Haití, un drama que no cesa

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La tragedia de una nación que a la pobreza ancestral agregó la destrucción de lo poco que tenía con el terremoto de enero de 2010. Negocios con la miseria y búsqueda de oportunidades.

 

Refugiados. Miles de haitianos todavía viven en campamentos precarios y no tienen expectativas de cambiar en el corto plazo. (AFP/Dachary)

Treinta segundos. Eso duró el terremoto de Haití el 12 de enero de 2010. El otro sismo, el de la miseria, el desamparo y el olvido, duró más. Y todavía replica. Cuatro años después, pese a declamados propósitos oficiales y expresiones de deseo foráneas, no hay señales concretas de esperanza. La reconstrucción del país tropieza con varios escollos: las carencias estructurales previas al desastre, la inestable política interna y el manejo ineficiente –si no irregular– de los multimillonarios fondos que recaudó la comunidad internacional. La catástrofe natural había empujado como nunca antes a la emigración, pero los que hasta ayer huían del dolor y encontraban precario consuelo en el exilio, hoy cambian brazos abiertos por puertas cerradas. Los que se quedaron padecen una plaga que desconocían. El cólera entró en escena, invitado por las tropas extranjeras que vinieron a ayudar. Más muertes sumadas a la muerte, donde la vida, parece, no cuenta. Las cifras de fallecidos por el movimiento telúrico no son precisas: van de los 50.000 de un estudio privado estadounidense a los 315.000 que detalló el primer ministro haitiano en 2011, pasando por los 200.000 que reconocen las Naciones Unidas.
«Hemos hecho progresos», expresó el presidente haitiano, Joseph Michael Martelly. El recuento arrancó con un saldo negativo de magnitud: la pérdida del 60% de los edificios de la administración pública, el 80% de las escuelas y el 60% de los hospitales. A manera de balance, el gobierno de la nación caribeña comunicó las obras que viene realizando con el fin de normalizar la situación. Se anunció la rehabilitación de 800 kilómetros de rutas con las correspondientes refacciones en 22 puentes. Las autoridades confían en terminar unos 100 kilómetros de red de agua potable y pretenden extender a 150 los nuevos kilómetros de alimentación y tendido de la red eléctrica. En el cuarto aniversario del terremoto, jornada decretada como «de conmemoración y reflexión», se prometió impulsar la creación de un nuevo centro administrativo en Puerto Príncipe, capital del país. Los discursos de rigor no dejaron de lado la educación, considerada como «prioritaria para luchar contra la pobreza y alcanzar un desarrollo económico sostenido».
«Tenemos muchas cosas para hacer todavía, pero estamos avanzando», completó Martelly. El jefe de Estado aseguró que el 90% de los damnificados en aquel enero pudo regresar a sus lugares de origen. La noticia, sin embargo, es difícil de celebrar. Para los haitianos, esa vuelta a casa es un viaje al país que, horas antes del terremoto, tenía a 7 de cada 10 habitantes residiendo en asentamientos improvisados, emplazados en laderas de cerros y montañas o en el fondo de barrancos. Si esos hogares ni siquiera rozan las condiciones de dignidad mínimas, estremece imaginar el derrotero del 10% que ni siquiera pudo salir de donde el sismo los encontró. Son unas 171.974 personas, según un censo de la ONG Amnistía Internacional. Se encuentran en 306 campos de refugiados. La Organización Internacional para las Migraciones (OIM) denunció que el panorama allí es desolador: hay una letrina cada 113 personas, y sólo 8 de cada 100 tienen acceso al agua potable.
Esos centros, en su mayoría, fueron levantados en terrenos que el gobierno local dispuso «de utilidad pública» tras el sismo. Dentro de los límites del refugio no hay lugar para más que pésimos estándares de supervivencia. Sólo permanecen en pie dos leyes, la de la selva y la del mercado, acaso caras de una misma moneda. La OIM alertó sobre desalojos forzosos en más de la mitad de los campos de refugiados. Obligan a la gente a que abandone el lugar para que el gobierno vuelva a hacer usufructo de los predios. Cuando se produce el desbande, otros actores –con el imprescindible guiño oficial– participan de la tragedia. Cobran unos 400 dólares la porción de suelo, con la promesa de que nadie va a quitar a sus ocupantes de allí. Como la operatoria es ilegal, cuando llega el desalojo, la avanzada echa a todos por igual. «Un día, vinieron con tractores y cuchillos y destrozaron todo. Alcancé a salir con lo puesto», relata Marie, expulsada con sus dos hijas hace ya dos años. Cuenta que un autoproclamado «Comité de campamentos» les dijo que en ese espacio iban a poner una cancha de fútbol. «Nos aseguraron que iban a darnos 500 dólares como compensación, pero sólo algunas personas consiguieron apenas 125, por ser amigas del Comité o por haber entregado a sus mujeres para que se acuesten con ellos», agregó.

 

La carrera por el oro
Los negocios, se ve, salen ilesos de cualquier catástrofe. Ya lo había anunciado el embajador estadounidense en Haití en febrero de 2010. «¡La carrera por el oro ha empezado!», alertaba a la Casa Blanca Raymond Joseph, en medio de un mar de llantos. La revelación la realizó entonces el sitio WikiLeaks, pero los dichos fueron refrendados por los hechos. De los fondos girados por la Unión Europea para tareas de reconstrucción, el 76,7% fue para firmas del propio Viejo Mundo. De los emprendimientos que elaboró Estados Unidos, sólo el 1,3% de los contratos fue a parar a manos haitianas; el resto le cupo a los propios donantes. En su editorial del 17 de enero pasado, The New York Times daba cuenta de que la cooperación multibandera sólo consiguió levantar 7.515 casas nuevas, cuando fueron destruidas 100.000 y afectadas 208.000 más. El diario citó el proyecto Caracol, un parque industrial a cargo de empresarios norteamericanos, que aseguraba 60.000 puestos de trabajo y terminó otorgando 2.590. En 2010, una coalición de 60 países se comprometió a destinar 9.900 millones de dólares para que en una década la nación caribeña saliera de entre sus ruinas. El envío de esas remesas ni siquiera ha sido completado. Las Naciones Unidas no pueden quejarse. Su Misión de Estabilización de Haití (Minustah) gasta 576 millones de dólares al año. Sin embargo, ni una moneda se destina a comprar ladrillos, cal, algodón, gasa o carne. El grueso del presupuesto se vuelca a pagar el costo de la «Misión de paz»: sueldos e insumos para 6.270 soldados y 2.601 policías.

SÍmbolo. La Catedral de Puerto Príncipe aún no fue reconstruida. (AFP/Dachary)

La Minustah había llegado a Haití en junio de 2004, cuatro meses después de que fuera derrocado Jean Bertrand Aristide, el primer presidente en la historia de la república elegido por el mandato popular en las urnas. El ejército nacional había sido disuelto, reemplazado en la práctica por los Cascos Blancos. En la actualidad, las fuerzas de seguridad haitianas están corporizadas en los 11.200 miembros de la policía local. Contra lo que pueda suponerse, el país registra la más baja tasa de homicidios en la región. Las Naciones Unidas tienen previsto reducir su contingente en unos 1.200 hombres este año. Planean su retiro para 2016, aunque en Haití hay quienes quieren adelantar la despedida. El Senado, opositor a Martelly, votó una ley que fijó como fecha límite para la salida de las tropas internacionales el 28 de mayo de 2014. El mandato parlamentario no será respetado. «Somos conscientes de la resolución del Senado, pero nuestra misión continúa por mandato del Consejo de Seguridad y de acuerdo con los deseos del gobierno de Haití», manifestó Sandra Honoré, la mujer a cargo de la Minustah.
El contingente de la ONU tiene tres banderas principales: Brasil, Argentina y Uruguay. Seis uniformados charrúas fueron denunciados por violar a un adolescente haitiano, hecho que motivó las disculpas públicas del presidente oriental, José Mujica. El peor legado fue trasmitido por soldados de Nepal. En octubre de 2010, efectivos del país asiático enrolados en la MINUsTAH vertieron residuos fecales sobre el principal cauce de agua de Haití, el río Artibonitte. Hasta ese entonces, el cólera estaba erradicado. Una nueva cepa resurgió, con consecuencias fatales: en 40 meses mató a 8.300 personas y dejó a 680.000 infectados. La situación se encuentra denunciada judicialmente en tribunales de Nueva York. «No es la práctica de Naciones Unidas comentar públicamente los detalles que tienen que ver con este tipo de demandas», declaró la jefa de la misión internacional.

 

Sin papeles en el Caribe
Si la coyuntura social fronteras adentro apremia, no hay caminos para salir de esa encrucijada. Desde hace dos siglos, la República Dominicana surgía como precario pasaporte a una vida mejor. Los ingenios de azúcar alrededor de Santo Domingo reclutaban mano de obra barata haitiana, costumbre que perdura hasta hoy. Las contrataciones son informales y la paga es escasa. Un hachero recibe 4,5 dólares por cada tonelada de caña que corta. Trabajando 15 horas diarias, los «braceros» pueden juntar, como máximo, 10 dólares. La suma es ínfima, pero sigue siendo más que nada. Esa fuente de subsistencia está amenazada por una disposición dominicana que niega la carta de ciudadanía a aquellos hijos de haitianos radicados de manera irregular. La norma afecta a unas 450.000 personas. Legalmente, se considera que fueron concebidos por haitianos en tránsito, por lo que no heredan derecho a nacionalidad. Los «sin papeles» del Caribe quedan marginados, entre otras cosas, para acceder a un empleo mejor –por caso, en el servicio doméstico–, para poder ser atendidos en un hospital o para poder llevar a sus hijos a la escuela. La política migratoria contra Haití también se ramifica al sur del continente (ver recuadro).
«Para un haitiano, el reto de cada día es conseguir comer, no caer enfermo, y si se tiene la “desgracia” de ser mujer, no ser víctima de abusos», graficó la española Jimena Francos, de la ONG Manos Unidas. Francos encabeza un grupo numeroso de voluntarios civiles, presentes en la zona más castigada por el terremoto desde aquel 12 de enero. Asume que hasta muchos de ellos conocían al país sólo por su nombre y les costaba, incluso, diferenciar su ubicación, si en África o en América. Desde su punto de vista, las tareas de reconstrucción no prosperarán si no se modifica la raíz del problema, «el sistema político y económico que rige en el mundo». Habla del mismo mundo en que 85 personas acumulan idéntica riqueza que la mitad de la población más pobre del planeta. Ese mundo que, si necesitara definirse en su desigualdad, podría observar a Haití como espejo.

Diego Pietrafiesa

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