Estallido de fondo

Tiempo de lectura: ...

Las multitudinarias protestas que lograron unir a sectores sociales diversos pusieron de relieve el rechazo a las políticas neoliberales de los últimos 30 años. La respuesta represiva del Gobierno de Iván Duque y las claves de una crisis en movimiento.


Cali. Con antorchas y banderas, estudiantes participaron de una de las masivas jornadas de lucha, a fines de noviembre. (Robayo/AFP/Dachary)

La masiva protesta social que comenzó en Colombia con el paro del 21 de noviembre desbordó a todos: a quienes la convocaron y a quienes quisieron reprimirla. Lo que esa mañana comenzó como una de las manifestaciones más multitudinarias de los últimos años, derivó por la noche en un cacerolazo que se escuchó en todos los rincones del país, especialmente frente al domicilio del propio presidente Iván Duque, cuyo Gobierno venía preparando un «paquetazo» que incluía reformas laborales y previsionales, para «adecuar» la economía colombiana a las exigencias de la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos), que en un informe presentado en octubre sugería subir la edad de jubilación, y las recetas de ajuste del FMI.
Nadie esperaba la dimensión que adquirieron las protestas contra el programa neoliberal del Gobierno. El 21N, eso sí, tenía una fortaleza de origen: era la oportunidad para que se nucleara un variado abanico de inconformidades. Así, a los estudiantes que querían más presupuesto y sindicatos que pedían frenar las reformas neoliberales, se les sumaron las mujeres por la igualdad de género; los indígenas para reclamar el cese de asesinatos en sus comunidades; los ambientalistas contra el fracking; y los defensores de la paz para que el Gobierno respete los acuerdos firmados hace dos años con las exguerrillas de las FARC.
Frente a la inédita convocatoria, el Gobierno reaccionó con un discurso ambiguo: saludó a los manifestantes pacíficos, pero levantó el tono de voz y puso énfasis en los «vándalos que protagonizaron los desmanes» y en los políticos «pirómanos», a quienes señaló como «instigadores». Junto con ello, y mientras respondía con represión en las calles, apeló a la tesis de la «infiltración castro-chavista». Sin embargo, desde la oposición contestaron, y contestan, con argumentos que desbaratan las tesis conspirativas del oficialismo. Así, por ejemplo, para el dirigente de izquierda Jorge Rojas, del movimiento Colombia Humana, las protestas de estos días tienen una «connotación histórica luego de 30 años de neoliberalismo». Rojas fue secretario de Integración Social durante la alcaldía de Gustavo Petro y, en diálogo con Acción, enfatizó que los cacerolazos fueron la «expresión de una ciudadanía libre que está indignada». Por su parte, Claudia López, alcaldesa electa de Bogotá por el Partido Verde (centroizquierda), cuando el Gobierno convocó a un «Gran Diálogo Nacional», que incluyó a todos los gobernadores y alcaldes electos, pero omitió a los líderes del paro, fue categórica: «La ciudadanía en las calles tiene sus propios voceros, organizaciones, agendas y demandas. Y lo que esperan es que se les convoque».

Debilidades y fortalezas
Las jornadas posteriores al 21N tuvieron episodios épicos, pero también paranoicos, como los grupos de vecinos que se organizaron en autodefensas ante los rumores de saqueos a domicilios. El politólogo Juan Pablo Milanese, profesor de Ciencia Política de la Universidad Icesi de Cali, explicó que –al igual que en Bogotá– en Cali circularon rumores de asaltos, similares a los de diciembre de 2001 en Argentina. Sin embargo, en dialogo con Acción, Milanese advirtió que «las protestas fueron anómicas», y que si bien hubo actores organizados para saquear comercios, ellos «respondieron más a dinámicas microlocales y de pandillas, que a actores armados más sistemáticos».
Por su parte, el historiador José David Moreno señaló que «las élites colombianas nunca se abrieron a la participación de sectores más amplios, y por ello le piden al Gobierno que no ceda». Para Moreno, profesor de Ciencia Política en la Universidad Jorge Tadeo Lozano, la administración Duque combina dos grandes problemas: «Un hueco fiscal que heredó del Gobierno anterior, y una tendencia a no pactar con los demás partidos políticos», con el agravante de que su partido, el Centro Democrático, «hoy no es tan sólido». La coyuntura parece darle la razón pues, además de las protestas, el Gobierno recibe fuertes presiones internas desde su ala derecha, como las de Fernando Londoño, exministro del Interior del Gobierno de Álvaro Uribe, quien le aconsejó a Duque que «pida una licencia» para que la vicepresidenta Martha Lucía Ramírez tome las riendas del país.
La crisis desatada por el 21N nuclea protestas y demandas de toda índole que se circunscriben al presente y al pasado. Una crisis que puso de relieve un movimiento con protagonismo juvenil, sin liderazgos hegemónicos, y con agenda propia, en donde se articulan asuntos de políticas sociales, educación y género frente a un sistema político que no satisface. Consignas como «sin violencia» frente a la represión del ESMAD (Escuadrón Móvil Antidisturbios), y «sin capuchas» ante los infiltrados que apuestan al caos, hablan de un movimiento que pierde el miedo y que busca su propio equilibro en medio de la furia.  

Estás leyendo:

Estallido de fondo