Honestidad brutal

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La posibilidad de enviar mensajes anónimos a cualquier usuario convierte a Sarahah, la nueva aplicación utilizada masivamente por niños y adolescentes, en una invitación al bullying. El complejo juego de mirar, ser mirado y escapar del control de los padres.

(Ilustración: Pablo Blasberg)

Una nueva aplicación encontró la ruta hacia el éxito global a mediados del año pasado gracias un ingrediente habitual: la necesidad de mirar y ser mirado. Una vez que la rueda se inicia, los medios la empujan al hablar de la «nueva app que hace furor en las redes». Este proceso habitual es el que realizó la aplicación Sarahah –«honestidad» en árabe–, lanzada a fines de 2016 con la idea de que los empleados pudieran hacer críticas anónimas a sus jefes. La aplicación, ya descargada por millones de jóvenes y adolescentes de todo el mundo (incluida la Argentina) es tan simple como problemática: quien publica el link a su cuenta personal permite a los demás enviarle mensajes anónimos.
La aplicación es una invitación al bullying y el acoso. ¿Por qué la instalaron tantos chicos? Ezequiel Passeron, director de la ONG Faro Digital, cuenta: «En los talleres que realizamos con adolescentes sobre uso de tecnologías vemos que esperan recibir mensajes diciéndoles que les gustan, que son lindos o lindas. A veces sucede, pero también se recibe mucho maltrato, hostigamiento y comentarios ofensivos. El anonimato da impunidad». ¿Por qué se exponen a este maltrato? «La presión social es enorme –explica Passeron–. Si todos en tu clase lo tienen, vos también, y tenés que bancarte las consecuencias. Es muy intenso el incentivo a repetir los consumos de los pares».

A presión
La investigadora holandesa José Van Dijck, en su libro La cultura de la conectividad, analiza las dificultades que tienen niños, adolescentes y adultos para salir de las redes, sobre todo porque se han transformado en espacios de socialización e interacción que en otros tiempos ocupaban los clubes, los bares o la plaza. La diferencia es que los nuevos espacios virtuales están marcados por sus fines comerciales, sobre todo acumular datos y mantenernos enganchados todo el tiempo posible. Durante su visita a la Argentina, Van Dijck explicaba que cuando se les pregunta a los adolescentes: «¿Qué significa para vos usar internet?», ellos responden: «No quiero que mis padres vean lo que hago».
Esta necesidad de escapar de la mirada paterna incentiva el vértigo con el que se suceden las aplicaciones: «Es muy difícil la batalla del padre, madre o docente por entender qué hace el chico con el celular. Por el otro lado, es natural que ellos busquen lugares donde no están los adultos y experimenten», continúa Passeron. «Lo que decimos es que hay que tener relaciones lo más horizontales posibles para que el día que tengan un problema puedan contarlo».
La necesidad comercial de acumular datos fomenta mecanismos para mantenernos conectados y deslizando el dedo sobre la pantalla en espera de alguna novedad: «Por ejemplo, en Snapchat te premian con unos fueguitos si dos amigos se mandan fotos todos los días. Cuando no pueden conectarse, los chicos a veces comparten claves para que otros sigan mandando fotos y así no perder los fueguitos. Sienten que tienen que conectarse aunque no tengan ganas». La presión es tal y está tan planificada que empleados de Google, Apple y Facebook, entre otras empresas, se están reuniendo en ONG como el Center for Humane Technology o Time Well Spent para denunciar las tecnologías adictivas, un concepto problemático por la estigmatización que genera; por ahora, al menos desde la salud, se habla más bien de usos problemáticos de internet (ver «Hay usos…»).
Como los menores carecen muchas veces de herramientas críticas para replantearse el uso que hacen de las redes sociales, la pelota queda del lado de los adultos, los mismos que los chicos desean evitar. Los mayores, por su parte, también sufren la presión social y laboral por mantenerse conectados o simplemente se habitúan a estirar la mano hacia el celular a la menor señal de aburrimiento.

Regular
Frente a las problemáticas expandidas, el Estado suele tomar parte. Por ejemplo, el programa argentino «Con vos en la web», diseñado para fomentar un uso responsable de las tecnologías, fue lanzado en 2012, aunque sufre intensos recortes desde 2016 y fue escasamente remplazado por programas provinciales.
Una alternativa para el Estado es regular el uso de aplicaciones. Javier Pallero, analista de Políticas Públicas de la ONG internacional Access Now, asegura: «El Estado no suele encontrar buenas soluciones. Pueden proponer, por ejemplo, eliminar el anonimato en internet, que a veces es esencial para el disenso político y las fuentes periodísticas». Y aclara: «Además, en general, las restricciones son poco efectivas porque son difíciles de hacer cumplir. Por ejemplo: está prohibido descargar contenidos protegidos por derechos de autor y la gente encuentra la forma de seguir haciéndolo. Y hay aplicaciones que permiten distintos usos. ¿O deberíamos prohibir Twitter porque hay mucho odio en esa red?».
Para Pallero, la solución debe ser integral: se deben regular los casos extremos, pero también pedir a la industria del software que tenga buenas prácticas, como indicar qué aplicaciones requieren que el usuario sea mayor de edad. De hecho, Sarahah fue quitado de Play Store y de Apple Store a comienzos de este año. Para el investigador, es fundamental escuchar a los chicos: «Muchas veces viene un legislador y les impone una solución. Y a veces cierto tipo de regulación le da más poder al poderoso».
«El bullying, la discriminación, el acoso de muchos hacia pocos o a uno, existió siempre –resume Passeron–. Lo que cambia con el cyberbullying es que tiene más alcance y que la víctima no tiene descanso ni en su casa debido a los dispositivos móviles. Y también hay un público espectador con el que es necesario hacer foco para disminuir el alcance del ciberbullying».
Las nuevas aplicaciones se enredan con hábitos sociales, los amplifican y modulan sus particularidades en función de nuestras necesidades de socialización, pero también de un modelo de negocios que necesita datos. Las consecuencias comienzan a verse, pero aún resulta difícil dimensionarlas, sobre todo por su novedad y el vértigo que imponen.

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