Indignados de Islandia

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Pese a los buenos indicadores sociales, la fuerza que agrupa a militantes antisistema recoge cada vez más adhesiones debido a la crisis de los partidos tradicionales. Su agenda de mayor transparencia e igualdad desafía al nuevo gobierno conservador.


Reikiavik. Birgitta Jónsdóttir, fundadora del Partido Pirata, junto a seguidores durante la jornada electoral celebrada en octubre de 2016. (Kolbeins/AFP/Dachary)

 

Un pequeño país de 300.000 habitantes que cuenta con los índices de desarrollo e igualdad social más altos del mundo. Donde los hijos de magnates se mezclan en las escuelas con los de trabajadores y clase media, el analfabetismo es palabra desconocida, prácticamente no existe el crimen ni el desempleo, y la esperanza de vida promedia los 83 años. Islandia aparece, para quien la mire desde afuera, como una suerte de paraíso terrenal.
Sin embargo, no todo lo que reluce es oro en la gélida tierra que fascinó a Jorge Luis Borges: aunque las cosas anden muy bien por allí, también hay islandeses indignados, hartos de sus políticos. Así lo demuestra, por ejemplo, el crecimiento del joven Partido Pirata y de la llamada Izquierda Verde, a costa del estancamiento de los partidos tradicionales.
 Es cierto: ninguna de esas dos fuerzas gobernará el país. Aunque en las elecciones de fines del año pasado los piratas triplicaron sus votos y sus bancas respecto de la última elección –pasaron del 5% al 15%–, quedaron segundos junto con sus socios de la Izquierda y por detrás del conservador Partido de la Independencia, que finalmente, y después de varias rondas de negociaciones, estará al frente del gobierno islandés. Lo hará, sin embargo, con apenas el 29% de los votos, una cifra muy baja para su longevo historial de cómodas victorias electorales.
La pérdida de apoyo de las fuerzas tradicionales fue capitalizada por el Partido Pirata, una ecléctica formación en la que confluyen anarquistas, hackers, freaks de la Web, artistas y militantes antisistema de la más diversa especie. Su crecimiento estuvo directamente vinculado con el rechazo que se ganó el ex primer ministro islandés, Sigmundur Gunnlaugsson, por el escándalo de los Panamá Papers. En abril del año pasado, el entonces premier y líder del Partido del Progreso –la otra fuerza política tradicional, junto con el Partido de la Independencia– renunció a su cargo después de que los medios develaran la existencia de una empresa offshore a su nombre que nunca había sido declarada. A los pocos días se supo, además, que Gunnlaugsson había vendido la compañía a su esposa por la módica suma de un dólar. No lo hizo en cualquier fecha, sino un día antes de que entrara en vigor una ley que lo hubiese obligado a declararla.
La oscura maniobra del ex primer ministro golpeó duramente a su partido –quedó cuarto en la elección y perdió 11 legisladores– y desencadenó una crisis que los Piratas supieron aprovechar. Por aquellos turbulentos días de abril, las encuestas marcaban un apoyo del 43% a los temidos antisistema islandeses.

 

Cambios de fondo
No se trata de un fenómeno nuevo: como viene ocurriendo en Europa y Estados Unidos, los momentos de crisis son aprovechados por «outsiders» que prometen cambios de fondo y un futuro colmado de prosperidad. Sin embargo, en este caso no emergieron figuras racistas y xenófobas como Donald Trump o Marine Le-Pen, sino una artista punky llamada Birgitta Jónsdóttir. A la hora de las definiciones, la mujer dice no considerarse de izquierda o derecha: solo se referencia en el legendario Robin Hood. «Él fue un pirata que, como nosotros, quiso quitar el poder a los poderosos y dárselo a la gente», asegura la carismática mujer, de 49 años, que reconoce sentirse cerca de Podemos, Syriza y el excandidato presidencial demócrata Bernie Sanders.
Además de poetisa, es diseñadora gráfica y excolaboradora de WikiLeaks. Los medios españoles la comparan con Pablo Iglesias, líder de Podemos, por su estilo juvenil, irreverente y descontracturado. En su oficina cuelga una bandera pirata y un póster de la película V de Venganza, cuya imagen se convirtió en marca registrada de todos los movimientos de protesta modernos. En una reciente entrevista con el diario digital chileno La Tercera explicó el motivo por el cual su partido cosechó tanto apoyo en los últimos tiempos. «La gente –dijo– siente que estamos a favor de cambios que tienen que ver con la reforma de los sistemas, de fondo, más que cambiar cosas menores».
A pesar de no haber llegado al poder, Jónsdóttir prometió una «ola de cambio» irreversible. Es que su partido podrá tejer vínculos legislativos con Izquierda Verde y otras fuerzas para aprobar algunos de sus proyectos más importantes: principalmente, una nueva Constitución que amplíe la libertad de expresión y a la vez proteja la privacidad de las personas, mejore la redistribución de las rentas de los recursos naturales, regule ciertas drogas para uso personal y permita volver al sistema de salud gratuito.
Los Piratas nacieron en 2006, poco antes de que estallara la crisis financiera en Islandia, con la premisa de que sean los ciudadanos de a pie quienes tomen las decisiones más importantes a través de consultas populares. No se trata de un capricho: creen en la democracia directa y que, de ese modo, es posible garantizar la transparencia gubernamental. Lo cierto es que, más allá de lo que ocurra con el incierto futuro del país, una cosa está clara: el Partido Pirata ya se ganó un lugar decisivo dentro del tablero político islandés. Y, quizás, también sea una ráfaga de aire fresco para la anquilosada política europea.

 

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