Estado de ausencias

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Organizaciones y familiares de víctimas sufren la falta de respuestas oficiales sobre el curso de las investigaciones, mientras denuncian complicidades con el crimen organizado. Demoras en el tratamiento de una ley para terminar con la impunidad.

Caso testigo. Manifestantes con pancartas continúan exigiendo justicia por la represión que derivó en la desaparición de 43 estudiantes en Ayotzinapa. (Cortez/AFP/Dachary)

Son 30.000, incluso más, pero la cifra no está en discusión. En México, las desapariciones forzadas no preocupan a las autoridades. Tampoco los procesos penales contra los autores de un delito cuyo tratamiento no tiene siquiera estatus legal. Los familiares de las víctimas aseguran que la pereza política para encauzar en los tribunales el derrotero de tantas vidas sin rastro responde a una sola razón: el desaparecedor cuenta con el auxilio material del propio Estado, que aporta sus fuerzas de seguridad como mano de obra al servicio del narcotráfico. Las Naciones Unidas ya manifestaron al gobierno azteca su preocupación por la situación de los derechos humanos en el país. En el Parlamento descansa, y con sueño pesado, un proyecto para acelerar la ubicación de los desaparecidos y reparar a las víctimas. No hay respuestas. Mientras tanto, el accionar militar en la batalla contra las drogas no hace más que incrementar la violencia y los excesos.

Sin rastros
Cuatro uniformados detienen a ocho jóvenes y se los entregan a un grupo armado. El video, registrado en el estado de Sinaloa a mediados de marzo pasado, vuelve a poner en escena la complicidad oficial para con la mafia. Los cautivos engrosan la cifra de ausentes. Un día se los recordará. O no. Los 43 estudiantes de Ayotzinapa, estado de Guerrero, siguen sin ser hallados después de que policías y soldados reprimieron con ferocidad una manifestación de la que participaban. Fue el 26 de setiembre de 2014.
El caso, por su extendida repercusión internacional, atravesó el olvido y la costumbre. Pero dos cosas siguen faltando, como ocurre con la inmensa mayoría de los casos: datos y voluntad política para buscarlos.
Lo ocurrido en Ayotzinapa obligó al presidente Enrique Peña Nieto, en el poder desde diciembre de 2012, a impulsar una ley sobre desaparecidos. Sin embargo, van dos años sin avances. La titular de la Comisión de Derechos Humanos de la Cámara Alta, senadora Angélica de la Peña, aseguró que la demora no es porque falta interés, sino porque sobra. «Es una ley muy ambiciosa, que seguramente será única en el mundo, estamos trabajando a conciencia y escuchando a todos», argumentó. Sus razones no convencieron a los demandantes. «Estamos ante una lentitud terrible, el poder Ejecutivo está en otra cosa, no le da prioridad a este tema tan grave», señaló Michael Chamberlin, del Centro de Derechos Humanos Fray Juan de Larios, que auxilia a las familias afectadas.

Lucha desigual
Otra ONG que agrupa a parientes de las víctimas, el grupo VIDA, denuncia que quienes van detrás de sus seres queridos «tienen que rastrear por sus propios medios y sin custodia en medio de terrenos bajo control del crimen organizado». De todas formas, aclaran que no quieren dejar solo en manos estatales la tarea. Diana Iris García, de Fuerzas Unidas por Nuestros Desaparecidos, manifestó que las familias «tenemos mucha desconfianza; hasta que no veamos que todo funciona bien, queremos estar presentes en todos los procesos para supervisarlos». Hay quienes exigen un registro de fosas comunes y clandestinas. Mario Vergara Hernández busca a su hermano Tomás desde hace cinco años. Pudo dar con restos óseos enterrados en varios estados mexicanos, pero se pregunta «de qué sirve que encontremos a los nuestros, si el gobierno los desaparece de nuevo». Refiere a otra dificultad que tienen los trabajos particulares, la de no contar con medios fehacientes de identificación de cadáveres.
La desigualdad también castiga a los que reclaman. Muchos no pueden empezar siquiera con las denuncias de rigor porque no tienen el dinero para solventar los edictos que deben publicarse en los medios, a un costo promedio de 850 dólares. Se asegura que el presupuesto de la Unidad Especializada en Búsqueda de Personas Desaparecidas redujo su presupuesto un 6,8% de 2016 a este año. Más de la mitad de esos fondos se destina a los sueldos del personal. Los recursos humanos son insuficientes.
Juan Carlos Trujillo Herrera tiene cuatro hermanos desaparecidos. Explica que la parálisis del Estado es fácil de describir desde la aritmética. Sostiene que «tenemos 30.000 personas a quienes hallar, pero la Policía Científica está integrada por unos 20 a 30 efectivos, no les preocupa buscar».
A nivel regional, la situación legal es todavía peor. De los 32 estados del país, solo 19 consideran a la desaparición forzada como delito. Aquí también se aplican las matemáticas: donde no hay norma, existe una tasa mayor de ausencias. Sinaloa, cuna del conocido cartel narco que lleva su nombre, tiene 5 casos cada 100.000 habitantes. Pero Tamaulipas triplica ese registro. Allí operan los Zetas, que disputan territorio con el cartel del Golfo. La anomia garantiza la falta de castigo.
Para algunos, ni con la fría letra de la ley  alcanza para mitigar el infierno. Leopoldo Maldonado, de la ONG Artículo 19, considera que «la tipificación penal en cada estado sería un paso adelante, pero no resultaría suficiente; es necesario adoptar toda una serie de protocolos de investigación y un registro a nivel nacional para terminar con el incentivo a la impunidad». Por impotentes, indiferentes o cómplices, las autoridades aztecas tienen responsabilidad mayúscula frente a las desapariciones de personas. Aunque invisibles, los rastros de la sangre siguen dibujando un doloroso signo de pregunta.