Estrellas pop a medida

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La oferta abarca música, cine, televisión y literatura, con el mundo digital como aliado. Fenómenos regionales y audiencias masivas. La mirada crítica de los especialistas.

 

Soy tu fan. Las seguidoras de One Direction traen a la memoria postales de la beatlemanía o de «las nenas» de Sandro. (Kala Moreno Parra)

Un tren va del Conurbano hacia su cabecera en la ciudad de Buenos Aires. El reloj registra unas horas pasado el mediodía de un viernes: no es mal horario para viajar. Pero este viernes es distinto: es semiferiado, una de esas vacaciones-puente a las que no todos adhieren, y el vagón va repleto, sobre todo de niñas. También hay chicos, desde luego, y madres. Pero predominan las chiquilinas de alrededor de 4 años, que apenas llegan a la cintura de sus padres. En sus vestidos, remeras y accesorios dominan los tonos de lila y de púrpura. Hay un bullicio alegre y alguna madre intenta calmar a los suyos sin ningún éxito.
El tren es el Roca, probablemente el que parte de Ezeiza y termina en Constitución, pero podría ser el que sale de Glew, o cualquiera de la línea Mitre, Sarmiento o Belgrano. Porque del Conurbano y de toda la Capital Federal, un número increíble de madres y padres toleran un viaje que no aguantarían un día de semana para que sus hijos vean –gratis– cantar a Violetta, ese fenómeno manufacturado por la corporación Disney que será –para indignación de muchos– designada esa misma tarde como «embajadora cultural porteña».
En la estación Constitución, los pósteres con su imagen se venden a 10 pesos. El viaje en subte, que le sigue, es peor. La gente se apiña y queda aún más apretada en los vagones. En la línea D se suben dos vendedores ambulantes ofreciendo un pack de lapicera, diario íntimo y otras chucherías por 50 pesos. Cantan –desafinan adrede– las canciones de Violetta («cómo quieres que te quiera…»). Bromean, pero quieren vender. Repiten el número, con chistes procaces, todo el viaje hasta Plaza Italia.
Bajarse allí es un martirio. Una señora mayor empuja a los niños para abrirse paso. Una chica llora, asustada. Algún genio del Ministerio de Cultura porteño creyó que era una gran idea celebrar el recital a sólo cinco cuadras del evento cultural más convocante de la fecha: la Feria del Libro. Por suerte, el recital de One Direction, que es el mismo día, ocurre unos cuantos kilómetros más allá, en Liniers, la zona oeste de la ciudad. Lo que siguen son caminatas de cinco cuadras en las que el «índice de violetismo» en la ropa de las niñas crece hasta hacerle creer al cronista que tiene algún extraño daltonismo. Ya en el Monumento de los españoles, la situación es indescriptible.

 

Récords y multitudes
En setiembre de 2013, Martina Tini Stoessel, más conocida como Violetta, saltó de la tele al teatro. Y alcanzó nada menos que 77 funciones en el Gran Rex, una cifra que rompió el récord de presentaciones en el lugar y que, en total, juntó más gente que la que alguna vez habían reunido Sandro o Casi Ángeles, el grupo surgido de la factoría de Cris Morena. Alcanzó semejante marca a razón de dos funciones por día y con entradas agotadas con semanas de anticipación.
Por entonces Tini tenía 16 años. Hoy tiene 17 y los medios se preocupan por su delgadez. Es curioso, pero a nadie parece importarle que una chica que todavía es menor de edad trabaje casi sin pausa, en horarios excesivos, todos los días. Quizás porque su padre es un histórico productor de Marcelo Tinelli. Quizás porque por el recital del Monumento de los españoles, se comenta, hay unos 7 millones de motivos verdes para que nadie cuestione. Eso y un cuarto de millón de espectadores. Como sea, sus 4 discos figuran entre los 10 más vendidos del año pasado en el país.
Claro que Violetta no es el único fenómeno de masas que disfrutan niños, púberes y adolescentes. Conforme se amplía el abanico, aparecen las estrellas pop. En los alrededores del estadio de Vélez Sarsfield, hay chicas que llevan una semana acampando para obtener un buen lugar en el césped. Allí se presenta la boy band One Direction (o «1D»). Su último trabajo, Midnight memories, quedó cuarto en el listado confeccionado por Capif sobre los CD más consumidos el año pasado.

Día de firma. Las lectoras de Maze runner dejaron su huella en la Feria del Libro. (Gentileza: V&R Editoras)

Todo esto configura un fenómeno similar al que se produjo la temporada anterior con la llegada de Justin Bieber. Las beliebers, tal como se denominan sus fans, llenaron de pintadas –algunas con referencias sexuales– el coqueto barrio de Recoleta. Las directioners no se quedan muy atrás: ante los fotógrafos, una de ellas esgrime un cartel que les dice a sus ídolos: «Rezar no es lo único que sé hacer de rodillas». Propuestas subidas de tono en pleno despertar sexual.
En las redes sociales cunde la indignación. Es –se afirma– el acabose, el desastre, una generación perdida, una vergüenza. Algunas voces contestan: «Ojo, lo mismo se dijo de la beatlemanía, de la locura que motivaba Elvis Presley y, mucho más acá, de “las nenas” de Sandro». La doctora en Ciencias Sociales Carolina Spataro advierte contra el rechazo a estos fenómenos culturales. «No es novedad que algunos objetos de la cultura de masas sean vistos como decadencia cultural, más aún si son admirados por mujeres, aunque décadas después puedan convertirse en un ícono homenajeado por los principales representantes del rock en la Argentina, tal como sucedió con la figura de Sandro», sostiene.

 

Pantallas de ayer y hoy
Roxana Morduchowicz, autora del libro Los chicos y las pantallas (Fondo de Cultura Económica, 2014), sostiene que «en Argentina la televisión sigue siendo el medio de comunicación predominante en el tiempo de ocio de los chicos y adolescentes». En el país, advierte la especialista en comunicación y culturas juveniles, la conectividad a Internet aún no supera el 50%, aunque reconoce que allí donde los chicos tienen acceso a la red, disminuye la cantidad de horas que le dedican a la TV.
«De cualquier manera, es necesario aclarar que los chicos y jóvenes están dejando de usar el aparato, pero aún siguen viendo los contenidos televisivos», puntualiza. Es que, claro, ahora se pueden ver contenidos televisivos en la computadora o incluso en el celular (aparatito mágico para chatear, ver películas, escuchar música, enviar mensajes, jugar, buscar información y, muy de vez en cuando, sí, hablar por teléfono). «La fórmula de los jóvenes es ver lo que quieren, cuando quieren, con quien quieren y donde quieren: por eso el menú rígido de la televisión no es su primera opción», apunta Morduchowicz.
Lo anterior explicaría, en primera instancia, que todos los grandes fenómenos de masas del último tiempo sigan surgiendo de los medios tradicionales cuando la sociedad asiste, claramente, a la consolidación de las costumbres de una generación que es nativa digital. Pero aunque ya hay alguna que otra estrella surgida del mundo virtual, son la TV y, en menor medida, el cine y la música los que imponen los grandes movimientos y focos de atención.
«YouTube es el segundo uso más importante que hacen los adolescentes de Internet; el primero son las redes sociales», despliega Morduchowicz, quien agrega que la valoración del portal de videos se debe a que «la visibilidad es un valor esencial» para los chicos. Ver y ser vistos es la consigna, sugiere. «No sabemos si los chicos que suben videos a YouTube se convertirán en directores de cine, especialistas o estrellas de la era digital. Lo que sí sabemos es que hoy cuentan con canales de expresión que antes no existían», continúa.
Aún más, la especialista en culturas juveniles considera que «en una sociedad en la que la voz dominante es de los adultos, la posibilidad que tienen hoy los adolescentes de dar su opinión y visión del mundo a través de YouTube o de las redes sociales es bienvenida. Quizás, más que estrellas, estemos frente a un nuevo ciudadano, más activo y participativo», arriesga.
En lo inmediato, lo que se advierte es que los grandes fenómenos actuales son productos industriales, motorizados por las principales corporaciones audiovisuales. Incluso las exitosas películas de superhéroes, donde destacan las de Marvel, que dominan las ventas de entradas, también pertenecen a Disney. Sin embargo, existen alternativas frente a los tanques fabricados en los grandes estudios hollywoodenses.
Justamente, para Facundo Agrelo, coordinador de contenidos de la señal estatal para niños Pakapaka, «la televisión pública debe ser un espacio que muestre y permita expresarse a todos los chicos y chicas del país, respetando sus diferencias y particularidades. Para nosotros la diversidad tiene que ver con hacer especial hincapié en las múltiples experiencias sociales, lingüísticas, geográficas, de género y, en definitiva, culturales que atraviesan a los chicos y chicas de Argentina, que es justamente lo que omiten o invisibilizan las grandes señales internacionales con su tendencia a la regionalización».

Infantil y popular. El fenómeno de Violetta es notorio entre las más chicas. (Kala Moreno Parra)

De hecho, Pakapaka es protagonista de otro fenómeno infantil: Zamba, el niño héroe de la independencia que ganó éxito en el canal estatal y llena las salas con sus espectáculos en Tecnópolis. En cuanto a su contracara, la regionalización, la puede notar cualquiera que tenga cable en su casa o que comparta espacios con niños que aún no llegaron a la escolarización primaria: muchos hablan «en neutro», con el vocabulario y la cadencia particulares de esa artificial vertiente del castellano. Es que la mayoría de las señales para chicos y jóvenes es extranjera y se proyecta hacia todo el continente.
En ello coincide Cielo Salviolo, directora del observatorio de medios LatinLab y productora de contenidos audiovisuales para niños, con proyectos en Argentina, Brasil y Colombia. «Violetta es una estrella regional y es exitosa incluso más allá de la región. Me parece que es una tendencia de la industria del entretenimiento infantil: crear productos desterritorializados», apunta. Así, observa, aparecen las ficciones audiovisuales que pueden venderse en cualquier lado, pero que no tienen marcas de origen.
«Podrían haber sido hechas en Italia, Argentina, Israel o donde fuese», agrega. Según algunas investigaciones, indica, los principales personajes son masculinos: apuntan a un público mayoritariamente femenino. «En su mayoría, estos productos se crean en otros países: hay un estudio que dice que el 60% viene de Estados Unidos y otro 28% de Europa. Además, el 72% de los personajes son blancos y el 68% de los personajes principales son varones».
Estas series tienden a reproducir una serie de estereotipos. «Hay sentidos que se construyen; por ejemplo, las motivaciones de los personajes masculinos tienen que ver con la aventura, salvar el mundo y ser valientes. Y los personajes femeninos aparecen vinculados con el amor o el cuidado del otro», desmenuza. ¿Hay un mercado que marque diferencias en este sentido? Salviolo destaca las experiencias de los países escandinavos, «que producen excelentes ficciones infantiles para púberes y sin distinción de si son para chicos o chicas».

 

Papel y tinta electrónica
Las cifras de ventas permiten erradicar algunos mitos: los chicos sí leen. En ocasiones, incluso lo hacen más que los adultos. Lo que puede suceder es que no leen lo que los grandes quisieran. «Basado en la exitosa saga de…» promete el afiche publicitario de la próxima película pochoclera. Lo que no explica el afiche es si los libros son buenos o tienen reconocimiento de la crítica; sólo informa que vendieron bien. Lo suficiente, al menos, para que un productor decida poner a trabajar a un director, media docena de actores y varios especialistas en efectos especiales. No está mal, tampoco. ¿O acaso todos los quinceañeros deben leer el Ulises, de Joyce? En cambio, ¿cuántos chicos pueden verse en los subtes y colectivos porteños enfrascados en la saga de Los juegos del hambre?

Pochoclera. La saga Crepúsculo extendió el éxito literario a su adaptación en cine.

Cuando el mercado editorial ofrece alguna estadística, siempre se trata de cifras parciales y no muy claras: ningún sello confiesa públicamente cuántos ejemplares vende. Pese a ello, se puede hablar de un aumento de la circulación de los libros para chicos y jóvenes. Grisel Pires dos Barros, licenciada en Letras y especialista en literatura infantil y juvenil, explica que es muy difícil mensurar la circulación exacta de estos materiales, pues los más pequeños acceden a ellos a través de la escuela, aunque a veces los lleven a sus casas. «Y en la escuela no tenés a Harry Potter, ni a Crepúsculo, ni a Artemis Fowl: esas sagas vienen con un aparato publicitario propio», señala.
En el marketing, considera Pires dos Barros, radica parte del éxito de estas historias: si se les cuenta a los chicos que leer puede estar bueno, lo hacen. «Me encantaría que una editorial empiece a pensar en este otro circuito de ventas, en crear sagas de autores de acá», afirma. Las ganas de leer están, asegura, a tal punto que entre los adolescentes circulan títulos que no están pensados para ellos, como el erótico 50 sombras de Grey. Si no encuentran o no les dan lo que quieren, lo googlean y lo encuentran.
A diferencia de otros productos, donde la división entre consumidores varones y mujeres es más pronunciada, la literatura borra un tanto esas barreras, coinciden Pires dos Barros y la escritora Paula Bombara. Aunque las chicas tiendan más a leer Crepúsculo, ambos géneros disfrutan de El señor de los anillos o de Los juegos del hambre. «Leí Los juegos del hambre con entusiasmo, a pesar de las malas traducciones», reconoce Bombara, autora de El mar y la serpiente y Sólo tres segundos.
Otra saga que funciona muy bien es Maze runner, de James Dashner, que se erigió en sorpresiva estrella de la última Feria del Libro de Buenos Aires. El día que le tocaba firmar ejemplares, el autor se encontró con una sala colmada de adolescentes que portaban pancartas con frases como «Weird is good» («Lo raro es bueno»), quienes además lo ovacionaron durante largos minutos e hicieron una fila para llevarse su firma estampada.
Bombara visita con frecuencia escuelas primarias y secundarias. Eso la pone en una posición ideal para saber qué leen y escuchan los pibes. «Muchos varones y chicas de entre 13 y 16 años estaban leyendo esa saga», cuenta. Y comenta que, en general, son ellas las más entusiastas a la hora de compartir sus lecturas, aunque tampoco le parece que ellos se desinteresen. «En general, me recomiendan sagas; creo que tienen esa posibilidad de reconectar con los mismos personajes, saber qué pasó “en la vida de” tiene como el gustito de encontrarse con un viejo conocido».
Como Spataro, Bombara también advierte contra la tendencia de los adultos a estigmatizar los consumos culturales juveniles o a denunciar una presunta decadencia generacional. Ella también supo tener prejuicios respecto a ciertos productos, como la trilogía de Suzanne Collins. «Pensé que era un entretenimiento más y lo leí con recelo, pero conmigo y otros adultos que conozco funcionó», asegura.
A partir de su propia experiencia, entonces, propone dejar de lado la actitud de «todo esto es peor que lo que yo hacía cuando era joven». Bombara también reconoce que el universo actual de los jóvenes es muy distinto al suyo, gracias a la nueva cultura digital. «Para entenderlos, para saber desde dónde te hablan y por qué te dan sus opiniones, tenés que probar las experiencias que ofrecen los productos que ellos consumen».

Andrés Valenzuela

 

 

Pequeños consumidores

Un paisaje de marcas y productos recibe a los niños que llegan al mundo, que es como decir al mercado. Desde edades cada vez más tempranas, los chicos son educados en los rituales del consumo, que deja su impronta en todos los aspectos de sus vidas, desde el juego hasta la alimentación o el aprendizaje. «Sólo hay dos maneras de obtener clientes: robárselos a la competencia o captarlos de niños», decía en la década del 60 el fundador del marketing infantil, James McNeal. Sus ideas hoy suenan algo ingenuas, porque el mercado parece haberse independizado de la ayuda de los expertos y logra formar consumidores por sus propios medios.
La presencia de las marcas en la vida de los chicos es incluso anterior al nacimiento. En efecto, en las maternidades y clínicas privadas se les suele ofrecer a las embarazadas cupones publicitarios que deben llenar con el nombre de sus futuros hijos, que pasan a formar parte de bases de datos de empresas de marketing antes de ser inscriptos en el Registro Civil. Mientras se espera la llegada del bebé, ya no se tejen ajuares, ahora se pasea por el shopping y, al menos entre ciertos sectores sociales, se organizan «baby showers» en los que amigas y familiares de la embarazada ofrecen regalos cuyo valor depende, por lo general, de los logos que llevan impresos. Más tarde vendrán leches que vuelven más inteligentes a los bebés, postrecitos que los hacen más altos, cajitas de hamburguesas que los hacen felices, yogures que luchan contra el mal, jabones que ahuyentan los peligros y la enfermedad, juguetes convertidos en objetos de consumo. Si la infancia, una categoría relativamente reciente en la historia de la humanidad, fue considerada primero como una población vulnerable y más tarde se convirtió en sujeto de derechos, el siglo XXI es testigo de la consagración definitiva del niño como consumidor.
Los chicos piden cosas que se compran, y los padres, por una compleja combinación de factores –el temor a un berrinche en público, el deseo de ser queridos o la creencia de que la adquisición de determinados bienes materiales puede hacer felices a sus hijos–, suelen acceder, según sus posibilidades, y a veces más allá de ellas, a sus exigencias. Pero no se trata sólo de comprar. «A través de la interacción con los productos y agencias instalados por el mercado, los más pequeños no sólo gastan dinero y consumen productos, sino que organizan muchas de sus acciones cotidianas, construyen conocimiento acerca del entorno y edifican su identidad», dice al respecto Viviana Minzi, doctora en Ciencias Sociales. Las mercancías son, cada vez más, fuente de sentidos, valores y estilos de vida. Sugieren qué hacer, qué desear, cómo divertirse o relacionarse con los demás.
Fenómenos como el de Violetta sólo pueden entenderse en este contexto. Son parte de un mercado, el de los productos culturales para niños y adolescentes, que adquirió en las últimas décadas dimensiones extraordinarias. Según la Cámara Argentina de Producciones Fonográficas, 4 de los 10 discos más vendidos en 2013 pertenecen a Violetta. Su sonrisa lila está en todas partes, y factura millones. La revista de negocios Forbes informa que la marca Violetta –la primera creada por Disney fuera de los Estados Unidos– generó entre 2011 y 2013 ingresos que superan los 100 millones de dólares. En Buenos Aires colmó 77 veces el teatro Gran Rex. 25.000 personas la vieron en San Pablo y otras decenas de miles en España e Italia. En Argentina gana por unanimidad entre niñas y preadolescentes. El título de «embajadora cultural» con que la distinguió el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires no sólo resulta superfluo desde el punto de vista de la industria que creó y usufructúa la marca; representa, además, una venia –un gesto de subordinación– del Estado hacia el mercado: ese mismo mercado que otros Estados se ocupan de contrapesar prohibiendo, como ocurre en Suecia, la publicidad dirigida a menores de 12 años; fortaleciendo la educación pública; ofreciendo alternativas culturales menos mercantilizadas –algo que vienen haciendo en nuestro país Encuentro y Pakapaka, los canales del ministerio de Educación–. Son dos modos contrapuestos de entender la política y la infancia: un Estado que se declara impotente –o cómplice– del mercado, y otro que intenta contener, al menos en parte, su creciente presencia en la vida cotidiana de millones de niñas y niños.

Marina Garber

Periodista

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