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La batalla de los vegetales

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Frutas, verduras, carnes y dulces provenientes de emprendimientos familiares o cooperativos intentan disputar el territorio urbano
a firmas multinacionales que controlan el negocio alimentario.

Iriarte verde. Ubicado en el barrio porteño de Barracas, el mercado promueve el cuidado del medio ambiente y los circuitos cortos de comercialización. (Guadalupe Lombardo)

La salud, el ambiente, la cultura, el trabajo rural. Aspectos que entretejen la trama silenciosa del mercado de alimentos. País agroexportador, y referente en la producción alimentaria a gran escala, Argentina aún conserva una potente tradición de productores artesanales de frutas, verduras, y carnes. En suelo campesino emergen mujeres y hombres que luchan por recuperar el espacio perdido en la mesa urbana. «Visibilizar la agroecología es la tarea», y en ese camino avanzan miles de familias del campo, indígenas, puesteros, agricultores familiares, en alianza con sectores de la ciudad que también creen en una canasta de alimentos hecha desde (y para) el pueblo.
La agricultura familiar, «que apuesta por prácticas sanas, con un profundo respeto por la tierra», es responsable del 54,7% de la producción intensiva a campo de hortalizas, según datos del Ministerio de Agricultura y Ganadería. Y por ejemplo, son familias campesinas las que producen el 61,4% de los pollos parrilleros. Sin embargo, estos productos «son vendidos en ferias y mercados locales», alejados de las grandes urbes, donde las cadenas de supermercados han acaparado el control sobre las prácticas alimentarias.
«Sería bueno que en la ciudad tomaran conciencia sobre qué es un producto hecho de forma orgánica», señala Margarita Barrozo, productora del departamento de San Martín (Mendoza). Tiene sólo una hectárea, espacio suficiente para sembrar tomates, zapallos y frutos, materia prima para elaborar mermeladas y salsas. Margarita prepara sus especialidades «de forma natural, sin aditamentos, conservantes ni matayuyos (herbicidas)». Tanto cuidado hace la diferencia: «Nada tiene que ver una salsa de tomate de supermercado, que no tiene sabor, con el gusto de mi producto».
La voz guaraní «ñande coga» significa: nuestra producción. Y así nombró un grupo de jóvenes la feria de alimentos que montaron en Empedrado, Corrientes. Melón, sandía, poroto, arveja, mandioca, maracuyá y guayaba llenan de color los puestos. Una vez por semana llega hasta allí Noelia Alegre, uno de estos espíritus emprendedores. En su chacra, a 18 kilómetros del pueblo, siembra 100 metros cuadrados de huerta. Tierra más que suficiente para abastecerse de alimento. El excedente es llevado a la feria.
La joven y sus amigos quisieron ofrecer a los vecinos el fruto de las semillas criollas (no industriales) que les fueron traspasadas por sus padres, y que éstos, a su vez, recibieron de sus abuelos; semillas que llevan asociadas generaciones de prácticas agrícolas. El mercado local sirvió entonces para estrechar las manos de agricultores y consumidores. Noelia sintetiza el objetivo de Ñande Coga: «Mejorar la calidad de vida de la comunidad».
Unos 70 socios componen la Asociación de Familias Productoras de Cañuelas (AFP). Estos habitantes del sur bonaerense saben criar conejos y cerdos de forma agroecológica: con alimento libre de suplementos que provengan del mercado de insumos químicos. «Estas prácticas nos han acompañado por generaciones, y  han servido a la humanidad para transitar miles de años sin hambre»,  destaca Daniel Bareilles, referente de la AFP.
Desmalezar, sembrar, cosechar y cuidar la producción bajo un sistema ecológico implica un constante y delicado trabajo. Es un punto que suelen resaltar las familias que adscriben a esta cultura agraria. El modelo agroindustrial «es más fácil». Daniel enumera: «Una máquina fumiga, otra viene y siembra, y otra empresa cosecha, para que un patrón sólo levante la ganancia». «No es lo mismo ser un campesino por teléfono, que un campesino con el culo en el tractor», sentencia.

Confrontar al agronegocio
Desde un  punto de vista técnico, la agroecología consiste en «el reciclaje de nutrientes y energía, la sustitución de insumos externos; el mejoramiento de la materia orgánica y la actividad biológica del suelo; la diversificación de las especies de plantas; la integración de los cultivos con la ganadería». En otra dirección, las grandes empresas sólo buscan «rendimientos aislados de las distintas especies», monocultivo. Estas definiciones forman parte de la publicación «La Revolución agroecológica en América Latina», realizada en 2011 por el chileno Miguel Altieri, profesor de agroecología en la Universidad de Berkeley (Estados Unidos), y Víctor Toledo, del Centro de Investigaciones en Ecosistemas, de la Universidad Nacional Autónoma de México.
El texto, que lleva el sello de la Sociedad Científica Latinoamericana de Agroecología (Socla), reporta exitosas experiencias en Latinoamérica que confrontan el discurso enarbolado por el agronegocio, acerca de que sólo la agricultura de escala (monocultivo en grandes extensiones) puede alimentar al mundo. Un ejemplo: 1,73 hectárea de monocultivo de maíz produce tanto alimento como una hectárea sembrada con una mezcla de maíz, calabaza y frijoles. Además, el policultivo de maíz, calabaza y frijol produce hasta 4 toneladas por hectárea de materia seca para su incorporación en el suelo. Mientras que los monocultivos de maíz dejan sólo dos toneladas por hectárea.

En camino. Aún faltan incentivos para popularizar los productos artesanales. (Guadalupe Lombardo)

Otras críticas al modelo corporativo de producción alimentaria quedan expuestos en el libro El gran robo de los alimentos (2012), de la organización internacional Grain. «El sistema agroalimentario industrial descarta cerca de la mitad de toda la comida que produce, en su viaje de los establecimientos agrícolas a los comerciantes, a los procesadores de comida, y a los supermercados», analiza Grain, especializada en investigar los impactos del agronegocio a nivel internacional.
En materia ambiental, el modelo agroalimentario actual «es responsable de entre el 44% y el 57% de las emisiones de gases con efecto de invernadero». Un caso para graficar: un kilo de maíz de la agricultura industrial estadounidense utiliza 33 veces más combustibles fósiles que la misma cantidad de producción hecha por un campesino mexicano.
En la Cátedra Libre de Soberanía Alimentaria de la Universidad Nacional del Comahue (Neuquén) también defienden la agroecología como alternativa. Desde ese espacio académico, Alba Fernández propone incorporar otros puntos al debate sobre el modelo agroalimentario. A su entender, un consumidor debe «poder comprar lo que hizo un productor que viva a no más de 50 kilómetros del punto de venta, que el precio sea justo para que esa familia rural no se muera de hambre y así evitar que deban migrar a las ciudades».

Sembrar en la ciudad
La opción agroecológica también juega su partido entre la marea de edificios y automóviles: una huerta casera, una granja impulsada por una organización barrial o un mercado de comercio justo, son algunas de las vías por donde este modelo alimentario se inserta en las urbes.
En esa atmósfera se desenvuelve Iriarte Verde, una cooperativa de trabajo ubicada en el porteño barrio de Barracas. «Buscamos que en la ciudad no sólo piensen en llevar a la mesa un producto más sano sino en que también se contribuya a cuidar el ambiente, que no se utilicen agroquímicos a gran escala, y que no se deforeste», señala Raúl Lalo Bottesi, unas de las siete almas que compone este mercado agroecológico. Iriarte Verde ofrece  verduras, frutas, huevos y miel que llegan directamente de las manos de productores bonaerenses. De este modo fomentan circuitos cortos de comercialización, es decir, que los productos perecederos no recorran grandes distancias antes de ser puestos en la mesa.
Maritza Michel, del barrio Siglo XX, ubicado en Esteban Echeverría (Buenos Aires), también apuesta por achicar el camino entre producción y consumo. La mujer, de 53 años, elabora dulces caseros de mora y naranja, frutas que cosecha en el patio de su casa. De allí, sin escalas van a los puestos de feria del conurbano sur.
Maritza recibe apoyo técnico del programa Pro-Huerta, del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA). Con más de 20 años de existencia, esta política alcanza a más de 600.000 huertas en todo el país. Gracias a dicha iniciativa, esta vecina de Echeverría pudo generarse «un trabajo genuino» y a la vez cumple con uno de sus objetivos de vida: «Cuidar lo que más amo: la tierra».

Acceso popular
¿Es más caro alimentarse con productos artesanales? «Hay mucho mito y también oportunismo de empresas que juegan con el ecologismo para acaparar ciertos mercados, como el de los sellos orgánicos. Nosotros creemos que estos productos deben ser populares y lo debe poder consumir cualquier persona», responde Lalo Bottesi.
En la misma dirección, los investigadores de la Socla critican los sistemas de alimentos orgánicos «que no cuestionan la naturaleza del cultivo, que dependen de insumos externos, y que se basan en sellos de certificación extranjeros y caros», ya que «ofrecen poco a los agricultores, volviéndolos dependientes de insumos y mercados externos». En resumidas cuentas, sólo se busca «optimizar la utilización de insumos, pero no se considera el rediseño productivo». Esos sistemas, reflexionan Altieri y Toledo, «presentan los mismos problemas de cualquier régimen de agroexportación».
Alba Fernández, de la Universidad del Comahue, coincide en que son varios los factores que se combinan a la hora de que los productos agroecológicos puedan ser accesibles a la mayoría de los argentinos. Por un lado, entiende que «se deben subsidiar algunas producciones» para lograr precios competitivos. Y además, «el Estado puede comprar alimentos a pequeños productores» para incorporar a sus programas sociales, en vez de utilizar bienes de las grandes marcas.
Por otro lado, desde la Cátedra de Soberanía Alimentaria llaman a reconocer que «hay un tema cultural, que es la colonización del gusto, que habrá que ir cambiando». Sobre este punto, Bottesi cita el caso de la manzana, que «elaborada de forma orgánica cuesta $12 por kilo y la misma cantidad, pero producida convencionalmente llega a estar $14». Y, asegura, «la gente se inclina deforma masiva a esa producción industrial».
«El consumo es el mayor acto político –concluye Fernández–. Cuando compro legitimo o no la explotación rural, la pérdida del medio ambiente, y la producción de alimentos que tengan que ver con nuestras raíces. Para el que vive en la ciudad, pensar todo esto es una práctica fundamental».

Leonardo Rossi