Expertos en campaña

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Publicistas, consultores y especialistas en opinión pública ganan protagonismo en tiempos preelectorales. El ocaso del proselitismo clásico y el creciente predominio de la imagen.

 

El candidato, algo desenfocado primero, nítido después, el pelo rubio, la camisa celeste con el gran cuello abierto que le tapa el tatuaje, le habla a la cámara, confiado, cómplice, un poco arrogante. «Ella, la dueña de la justicia». «Ella, la que nadie puede contradecir». «Ella es la reina». «Ella, la más bella», dice, y la sonrisa se transforma en una risa burlona que se funde con el fondo rojo sobre el que se sucede una serie de eslóganes. «Ganemos». «Es ella o vos», finaliza el spot, que forma parte de la campaña que el publicista Ramiro Agulla diseñó para Francisco de Narváez, candidato a diputado por la alianza Unidos por la Libertad y el Trabajo. El desconcierto que provoca el anuncio –¿Qué propone? ¿De qué se ríe? ¿Qué habrá querido decir?– aumenta cuando, en la tanda publicitaria, se van sucediendo otros avisos de campaña. Hay apelaciones a la emoción, historias de ficción, relatos con estética de videoclip, aforismos, frases dignas de un libro de autoayuda, simulacros de humor, cumbias, chamamés, hasta recetas de cocina. Alfredo Olmedo, candidato a senador nacional por la provincia de Salta, propone la castración a los violadores con el testimonio de un hombre que sufre en carne propia la mutilación como castigo. Un joven candidato misionero acompaña su propuesta con la canción infantil del Sapo Pepe. De Nárvaez, lacónico, insiste: «Ella o vos». Y llena las rutas de grandes carteles con una sola palabra: «Hartos».
Como en cada campaña electoral, el marketing político entra en escena. En algunos casos, pone sus técnicas al servicio de los proyectos del partido o el candidato. En otros, se convierte en un fin en sí mismo: una estrategia de seducción sin contenido. Eslóganes ambiguos, muy parecidos entre sí, un fuerte personalismo, pocas propuestas y un claro predominio de la imagen son algunos de los rasgos de una campaña en la que, aunque parezca contradictorio, no se habla demasiado de política. Son pocos los candidatos dispuestos a discutir sobre medidas económicas o política exterior, derechos humanos, distribución del ingreso o regulación de la actividad financiera.
Lo que hay que lograr, dice Jaime Durán Barba, el procesado gurú del marketing que asesora a Mauricio Macri, es que el candidato les caiga bien a los electores. «No nos inquieta si se identifican con sus tesis de izquierda, de derecha, o con que hagan o no la oposición al Gobierno. Ni en el mundo de los electores ni en el de las elites intelectuales se decide el voto razonado», sostiene el consultor ecuatoriano, a quien la Justicia argentina investiga por haber inducido a engaño al electorado para perjudicar, en 2011, la candidatura de Daniel Filmus a la jefatura de Gobierno porteño. En libro El arte de ganar, un manifiesto del fundamentalismo del marketing, Durán Barba se jacta de haber superado las ideologías, «la vieja política de la palabra», y las teorías de los que creen que «el programa de gobierno o la razón son los elementos que determinan el voto».
Contra esta concepción, Osvaldo Gagliardo, sociólogo, docente de la Universidad Nacional de Lomas de Zamora (UNLZ) y miembro de la Asociación Argentina de Marketing, sostiene que «vender un candidato como si se tratara de cualquier otro producto de mercado forma parte de la degradación más absoluta de la política. El marketing le vende al votante el imaginario de una supuesta satisfacción de sus necesidades que, por otra parte, han sido estudiadas antes». En efecto, las metodologías de investigación en opinión pública pueden y suelen ser usadas de un modo demagógico, para que el candidato adapte su discurso a aquello que, supone, «la gente quiere» en cada momento. No importa si ese discurso coincide con su posición o con sus ideas, ni si refleja las medidas que piensa implementar en caso de llegar al gobierno. Al respecto, la historia reciente tiene ejemplos elocuentes. Carlos Saúl Menem puso en marcha un brutal programa de ajuste neoliberal tras prometer salariazos y revoluciones productivas. «Si yo decía lo que iba a hacer, no me votaba nadie», confesaría después el ex presidente.
Sin llegar a esos extremos de cinismo, las encuestas juegan hoy un papel importante a la hora de determinar el contenido y las estrategias de campaña. «Hoy se mide todo –dice Martín Strah, licenciado en Relaciones Públicas y secretario de Posgrado y Capacitación de la UNLZ–. Los discursos, los spots, los mensajes. En este momento los especialistas en comunicación del oficialismo y de la oposición, que invierten mucho dinero en equipos y asesores, están viendo cómo redirigir las campañas. Esto es así porque la opinión pública tiene como característica principal el ser volátil y cambiante».

Sin saco. Los resultados de los sondeos obligaron a Massa a cambiar de estrategia. (Captura de pantalla)

Gagliardo agrega que «se parte de una estrategia que se audita continuamente a través de encuestas cuantitativas de imagen y de intención de voto. Por ejemplo, Sergio Massa, en la primera semana de su campaña, se mostró distante de todo, no comprometido con nadie, ni prokirchnerista ni promacrista. Cuando vieron que esa estrategia no funcionaba y que su imagen y su intención de voto caía, decidieron cambiar rápidamente, reorganizar su estrategia, ponerse más agresivos. Ahí aparece el spot en el que se saca el saco y dice que va a pelear. Todo está basado en el candidato, en su imagen. Son estrategias puramente publicitarias, discursos muy trabajados». Sin embargo, hay excepciones. El Frente de Izquierda, por ejemplo, presentó en sus spots de campaña, realizados por documentalistas y cineastas que militan en las fuerzas que forman la alianza, propuestas de leyes concretas, como la legalización del aborto, que se encuentran en consonancia con su posición política e ideológica. Además, lo hizo de un modo atractivo, con una estética cuidada y guiones y actores bien preparados.

 

Según pasan los años
Un ejército de publicistas, consultores, sociólogos, expertos en marketing y en opinión pública conforman la trastienda de la mayoría de las campañas políticas. En muchos casos, son ellos, y no el partido o el candidato, los que deciden qué decir y cómo decirlo. La política se subordina a los dictados de los técnicos, que suelen desconfiar tanto de las discusiones sobre modelos de país o programas de gobierno como de la participación popular. «Parecería obvio que las campañas electorales deben ser distintas, pero muchos no son conscientes de ello y quieren ganarlas llenando la Plaza de Mayo de cabecitas negras como lo hacía Perón», dice, al respecto, el consultor Durán Barba.

1983. La campaña de Alfonsín, pionera
en la utilización de las técnicas
publicitarias. (Archivo)

En efecto, la movilización de masas fue, hasta hace algunas décadas, un componente fundamental de las campañas electorales. No sólo Perón convocaba multitudes en la Plaza de Mayo. También Alfonsín, en 1983, logró reunir cerca de un millón de personas en la avenida 9 de julio y representó en más de una ocasión, a lo largo de la campaña que culminó con las elecciones que lo consagraron presidente, la escena política clásica del orador que pronuncia un discurso frente a la multitud, que se compromete con ella a través de la palabra. Sin embargo, su capacidad oratoria se combinó con una clara comprensión de la importancia de la televisión y de sus modos de funcionamiento.
El año 1983, dice en su libro Homo zapping el politólogo Gustavo Martínez Pandiani, «marca no sólo el retorno al sistema democrático sino también el comienzo de la videopolítica». La irrupción definitiva de la televisión en la escena electoral «cambió para siempre la forma de hacer campaña e, incluso, de comunicar los actos de gobierno». Mientras Álvaro Alsogaray, candidato de la flamante UCD, recorría la calle Florida acompañado por un robot que invitaba a los ciudadanos a votar por él, el PJ ponía en práctica las actividades de proselitismo tradicionales y su candidato, Ítalo Luder, renegaba públicamente de las nuevas técnicas publicitarias, mientras recreaba la liturgia peronista clásica. En cambio, la campaña de Alfonsín recurría, «de un modo sistemático y planificado a los servicios de un grupo de creativos de agencia», como relata Martínez Pandiani. Los publicistas David Ratto, Gabriel Dreyfus y Marcelo Cosín fueron los encargados de llevarla adelante. Aconsejaron cambios de vestuario, como el abandono de los viejos trajes de tres piezas, y la eliminación de ciertos giros verbales propios de otros tiempos y estilos políticos. Entre los logros del equipo está el reemplazo del escudo partidario de la UCR por el óvalo que contenía la bandera nacional y las iniciales RA –que remitían al mismo tiempo a Raúl Alfonsín y a la República Argentina–, el célebre abrazo con las dos manos cruzadas y las frecuentes visitas del candidato a programas televisivos de interés general.
También los votantes habían cambiado. El plan represivo de la dictadura había debilitado las identidades partidarias tradicionales, pilar de la práctica política de décadas anteriores. Gabriel Vommaro, investigador de la Universidad de General Sarmiento, describe este cambio como una tranformación del «sentido común político». El electorado estaba tomando nueva forma, más autónoma de las pertenencias partidarias, «y ya no era percibido como mayoritaria y casi naturalmente peronista», dice el sociólogo en su libro Mejor que decir es mostrar. Así nació la figura del «indeciso», del elector disponible, el «ciudadano independiente», que devino objetivo privilegiado de las técnicas del marketing.
En tanto, en los discursos políticos, «la gente» empieza a reemplazar a la vieja categoría de «pueblo». Como recuerda Martínez Pandiani, durante la campaña para la elección de gobernador de la Provincia de Buenos Aires de 1987, en la que se enfrentaban el radical Juan Manuel Casella y el peronista Antonio Cafiero, un joven militante porteño, Carlos Grosso, se convierte en «el primer justicialista en alterar la semiótica del discurso partidario clásico. En la pantalla chica, se lo escucha convocar “a la gente” en lugar de “al pueblo”», recuerda Martínez Pandiani. Al mismo tiempo, agrega, «el equipo de campaña del candidato a gobernador bonaerense, que intenta distanciarse tanto de la UCR como de la ortodoxia peronista representada por Herminio Iglesias, incorpora especialistas en sociología, semiología y publicidad».
En esa misma campaña, Casella protagoniza otro hecho curioso: la primera cirugía estética con fines políticos de la historia argentina, al someterse a una intervención para mejorar su dentadura en plena campaña electoral. Los dirigentes partidarios comienzan a entrenarse. Para ganar elecciones hay que saber cómo comportarse frente a cámara. «La política vernácula comprende que la Plaza de Mayo llena equivale únicamente a un punto de rating y que, en consecuencia, el más importante objetivo comunicativo es la teleplatea», dice Martínez Pandiani.

1989. Menem y Duhalde, candidatos del PJ, en una caravana con el Menemóvil. (Télam)

 

Caravana y salariazo
A fines de los 80 comienza una lenta pero decidida migración de los candidatos en campaña de las tribunas, las calles y la plaza pública hacia los sets de televisión. Las presidenciales de 1989 incorporan, además, las técnicas de medición de la opinión pública. Y una nueva práctica, las caravanas, reemplazan a las movilizaciones proselitistas clásicas. Subido a su Menemóvil, el candidato del PJ recorría el país y prometía, con las dos manos en alto, el pelo todavía largo y las patillas de caudillo, «revolución productiva y salariazo». La campaña tuvo como escenario principal la calle, pero los asesores de Menem se encargaron de que tanto la Marcha de la esperanza como los actos masivos fueran reproducidos por la televisión. Además, el candidato se hacía ver en lugares públicos, partidos de fútbol y locales nocturnos. Y, ya en el gobierno, se convirtió en un habitante más del universo televisivo. Inauguró su mandato en el programa de Mirtha Legrand, jugó al fútbol y al básquet con las respectivas selecciones nacionales, se fotografió con Susana Giménez, fue uno de los personajes del año de la revista Gente y fue a A la cama con Moria, el programa de la medianoche de canal 9 al que también concurrieron dirigentes como Eduardo Angeloz, César Jaroslavsky, Néstor Vicente, Jorge Altamira y Horacio Jaunarena, entre muchos otros, quienes aceptaban las reglas del juego –constantes alusiones sexuales, doble sentido y exposición de la intimidad– que proponía la conductora.
Antonio Gasalla, Marcelo Tinelli, Susana Giménez, Mirtha Legrand y Jorge Guinzburg son algunos de los anfitriones que reciben un desfile de candidatos en campaña. La televisión ya es el principal escenario de la actividad política. La tendencia llega a su punto culminante en las elecciones de 1999. En esa campaña se da, además, como recuerda Strah, «el pico de subordinación de la política al marketing. Tanto De la Rúa como Duhalde tenían asesores extranjeros en sus campañas, que se olvidaron del contexto. De la Rúa era en los spots el médico de la familia, el policía de todos. Pero era sólo una identificación de la imagen, porque nadie sabía qué proponía en realidad».
El grupo Sushi, liderado por Antonio de la Rúa, hijo del candidato, junto con otros jóvenes publicistas y profesionales, fue el encargado de construir, como explica Vommaro, un formato de comunicación «atractivo en lo visual, que convenciera desde las imágenes, desde la composición de los cuadros, la actuación en escenas construidas de manera casi cinematográfica». La estrategia de fabricar un «De la Rúa mediático», agrega el sociólogo, mostró su fracaso en el papelón que protagonizó el presidente cuando, al concurrir al programa de Marcelo Tinelli, donde se lo imitaba resaltando su indecisión y su lentitud, cometió una serie de torpezas de las que su imagen salió definitivamente dañada.

1999. Los publicistas del grupo Sushi comandaron la campaña de De la Rúa. (Archivo)

Fue un ejemplo menor de la creciente desvinculación entre las ficciones producidas por los expertos en las nuevas formas de hacer política y el mundo que transcurría del otro lado de la pantalla. Otros ejemplos, más contundentes, llegarían poco tiempo después, a fines de 2001, con la reaparición de la política y de la participación ciudadana, de las multitudes movilizadas por sus derechos. Las jornadas del 19 y 20 de diciembre, en las calles que eran otra vez escenario de reclamos, pero también de represión y de muertes, demostraron que «la gente» no sólo existía en los sondeos de opinión y las encuestas.
En los años siguientes, algunos aspectos de la relación entre la política y la televisión comenzaron a modificarse. Con respecto a los períodos preelectorales, señala Strah, junto con la incorporación de las nuevas tecnologías de la comunicación, la militancia 2.0 y el proselitismo en las redes sociales, «hoy compiten y conviven dos formas de encarar las campañas: la relacionada con cuestiones más de fondo y, por otro lado, los candidatos del marketing, desvinculados de cuestiones ideológicas». De uno u otro modo, en cada campaña se vuelve a plantear la misma pregunta: si la política es un asunto de todos o es una cuestión reservada a los expertos.

Marina Garber
Informe: María Carolina Stegman

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