Francia bajo fuego amigo

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Fue uno de los países que más sufrió los bombardeos aliados en la Segunda Guerra Mundial. Invasión nazi y colaboracionismo, las causas de una estrategia que provocó 57.000 muertes. El rol de De Gaulle.

 

Día D. Los aliados desembarcan en las costas de Normandía. Un operativo de inteligencia desvió la atención de los alemanes. (AFP/Dachary)

Los antiguos galos tenían una frase para mostrar su bravura: «Sólo tememos que el cielo caiga sobre nuestras cabezas». 2.000 años más tarde, esa pesadilla se haría realidad con una lluvia de 518.000 toneladas de bombas. Entre 1940 y 1945 al menos 57.000 franceses murieron en los bombardeos durante la Segunda Guerra Mundial, 300.000 familias perdieron sus casas y un 15% de las ciudades fueron arrasadas. Pero este infierno tuvo aún una arista más siniestra. El fuego no provino del enemigo nazi, sino de los propios aliados británicos y estadounidenses.
¿Un acto desmesurado, evitable? ¿Un crimen? Oculto en la historia  y olvidado por los franceses, este es un recuerdo que comenzó a asomarse entre los fuegos artificiales del centenario del comienzo de la Primera Guerra Mundial. Pero 2014 también es el año del 70º aniversario del desembarco en Normandía: el inicio del fin de la Segunda.
Desde aquel Día D del 6 de junio de 1944, la historia estaba ahí, enterrada y sin explotar, pero este mes el documental 1940-1945, Francia bajo las bombas aliadas, de Catherine Monfajon, y el libro del historiador de Oxford y Cambridge Andrew Knapp, Los franceses bajo las bombas aliadas, activaron su detonador.
«De Gaulle fue genial –comenta François Vignaux, uno de los tantos franceses adictos a la historia que asistieron a la avant-première del film en la Escuela Militar de París–, logró que una Francia derrotada militarmente por los nazis, y con sólo 677 hombres entre 150.000 ingleses, estadounidenses y canadienses del Día D, terminara del lado de los vencedores».
El tema es dónde ubicar a esa Francia tan escurridiza: país aliado hasta 1940, medio ocupado por los nazis hasta 1942 y luego zona casi completamente invadida. Para ingleses y estadounidenses no había duda alguna, había que ponerla bajo la mira de sus aviones: «Entre 1941 y 1944 –escribe Knapp– entre el 30 y 40% de la producción industrial francesa iba para el Reich, mientras que sus industrias de armamento y de aeronáutica trabajaban prácticamente a tiempo completo para los alemanes. Poco importaba entonces la ética en la colaboración económica francesa bajo la Ocupación; para los aliados Francia estaba repleta de industrias, y por lo tanto de objetivos a bombardear». Pero los cómputos son difíciles. Si bien un cuarto del total de bombas de esa guerra impactaron sobre ese territorio enemigo francés bien definido, el cadáver del obrero de la fábrica Renault de París, encontrado entre los 371 muertos tras el espectacular bombardeo del 3 de marzo de 1942, ¿debería considerse una baja enemiga, de un civil o de un colaboracionista?
Pero Londres no dudaba. No podía olvidar los 60.000 muertos y el millón de hogares británicos destruidos durante el bombardeo relámpago (Blitz) nazi por los aviones provenientes de las costas francesas y belgas ocupadas. Cuando París se rindió a Berlín en junio de 1940, el flamante primer ministro Winston Churchill dijo: «La batalla de Francia ha terminado y creo que ahora empezará la batalla de Inglaterra. Hitler sabe que deberá eliminar al pueblo de esta isla o perderá la guerra».
Inicialmente se creyó que el bombardeo aéreo masivo sería una forma de hacer la guerra más rápida, barata y alejada de la carnicería y el empantanamiento terrestre que habían sido las trincheras de la Primera Guerra Mundial. «La doctrina del bombardeo estratégico inglés –explica Knapp en su libro– era la continuación de otra tradición de esta nación marítima: la reticencia a todo servicio militar obligatorio. Este se impuso sólo entre 1916 y 1919 (se retomó en 1939, pero la mayoría del ejército británico de 1914 eran voluntarios, de ahí la derrota inicial en la guerra). La confianza estaba en la Marina Real y en su capacidad de bloqueo».

 

Industria enemiga
En Francia cayó casi un 40% del tonelaje de bombas aliadas que se usaron sobre Alemania, pero la finalidad era muy distinta. Mientras en Francia se limitaba al complejo militar-industrial, y se intentaba preservar las áreas civiles, del otro lado del Rin la estrategia apuntó también hacia la moral y la psique de los alemanes. El horror debía provocar la sublevación popular contra el gobierno nazi, pero hubo 400.000 alemanes muertos y ni una rebelión. «El efecto fue totalmente contrario –aclara Knapp en el libro–, los ingleses no aprendieron ni de su propia experiencia de los ataques del Blitz sobre Londres, cuando la unidad y la solidaridad se acrecentaron. En Alemania pasó lo mismo: cada bomba que caía era un apoyo más a Hitler».
Pero si en Berlín las bombas no alcanzaban los corazones de los alemanes, en París tampoco impactaban demasiado en las máquinas. En 1941 el informe Butt, analizando fotos de las cámaras que portaban los aviones, mostró que sólo uno de tres bombarderos lograba colocar su carga a menos de 8 kilómetros de su objetivo. «Me niego a seguir siendo responsable al marcar objetivos en estas operaciones criminales –escribió, desde Francia, Hubert de Lagarde, uno de los líderes de la resistencia–. No pretendamos que esta destrucción es inevitable, porque no lo sería si nuestros pilotos fueran más expertos y audaces». No se equivocaba, pero, como explica Knapp, la respuesta hay que buscarla en la lógica que imponen los tiempos de guerra. El historiador explica que hubo varios factores para optar por la fabricación de bombarderos pesados y por el uso del bombardeo estratégico zonal («regar» desde gran altura  en torno al objetivo para acertarle). El ataque mucho más preciso de aviones caza en picada, como el de los Stukas alemanes, requería no sólo más aviones, sino más pilotos, y «la formación de un piloto –cita Knapp a Harris– es la más cara del mundo: con las 10.000 libras esterlinas necesarias para formar a uno se puede enviar a 10 personas a estudiar a Oxford o Cambridge por tres años». Y el historiador recuerda que el objetivo era transportar la mayor cantidad posible de bombas sobre el enemigo más que optimizar la eficacia de cada bomba; cantidad sobre calidad. Ante un número limitado de pilotos con experiencia, «los aparatos pesados y de gran altura transportan tres veces más bombas, y hacen un empleo mucho más rentable del tiempo de adiestramiento de un solo piloto». Pero más allá de los errores y las «bajas colaterales», los daños al enemigo cumplían su cometido.

 

Final anticipado
El desembarco en Normandía marcó el inicio de la etapa más cruenta de la guerra para Francia. El 70% de los muertos de ese país cayeron luego de ese día. «Esta necesidad es horrible –decían en abril de aquel año los miembros de la Francia Libre desde la BBC–. Sin duda jamás en la historia un aliado tuvo que infligir tantas heridas sangrantes y horribles a otro pueblo compañero y amigo». Al día siguiente de que los estadounidenses entraran en el estratégico puerto de Le Havre, donde acababan de morir 2.000 personas en el último bombardeo, el diario local tituló: «Los esperábamos con alegría; los recibimos de luto». «¿Es que podemos hablar de liberación –se pregunta en el documental Danis Lefèvre-Toussaint, de Le Havre– si la ciudad había sido arrasada, dejada en ruinas? Creo que pagamos un precio muy caro».
Quizás el testimonio de Michelle Moet Agniel, que vivió la guerra en Saint-Mandé, en las afueras de París, resuma el sentimiento contradictorio de gran parte de los franceses de esa época: «Por supuesto que estábamos horrorizados con lo que habíamos visto, pero también nos decíamos que los aliados habían dado bien el golpe, y eso era lo que contaba».

Andrés Criscaut
Desde París