Heridas sudafricanas

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El fin del «apartheid» no resolvió problemas sociales y desigualdades a causa de la persistencia de un modelo en el que la minoría de la población, principalmente blanca, concentra el 90% de la riqueza. Deudas y desafíos de la joven democracia.


Ciudad del Cabo. Una mujer tiende ropa en el asentamiento Masiphumelele. Subsisten las dificultades en el acceso a servicios básicos. (EFE)

Acomienzos de los 90, Sudáfrica puso fin a uno de los sistemas de segregación más aberrantes que conoció la historia de la humanidad: el apartheid, que excluía a la mayoría de la población de todo tipo de participación en la vida pública del país. Desde entonces, los negros gozan de derechos civiles, pueden votar y acceder a posiciones de poder. Son, lisa y llanamente, ciudadanos. Pero la anhelada igualdad racial de la que hablaba Nelson Mandela quedó restringida al ámbito de la política. En lo que respecta a la economía y a las oportunidades de vida, las cosas no parecen haber cambiado mucho.
Así lo atestiguan algunos datos socioeconómicos de la era postapartheid. Diferentes organismos internacionales ubican a Sudáfrica como uno de los países más desiguales del mundo, con el agregado de que la mayor parte de la riqueza se distribuye, casi exclusivamente, entre la población blanca. La economista Anna Orthofer, investigadora de la Universidad de Stellenbosch, realizó un estudio en el que sostiene que un 10% de la población, principalmente blanca, se queda con el 90% de la riqueza del país. El resto, en su mayoría ciudadanos negros, padece los elevados niveles de pobreza.
A la estadística se suman las crónicas periodísticas. En octubre, el diario estadounidense The New York Times publicó un extenso artículo en el que reconstruye algunas de las penurias que sufren los negros en las barriadas de Johannesburgo. En esa y otras ciudades, muchas familias viven en casillas de chapa y madera, donde deben soportar las altas temperaturas y la proliferación de enfermedades. La falta de acceso a los servicios básicos, la contaminación ambiental y la inseguridad forman parte del paisaje cotidiano. Y las oportunidades de ascenso social parecen haber quedado en el olvido. O, al menos, reservadas para una pequeña porción de los habitantes. La situación llevó a que el economista sudafricano Ayabonga Cawe llegara a decir que «el apartheid nunca fue desmantelado».

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Consultado por Acción, el investigador Sergio Galiana, profesor de Historia de África en la  Universidad de Buenos Aires, reconoció que la población blanca mantiene una situación de privilegio, pero evitó hablar de «apartheid económico». «Esa idea –sostuvo– desvirtúa lo que fue realmente el apartheid y todo el andamiaje legal de segregación racial que se instauró a partir de 1948». Según su mirada, la exclusión social de la que es víctima la población negra «está vinculada tanto a los orígenes del Estado colonial sudafricano, que benefició a una minoría blanca», como a lo que ocurrió una vez que el sistema de segregación llegó a su fin. «Después de 1994, no se tocaron los pilares básicos del modelo capitalista: la propiedad privada, las grandes empresas y la concentración de la tierra», explicó.
En una línea similar, Eduardo Sguiglia, economista y exembajador argentino en Angola, hizo referencia a la histórica posición de marginalidad que tuvieron los negros dentro de la sociedad sudafricana. «Hoy se mantiene una distribución de la riqueza similar a la del pasado. Los negros raramente fueron dueños de los medios de producción. El fin del apartheid fue una conquista histórica, pero la estructura de la economía sudafricana no se ha modificado», aseguró el también autor de Ojos negros, novela que transcurre en África, y de El miedo te come el alma.
Desde que comenzó la era democrática en 1994, todos los presidentes sudafricanos fueron negros y miembros del Congreso Nacional Africano (CNA), el partido desde el cual Mandela luchó contra el racismo. Por ese motivo, la situación que atraviesa la población negra podría resultar llamativa. «Pero la realidad es que el CNA no es un movimiento “antiblanco” o del nacionalismo negro. Ellos pensaron en un modelo de país multirracial. Recién ahora se está discutiendo sobre la tierra y el trabajo, que son cosas que exceden al tema del racismo», señaló el historiador Galiana. El economista Sguiglia, por su parte, consideró que «aunque ha habido mejoras en el acceso a la Educación y a la Salud, los gobiernos de 1994 en adelante no han hecho esfuerzos sistemáticos para atacar la desigualdad económica».
Esta realidad impacta de lleno sobre la joven democracia sudafricana. En sus ocho años de mandato, el gobierno del actual presidente Jacob Zuma enfrentó siete intentos de destitución por parte del Congreso. El último fue en agosto de este año. Y aunque logró mantener su cargo, perdió la confianza de varios correligionarios enfadados por los hechos de corrupción que lo salpican cada vez más cerca. También se quedó sin el apoyo de la máxima central obrera del país, el Congreso de los Sindicatos de Sudáfrica, que lo responsabiliza por la preocupante situación económica (ver recuadro).
El mandato de Zuma termina en 2019. Pero ante el delicado momento que atraviesa su gobierno, ya se habla de dos posibles candidatos a reemplazarlo: su exesposa, Nkosazana Dlamini-Zuma, y el vicepresidente, Cyril Ramaphosa. Pase lo que pase, una cosa está clara: los futuros líderes sudafricanos tendrán el enorme desafío de mejorar la situación de millones de personas, en un país que conoció –y conoce– como pocos la marca de la desigualdad y de la discriminación.

 

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