlo y exigirle la renuncia. Una imagen que se repite desde julio de 2018, cuando Moïse decidió aplicar, a instancias del FMI, un aumento en el precio de los combustibles.
La decisión del presidente despertó la ira popular y abrió una crisis hasta ahora irresuelta. Miles de personas salieron a las calles durante todo 2019 en rechazo a las políticas neoliberales que, junto con los avatares de la naturaleza, incrementaron los niveles de pobreza extrema, desempleo y desigualdad. Aunque las protestas quedaron opacadas por las noticias que llegaban desde Chile, Bolivia, Ecuador y Colombia, el levantamiento popular haitiano es uno de los más grandes y prolongados de los últimos tiempos en la región, con cientos de muertos por la represión.

Salvavidas de plomo
En el foco de las protestas también está la injerencia estadounidense. De hecho, hasta el momento Moïse –que llegó al poder tras unos comicios en los que participó solo el 18% del padrón electoral– logró sobrevivir en el cargo gracias al respaldo de las fuerzas de seguridad, pero sobre todo de la Casa Blanca, que desde principios del siglo XX impone un férreo dominio sobre la política y la economía haitianas. EE.UU. fue, además, uno de los países que más se involucró en la crisis desatada tras el terremoto, promoviendo sus famosos planes de «ayuda económica» a través del FMI, empresas privadas y fundaciones.
Más que ayuda, fue un salvavidas de plomo. Distintas investigaciones muestran que, en lugar de llegar a quienes más lo necesitaban, el dinero aportado solo sirvió para financiar al llamado «negocio humanitario»: apenas un ínfimo porcentaje de los recursos fue administrado por el Gobierno haitiano y organizaciones locales, mientras gran parte de los fondos quedó en las cuentas de compañías extranjeras y ONG internacionales, como la USAID o la Fundación Clinton. ¿Cuál fue el resultado? La infraestructura y los servicios públicos haitianos siguen siendo tan precarios como en los días posteriores al sismo. Por eso algunos hablan de una «década perdida».
Por si fuera poco, el país acumula una deuda de más de 2.000 millones de dólares con el FMI, un monto impagable para un Estado quebrado que, además, sufre altos niveles de corrupción. Así lo demuestra un informe del Tribunal de Cuentas haitiano, que en 2019 denunció el desvío de más de 2.000 millones de dólares de Petrocaribe, la plataforma de cooperación energética creada en 2005 por el fallecido Hugo Chávez con el fin de ofrecer petróleo a precio subsidiado para los países del Caribe. Los recursos de ese programa podrían haber sido utilizados para la titánica tarea de reconstruir Haití, pero no fue así: aún no se sabe qué ocurrió con el dinero desviado.
El caso de corrupción es, quizás, el más importante de la historia haitiana e involucra no solo a Moïse, sino también a quien fue su padre político, el expresidente Michelle Martelly. La indignación que causó el desvío de fondos nutrió aún más las protestas contra la «elite política» en un clima de alta convulsión social, lo que derivó en el cierre de caminos, escuelas, hospitales, comercios y edificios públicos. Algo que los haitianos llaman «peyi lok», es decir, «país cerrado». Dos palabras que sintetizan la caótica y particular situación que les toca vivir.

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