Hay que separarse

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Estaba planeado como un asesinato. La mujer hundiría la cabeza en el agua, el pelo largo le nublaría el resto del cuerpo por un momento. Eso aliviaría las cosas, no verla del todo.
Ahora la miraba desde la galería. Diana entraría a la pileta después de sacarse una bata blanca. No había batas por ningún lado, había comprobado Lucas hacía un momento, apenas llegar a la quinta de San Miguel donde pasaban los fines de semana.
El suegro, sentado a un costado en la galería, eligió unos bizcochos de una lata y se los ofreció. Estaban tomando un mate aunque faltaba poco para la carne, que ya crepitaba. Lucas aceptó un puñado. Uno de los bizcochos cayó al suelo y fue devorado sin demora por un perro, de mal aliento, que por razones todavía inexplicables le pertenecía.
–Hay que sacarlo.
Le dijo la suegra, sentada más allá.
–Tiene que hacer ejercicio, toda la semana encerrado.
Ella era alta y tenía el pelo del amarillo del tiempo.
Lucas se rascó el pecho, se puso la camiseta y el collar al perro, y dijo que bueno, que iría a caminar. Diana en su traje de baño, tendida al borde de la pileta preguntó por qué, como si él marchara con paso alegre a la guillotina o la luna.
Tirando de la bobería del perro, Lucas llegó hasta la reja y la abrió.
Al otro lado, comprobó, ningún alivio.
Se quedó mirando el parque donde se desplegaba la escena primordial de los domingos, aunque en verdad era sábado. Al ver que su mujer, minúscula ahora en la perspectiva, le hacía señas para alguna cosa, negó con la cabeza. Pero ella ya corría, agrandándose, dándose esa importancia de quien se acerca. Ella le preguntó agitada, sonriendo, quitándose un mechón de la boca si no quería que lo acompañase. El perro meaba la reja. Lucas se negó. La mujer le señaló el pecho, qué tenía ahí que tanto se rascaba. Él le hubiera dicho «el sujeto», pero supo callarse. Era tarde para dar explicaciones.
–Es tarde.
–No, si son las doce. Es temprano.
Dijo ella. Para qué contradecirla o informarla de la naturaleza relativa del tiempo, si estaba a punto de morir.
Se alejó tratando de elegir una calle de tierra cualquiera, pero en vano: se las sabía todas de memoria. Hacía algunos años, justo después de conocer a Diana, había tomado una decisión terrible: ser simple. Al principio, esta decisión le había traído una gran conformidad, en la que iba sentado como en una mullida alfombra mágica, que cada día lo transportaba de la casa al trabajo y del almuerzo a la cena. Había envejecido en un par de kilos desde entonces. Cada nueva muestra de tecnología le llenaba la boca de salivadas ilusiones; un auto quizá, se había dicho hacía solo unos meses. La idea de un auto había sido un pensamiento sano, recurrente, valioso, al que se había estado aferrando para no volver a los libros. Leía no más que una hora por día, mientras su esposa hacía silencio aquí y allá.
A los pocos pasos, algo le dio en la espalda y el perro ladró. Se escucharon unos gritos. De alguna otra casa había volado un zapato. Lo miró ahora, tendido en la tierra.
Un zapato, ¿qué era? Si lo separamos del resto de las cosas, sin un pie al que poder abrazarse. De cuero o de sintético, con cordones o velcro.
El perro salió corriendo y se lanzó a pelear con uno blanco que se la tenía jurada. Esto también pasaba siempre en las caminatas alrededor de la quinta de San Miguel, y había que sorprenderse siempre de lo mismo.
Hubo que recoger un palo, darle al otro en el lomo, temer por el propio brazo.
Lo hizo. Se miró el brazo, ¿qué era?
Durante el paseo, fue practicando frases para que nada de la decisión se le notara, se iba diciendo: «es muy buena esta carne», «qué vino excelente».
Un sol le caía encima, señalándolo. Sacudió la cabeza desnuda como si se tratara de un mal dispositivo.
Al regresar por la misma calle, notó que el zapato ya no estaba. Entró a la quinta y de inmediato tuvo una esperanza aguda, que casi le quema el pecho: habían aparecido las batas, su mujer tenía puesta una.
Una inyección de cloro le entró por la nariz cuando se dejó caer al agua. Ahora Diana era una mancha de colores contra el cielo, y él la miraba desde abajo como un pez pero sin hambre. Ocurrió entonces: Diana abrió la bata, sacó una pierna fina como una espada, mostró los hombros y al fin se tiró también. En el agua, le mostró la espalda de sirena y ante esa espalda joven de su esposa, él sintió algo de piedad. Pero otra cosa era la planeada, y la propia cabeza se había vuelto un martillo.
¿Asustarla ahora?
Se contuvo.
Una nueva voz se escuchaba a unos metros. Había aparecido uno de los tantos satélites familiares de los fines de semana, un Beto, un tío o primo.
Hubo que salir del agua para saludarlo.
Hubo que pisar el jardín lleno de cardos para verle el coche nuevo.
Que ya le habían adjudicado.
¡Tan pronto!, exclamaron todos.
Que tenía el viejo todavía sin vender.
–Vos Lucas deberías pensarlo.
–Hoy no le digan que piense en nada, que se pasó toda la noche sin dormir.
Diana le puso una mano en la mejilla, eléctrica como una varita mágica.
Lucas se miró las piernas chorreantes. Qué sería de su cuerpo cuando ya no tuviera el colchón de resortes matrimonial, ni ese hueco tibio de Diana donde esconderlo.
–Volvamos al agua.
Dijo, y corrieron.
Por qué no reírse si era la última vez, tirarse salpicando. Tenían por entonces cuatro años en común, adornados por el gran escote de la mujer.
El hombre que era su suegro le tocó el hombro, aunque no estaba previsto que nadie le tocase un hombro. Desde el borde de la pileta le ofrecía un pan con una pieza roja dentro. No, no hacía falta que Lucas saliera del agua para comerlo. Negarse era justificarse. Sentado sobre los escalones entonces, bajo la arboleda de la quinta de San Miguel, comió el choripán en tres bocados. Volvió a zambullirse agua adentro, se limpió con el cloro la grasa de la boca. Fue nadando bien pegado al fondo. Tiró de un pie de la mujer, para hundirla, como un predador cualquiera. Diana debía conocer la blandura de sus hábitos, porque escapó primero y después volvió a flotar en el mismo punto, para establecer un juego, que él la tirara de nuevo hacia abajo. Esto ocurrió dos veces. Después se pusieron a flotar en medio del agua, con el corset del frío en el vientre y los pulmones.
–Diana, esto es un error.
–Un choripán no es nada, no te puede caer mal.
Escupían al hablarse.
–Esto, todo.
–¿Qué todo?
–El préstamo, el perro.
Diana dejó de mover las piernas y se hundió. Salió a la superficie a unos metros, y colgó un brazo dorado del borde de la pileta. Él hizo las veces de tiburón, tal como lo había planeado.
Había que herirla ahora.
–Al perro, lo detesto.
–¿Desde cuándo?
A ella se le iban llenando los ojos de sal.
–Desde siempre. Es cuadrúpedo. Apesta.
–¿Y entonces?
–Y detesto el departamento, y las vacaciones esas en la costa.
–Ya veo. Al final de la lista estoy yo. ¿Estás con alguien más, hay otra mujer?
–No. Hay otro Lucas.
–Qué estúpido.
Dijo ella, y salió del agua muy ágil en un solo gesto de brazos y piernas. No estaba planeado que saliera del agua de esa forma, y sin haberse puesto de verdad a llorar.
La carne ya se había encogido demasiado, dictaminó la suegra.
El suegro rugió que se sentaran a comer.
Comieron a la sombra y al sol, y hubo largas masticaciones. Dijeron «qué vino excelente». Diana se negó a salir a caminar después. Al agua tampoco quería. Pero Lucas la empujó, y se metió tras ella para terminar lo que había empezado.

—Mariana Dimópulos nació en Buenos Aires en 1973. Es licenciada en Letras por la UBA y traductora de inglés y de alemán. Publicó las novelas Anís (Entropía, 2008) y Cada despedida (Adriana Hidalgo, 2010). «Lo que me interesaba cuestionar era el movimiento del mundo moderno, que en algún momento se identificó con el progreso, pero que de pronto dejó de ser garantía de nada. Y quizás es todo lo contrario», dijo en una entrevista a propósito de su segundo libro.

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