Irak, territorio peligroso

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Ya no es noticia que casi todos los días se registran atentados en ese país que, tras la invasión de 2003, no muestra visos de poder estabilizarse pero que, por ello, es fuente de negocios.

 

Violencia. Muchos resisten en su territorio, otros han decidido huir. (AFP/Dachary)

El 20 de marzo de 2003 una coalición formada a las apuradas por el entonces presidente George W. Bush cumplía el sueño que había desvelado a su progenitor: invadir Irak. El argumento para la avanzada contra el líder Saddam Hussein era «desarmar a Irak de armas de destrucción masiva, poner fin al apoyo brindado por Hussein al terrorismo y lograr la “libertad” del pueblo iraquí», razones expuestas en una asamblea de la ONU donde se buscó el apoyo internacional a la intervención por el secretario de Estado, Colin Powell, el general de cuatro estrellas que en 1991 había dirigido la Operación Tormenta del Desierto, el primer intento estadounidense de apropiarse de las reservas petrolíferas del país, en 1991.
George W. encontró la excusa –para convencer a un puñado de gobiernos amigos y neutralizar las quejas de los ciudadanos bienpensantes– en la paranoia desatada por los ataques del 11 de setiembre de 2001 a las Torres Gemelas de Nueva York. Irak aparecía en este contexto como un capítulo necesario en la batalla contra «el eje del mal». El primero había sido Afganistán, año y medio antes. La alianza invasora, que logró anuencia en la ONU, fue secundada por un exultante Tony Blair, a la sazón primer ministro británico y un no menos entusiasmado José María Aznar, presidente del gobierno español y furibundo representante del ala más neoliberal dentro de la dirigencia europea, a la vez que impulsor de ese ideario en el resto del planeta. La historia viene a cuento en estos días en que el clima prebélico se enseñorea en Ucrania y las campañas destituyentes buscan un objetivo similar en Venezuela. No es casual que el dúo Aznar-Bush haya también protagonizado el golpe contra Hugo Chávez en abril de 2002 y fueran los únicos en reconocer al efímero gobierno surgido de esa intentona. Irak, en tanto, se convirtió para Estados Unidos en la representación de un fracaso que atormenta a la dirigencia política, que ahora no encuentra la forma de justificar otra invasión ante el temor de que las cosas se le vayan de madre, como ocurrió en esas últimas incursiones armadas. Esto se hizo evidente en la respuesta del presidente Barack Obama ante el parate al que lo obligó el ruso Vladimir Putin el año pasado sobre una posible intervención en Siria; una debilidad que ya había mostrado en la secundaria participación que Washington tuvo en el derrocamiento de Muammar Khadafi en 2011.
Para España, Irak también es una piedra en el zapato, aunque, por otro lado, ofrece oportunidades de negocios que, en el marco de la colosal crisis económica de la península, son unas de las pocas salidas para algunas de sus empresas golpeadas por el estallido de la burbuja inmobiliaria en 2008.
 

Periodistas go home
Grupos de periodistas de todo el mundo se habían afincado en Bagdad a poco de la invasión para cubrir en vivo y en directo el acontecimiento, pero Estados Unidos había aprendido del fracaso de Vietnam, y el Pentágono no tenía entre sus planes dejar que los periodistas estuvieran metiendo las narices en donde podían resultar molestos. Porque una cosa es la «libertad de prensa» como estrategia de marketing político y otra es revelar los bárbaros procedimientos usuales en toda guerra que escandalizarían a cualquier ciudadano que se precie de civilizado.
El 8 de abril de 2003, un carro de combate se acercó peligrosamente al Hotel Palestine, de Bagdad, que alojaba a numerosos periodistas de todo el mundo. Según el informe oficial, una compañía del comando de la 3ª División de Infantería del Ejército estadounidense repelía un ataque desde la otra orilla del río Tigris, justo en la misma línea del hotel. Un tanque M1 Abrams disparó su cañón, que impactó directamente en el edificio. Hubo tres bajas por demás elocuentes hoy día: un periodista ucraniano, Taras Protsyuk; un jordano, Tarek Ayub; y un español, el camarógrafo José Couso Permuy.
Después saldrían a la luz algunos datos impactantes. El primero y más perturbador, que no había armas de destrucción masiva en Irak. Luego, que el ataque al hotel fue una provocación que dio resultados: no hubo muchos periodistas más hurgando entre las tropas invasoras. Finalmente, que Couso era un trabajador que estaba en Irak con un contrato basura del canal Telecinco. Y finalmente –a través de una filtración de WikiLeaks–, que el embajador de Estados Unidos en España, el cubano anticastrista Eduardo Aguirre, presionó al gobierno para que parara toda investigación. Sin embargo, la causa terminó en manos de un juez, Santiago Pedraz, quien desafió el «orden establecido» y ya en 2007 procesó a los tres tanquistas –el sargento Thomas Gibson, el capitán Philip Woldrford y el teniente coronel Philip de Camp– por un delito contra la comunidad internacional. Tres años más tarde ordenó la detención  de los militares acusados de crímenes de guerra, por lo tanto imprescriptibles. Ese exhorto fue dictado bajo la jurisdicción universal para combatir delitos contra la humanidad; una legislación que le había permitido al juez Baltasar Garzón perseguir crímenes cometidos por las dictaduras de Argentina y Chile.

Camarógrafo. José Couso, caso testigo. (AFP/Dachary)

No obstante, ocurre que esta España que votó al Partido Popular de Aznar y depositó en el gobierno a Mariano Rajoy, decidió que no quiere más problemas con aliados poderosos por hacer justicia donde quiera que se hubiesen cometido tropelías contra el género humano. Así, este 15 de marzo entró en vigor una ley que limita la aplicación de la justicia universal, motivada por la respuesta del gobierno chino contra un magistrado que aceptó la denuncia de un ciudadano de Tíbet contra ex mandatarios de China a los que imputa de genocidio. El único juez que desafió, hasta ahora, ese verdadero aval a la impunidad, es precisamente Pedraz, que sigue sin aceptar que el caso Couso se pierda en el olvido.

 

El infierno de cada día
En diciembre de 2011, el presidente Obama cumplió a su manera con una de sus promesas electorales y evacuó a los últimos soldados estadounidenses que quedaban en Irak, aunque dejó contingentes de «contratistas» privados que abultan el plantel de la embajada en Bagdad hasta una cifra que ronda los 18.000. Así como Vietnam fue un baldón en la historia bélica de Estados Unidos para las generaciones anteriores, Irak es una afrenta para la sociedad actual. Obama llegó al gobierno montado en la irritación que aún hoy provoca esa incursión que, además, fue hecha sobre una mentira.
Según el sitio www.costofwar.com, en la aventura iraquí murieron 4.801 soldados regulares de Estados Unidos y 1.455.590 nativos del país asiático,  mientras que la cifra de desplazados por la violencia trepa hasta los 2 millones en un país de 33 millones de habitantes.
La incursión estadounidense profundizó las diferencias en un territorio pergeñado por el imperio británico en torno a tres comunidades poco propensas a formar una unidad: una mayoría musulmana chiíta (60%), una minoría sunnita (20%) y una región que corresponde a parte de la mayor nación sin territorio propio del mundo, los kurdos. Saddam era sunnita y durante su mandato ese sector  tenía una influencia decisiva. Los estrategas de Washington buscaron una salida «democrática», haciendo aprobar una Constitución y armando elecciones para conformar un gobierno parlamentarista, con un primer ministro y un presidente como símbolo de la unidad, a la manera de un rey europeo. Hoy, ese cargo lo ocupa el kurdo Yalal Talabani. Los sunnitas nunca aceptaron ir a las urnas y protestan por ser discriminados, además de que el antiguo partido oficialista, el Baath, tiene prohibido ocupar cargos públicos.
Desde entonces se mantiene una guerra civil larvada, con atentados casi cotidianos que dejan un tendal de víctimas, que las autoridades atribuyen a sunnitas y que los medios internacionales ya casi ni registran. Según cálculos de la ONU, 8.868 personas murieron en 2013, víctimas de este tipo de ataques, de las que 7.818 eran civiles, en lo que constituye la mayor cifra de víctimas en cinco años, y sólo este año unas 140.000 personas tuvieron que dejar sus casas en la provincia  de Al Anbar, acosados por la violencia.
La ONU también alerta sobre la vecina Siria, donde fuerzas rebeldes apoyadas por Occidente intentan derrocar al gobierno «baathista» de Bashar al Assad a un costo en vidas humanas que supera en tres años los 144.000 . Una comisión de ese organismo computó cientos de grupos extremistas en Siria; entre ellos, el Estado Islámico de Irak y del Levante (EIIL), acusado de cometer las mayores atrocidades.
Dentro de Irak las cosas no son mejores, y miembros de una de la agencias de seguridad que ofrecen mercenarios –la ex Blackwater, actual Adcademi– fueron acusados de utilizar a niños para saciar las apetencias sexuales de sus «contratistas». Por estas semanas se debatía  la «ley Jaafari», que retrotrae los derechos de la mujer  y permite que un hombre pueda tener de esposa  a niñas de hasta 9 años. En Estados Unidos, mientras tanto, el gobierno federal dio su aval a un estudio de la Universidad de Arizona sobre el uso de la marihuana para tratar el trastorno de estrés postraumático en ex combatientes. La Administración de Asuntos de Veteranos de Guerra estima que sufre ese mal entre un 10% y un 20% de los soldados que vuelven de Irak y Afganistán.
Pero aparte del petróleo que fluye a raudales desde sus entrañas, Irak es una fuente de oportunidades única. «El país ha salido de una guerra civil salvaje y necesita importarlo todo», señalaron hace no mucho empresarios españoles, emocionados con la posibilidad de reconstruir todo lo que la guerra viene destruyendo desde hace casi 11 años. Un programa de inversiones de aquí a 2017, aprobado por el gobierno del primer ministro Nuri al Maliki, proyecta destinar más de 356.000 millones de dólares para rubros como la construcción, los servicios, la agricultura, la educación, el transporte y la energía. Ninguno de los viejos aliados se quiere perder el negocio.

Alberto López Girondo