22 de julio de 2015
Millones de personas expulsadas de su tierra por guerras, crisis económicas y persecuciones raciales sufren marginación, desamparo y violencia cuando intentan cruzar las fronteras.
Pa’ una ciudad del norte/ yo me fui a trabajar/ mi vida la dejé/ entre Ceuta y Gibraltar», canta Manu Chao, hijo de un exiliado español de la Guerra Civil, en «Clandestino», el tema que narra las desventuras de otros que, como su familia, debieron dejar su tierra para labrarse un futuro mejor. O simplemente un futuro. En esa canción, Chao detalla los avatares de latinoamericanos y africanos sin papeles, «ilegales, clandestinos» obligados a correr «para burlar la ley». Perseguidos por el hambre y la falta de expectativas, víctimas de guerras civiles y de la avidez de grandes empresas que devastan regiones para explotar sus recursos naturales. Según datos de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), en 2014 se registró un flujo de 214 millones de migrantes en todo el planeta, esto es, más de 4 veces la población de Argentina. Tratándose de un proceso que por fuerza se hace a hurtadillas, el cómputo completo podría estimarse 3 y 4 veces mayor, según la misma fuente. Pero no todos logran su objetivo, y en ese mismo período más de 4.000 personas murieron en el intento.
Las imágenes de los que cada día cruzan en barcos desvencijados y sobrepasados de pasajeros hacia Lampedusa, al norte de Túnez y cerca de Sicilia en Italia, las que cada tanto se ven en el enclave español de Ceuta y las de quienes intentan cruzar la frontera caliente entre México y Estados Unidos, al igual que las que fugazmente se mostraron de Malasia, son elocuentes. Impotencia y represión violenta, tiendas de campaña para alojar a los sin refugio, disputas políticas entre quienes no quieren hacerse cargo de un problema que hasta el papa Francisco puso de relieve con una visita a uno de esos campos del espanto.
Europa atraviesa una crisis económica que, en algunos países del sur, es demoledora. Sin embargo, miles de desesperados tratan de ingresar cada día a Italia, Grecia y en menor medida a España. Es que son las naciones más cercanas a esos «territorios de fuga» y quienes logran entrar en general no planean quedarse allí, sino que hacen una primera escala para atravesar fronteras interiores del continente hacia un lugar donde afincarse.
Pero nada es fácil para ellos. Y en todos los lugares adonde llegan –si es que no caen en el camino– encuentran resistencia, rechazo, estigma. El sociólogo polaco Zygmunt Bauman, autor de Ceguera moral, ensaya una explicación a este drama contemporáneo: «Desde la modernidad, los refugiados de la brutalidad de guerras y despotismo, de una vida sin esperanza, golpearon a nuestras puertas. Para la gente de este lado de las puertas, esas personas han sido siempre “los extraños”, “los otros”». Esos otros están en la mira de los movimientos xenófobos o directamente nazis que prosperan en casi todos los países de Europa. El crecimiento del partido de los Le Pen, padre e hija, en Francia, Amanecer Dorado en Grecia, los grupos neonazis alemanes y neofascistas en el norte de Italia son muestras del arraigo de la intolerancia en el continente. El periodista catalán Pere Rusiñol describe la situación: «Los inmigrantes son el chivo expiatorio perfecto» y «una amenaza a la visión del mundo de la ultraderecha porque, por definición, introducen elementos de diferencia en una sociedad. La ultraderecha, en cambio, persigue la quimera del pueblo absolutamente homogéneo y cohesionado por compartir una lengua, una cultura, una religión».
Del otro lado del océano, el millonario Donald Trump, en su lanzamiento como precandidato presidencial de los Estados Unidos, arremetió contra los emigrantes mexicanos: «Están enviando gente que tiene muchos problemas, nos están enviando sus problemas, traen drogas, son violadores, y algunos supongo que serán buena gente, pero yo hablo con agentes de la frontera y me cuentan lo que hay», dijo.
Cercos militares
En el mapa actual de las migraciones internacionales se observan dos grandes fenómenos. Uno de ellos es el flujo migratorio más o menos ordenado, más o menos pacífico, más o menos consentido, que permite la circulación de poblaciones que se integran a las sociedades receptoras. Por ejemplo, las migraciones suramericanas hacia la Argentina, donde existen planes generosos para la acogida y la legalización junto con oportunidades de trabajo, estudio y sistemas de salud pública que los locales cuestionan pero son a todas luces superiores a los que tienen en sus territorios de origen los inmigrantes.
El otro fenómeno, violento y trágico, es el de los flujos migratorios que intentan atravesar fronteras cerradas y militarizadas, como sucede en el Mediterráneo y los Balcanes. Allí, en lo que va del siglo, las organizaciones internacionales registraron unos 40.000 muertos, lo que llevó a que el último informe sobre migraciones de la OIM se titulara Viajes fatales. El 70% de esas muertes tuvo lugar en el Mediterráneo. En ese informe se aclara que por cada muerto registrado hay por lo menos otros dos o tres desaparecidos.
«Nada te prepara para ver a 369 personas hacinadas en un barco de pesca», declaró hace poco Chris Catrambone, cofundador de la Estación de Ayuda al Migrante por Mar, que se dedica a la ayuda a los que cruzan desde África a Italia. Fue durante uno de los tantos naufragios que se suceden porque las embarcaciones carecen de las más elementales medidas de seguridad. «Se está creando una fosa común en el mar Mediterráneo y las políticas europeas son las responsables», denunció Loris De Filippi, presidente de Médicos Sin Fronteras (MSF).
Solo en lo que va de 2015 cerca de 2.000 personas se ahogaron tratando de escapar de Libia hacia Lampedusa, y durante el último año alrededor de 100.000 consiguieron entrar a Europa por distintas vías, de acuerdo con estadísticas de la OIM. Casi 55.000 cruzaron el mar desde el devastado norte africano, mientras que más de 46.000 llegaron a Grecia desde Turquía. La dramática situación motivó quejas de Italia porque sus socios de la Unión Europea (UE) cierran fronteras para evitar recibirlos, violando los principios establecidos en el Tratado de Schengen. A mediados de junio se decidió aceptar la reubicación de hasta 40.000 extranjeros llegados a Italia y Grecia, más que por cuestiones humanitarias para aliviar a dos de los países más castigados por la crisis económica.
En otras geografías se suceden verdaderas tragedias humanitarias no solo por la cantidad creciente de seres humanos que mueren en el intento de migrar, sino porque a ese drama se acopla el tráfico de personas, secuestros masivos, asesinatos y desapariciones forzadas. Esas tres zonas son la ya mencionada frontera sur (Mediterráneo) y este (Balcanes) de la UE, otra es la frontera entre Estados Unidos y México, a las que se añadió recientemente el Golfo de Bengala y el Mar de Andamán, en el sudeste asiático. En América la situación tiene sus matices. Los 3.152 kilómetros de frontera entre México y los Estados Unidos en particular, y el territorio mexicano en general, reviste la inocultable condición de tragedia humanitaria. Solo en 2014, al menos 1.000 personas perdieron la vida en su intento por atravesar ese borde sellado con una muralla o por los caminos que aún quedan sin dividir. Pero no todos son mexicanos. Al menos la mitad provienen de otros países centroamericanos cuyo primer desafío es alcanzar la frontera con Estados Unidos sin ser secuestrados en el camino. Un porcentaje menor está compuesto por asiáticos, suramericanos, africanos, caribeños y antillanos, que utilizan a México como trampolín de acceso al «paraíso americano». Los registros del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) y la OIM estiman que entre 1.200 y 1.500 personas intentan cruzar ese peligroso límite por tierra.
El vecino de al lado
México es uno de los mayores expulsores de población del mundo, cada día abandonan tierra azteca unas 700 personas, de las cuales 600 van a Estados Unidos, 55 a Canadá y 45 al resto del mundo. Los cuatro mayores países emisores de la región latinoamericana y caribeña siguen siendo Brasil (23%), Colombia (11%), Perú (9%) y Ecuador (9%). La Argentina, en este contexto, durante los 90 fue expulsor de nativos pero al mismo tiempo receptor de países vecinos, un raro fenómeno con pocos antecedentes en el planeta. En la actualidad es uno de los cuatro puntos de acogida de emigrantes, aunque ya no vienen mayoría de europeos como a lo largo de la primera mitad del siglo XX, sino que son migrantes de Bolivia, Paraguay y Chile, además de los jóvenes colombianos y brasileños del sur del país que cruzan las fronteras para aprovechar las ventajas de la educación superior gratuita y de calidad que se ofrece en el país. Por otro lado, España, que pocos años atrás fue el destino soñado para las atribuladas poblaciones locales, desde hace tres años no hace sino expulsar a miles de ecuatorianos y peruanos que vuelven a su países de origen, e incluso lo hace con españoles nativos que ven cerradas sus puertas en la península y encuentran oportunidades en América Latina.
En Estados Unidos residen 33 millones de descendientes de mexicanos y 11 millones de migrantes de ese origen, de los cuales solo el 25% obtendrá la ciudadanía, muchos de ellos luego de enrolarse en el Ejército. El 50% de los mexicanos residentes son pobres. Según el Instituto Nacional de Migraciones de México (INMM), un total de 1 millón de personas al año utiliza ese país como plataforma de ingreso a los Estados Unidos, sean documentados o indocumentados, registrados o invisibles. Al mismo tiempo, cada año regresan a través de México unos 400.000 migrantes. De ellos, una parte se queda en el país azteca, una parte regresa a su país de origen y otra comienza un nuevo itinerario para reintentar el ingreso por otra vía. El mismo INMM define que la frontera entre los Estados Unidos y México es la más transitada del mundo. Entre 300 y 500 dólares por cabeza paga un migrante a los traficantes (polleros o coyotes) para cruzar, bastante menos de lo que pagan los africanos para escapar a Europa. Los traficantes, que controlan al menos 8 de cada 10 cruces, los recogen en el lado mexicano y los sueltan del lado estadounidense. Pasan la frontera de múltiples modos, ocultos y hacinados en camiones, camionetas, doble fondo del piso de micros, flotando en el interior de camiones cisterna, incluso en el tren infelizmente conocido como La bestia. Solo en 2014 la OIM contabilizó 250 muertes de migrantes en las inmediaciones de ese borde tabicado por un muro de cemento y hierro. La cifra llega hasta los 6.000 muertos en este tramo del siglo XXI.
Efecto rebote
La vieja y orgullosa Europa, protagonista de las peores guerras, genocidios y ocupaciones coloniales que vivió la humanidad, padece ahora el rebote de muchas de esas intromisiones bélicas en otras regiones hacia su propio territorio. Así, recibe oleadas de migrantes por el sur y por el este que escapan de situaciones provocadas por acciones de las dirigencias políticas no tan lejanas en el tiempo que desataron verdaderos infiernos en África y el Oriente Medio. Millares de migrantes africanos, en parte magrebíes y en parte subsaharianos, se desplazan durante meses a través del desierto más grande del planeta para ingresar a Ceuta y Melilla, dos resabios de la etapa colonial de España, como trampolín de acceso a Europa. Para impedir el ingreso terrestre, primero por su cuenta y luego con auxilio de Bruselas, España construyó dos gigantescos muros de alambre, cemento y acero que están permanentemente monitoreados por cámaras de visión nocturna y sensores de movimiento y ruido. En 2012 España llegó a establecer un acuerdo con Marruecos para que las autoridades del reino africano se encarguen de frenar el paso de migrantes por su territorio mediante un control represivo mucho más duro, que España no puede aplicar por su adhesión a tratados de la UE. En otras palabras, los marroquíes hacen el trabajo sucio a los españoles. Por eso se incrementó el paso por otros canales, aunque las autoridades magrebíes no suelen ser muy afectuosas con los migrantes subsaharianos. El Gobierno de Argel, por ejemplo, carga con decenas de denuncias en su contra por capturar a migrantes en Tánger y expulsarlos al desierto. Ninguna administración europea se dio por enterada de esas prácticas. Libia y Túnez son, entonces, los puertos de salida para fugitivos procedentes de Guinea, Senegal, Sudán, Mali, Nigeria, Camerún, Togo, Ghana y Chad. A Italia cruzan en su gran mayoría magrebíes y en particular libios que huyen de la guerra civil desatada tras la intervención europea para derrocar y asesinar a Muhamar Khadafi en 2011. Por el Mediterráneo oriental ingresan millares de sirios, egipcios, iraquíes, afganos, somalíes y eritreos, entre otros, por rutas que los llevan a Grecia a través o del mar Egeo o de la frontera con Turquía. La OIM certifica que «Europa es el destino más peligroso del mundo para las migraciones irregulares». Y computa la muerte de 2.000 personas por año, equivalentes a unos 28.000 durante este siglo. Un tercio de los que cayeron durante 2015 eran magrebíes, un tercio subsaharianos, el 11% del cuerno de África (Somalia y Eritrea) y el resto sin identificación. Italia es el país que más migrantes recibe por vía marítima, con 130.000 en 2014, más del doble que un año antes. La situación fue advertida por la actriz Angelina Jolie, quien visitó un centro de refugiados en Malta y dijo que «existe una relación directa entre los conflictos en Siria y en otros países de la región, y el incremento de las muertes en el Mediterráneo. Si no atajamos la raíz de esos conflictos, el número de refugiados que mueren seguirá en crecimiento».
Nobel fallido
El continente asiático, en tanto, es una zona de permanentes y gigantescas migraciones, compuesta por una natural movilidad migratoria sin mayores conflictos, y una migración violenta ocasional originada en conflictos bélicos o sociales, protagonizada por desplazados y refugiados, y que genera innegables catástrofes humanitarias. Es lo que está sucediendo actualmente en la bahía de Bengala y el mar de Andamán, con refugiados rohingyas procedentes de Myanmar y Bangladesh, que son rechazados por Tailandia, Malasia e Indonesia. Las cifras son escalofriantes. Durante 2014, cuando escaló la crisis migratoria, entre 90.000 y 100.000 personas se movilizaron por la zona, y más de 25.000 entre enero y marzo de este año. De estos, el ACNUR contabilizó más de 2.000 muertos en el mismo lapso, la mitad por naufragios o enfermedades contraídas en alta mar, y la otra mitad de manos de los traficantes tailandeses y malasios. Forman parte de los 180.000 rohingyas que huyen desesperadamente de la limpieza étnica lanzada desde 2012 en Myanmar. El relator de las Naciones Unidas para este caso, el argentino Tomás Ojea Quintana, lo calificó como genocidio. «En Myanmar se están cometiendo crímenes contra la humanidad. Hay elementos claros y más que suficientes para determinar que hay un genocidio contra los rohingyas en Arakán», destaca (ver Políticas de Persecusión).
Estos ataques revelaron una actitud esquiva de Aung San Swkyi, premio Nobel de la Paz de 1991, una líder opositora que pasó 20 años encarcelada por la dictadura militar y que ahora aparece como favorita para las elecciones de 2016. Varios premiados con ese galardón que se reunieron recientemente en Oslo para denunciar la tragedia de los rohingya decidieron no invitar a Suu Kyi y la criticaron ácidamente. «Si eres neutral en situaciones de injusticia, has elegido el bando del opresor», espetó el arzobispo sudafricano Desmond Tutu, Nobel de 1984 que le reclamaba «desesperadamente su liderazgo moral» para poner fin a las matanzas.
—Alberto López Girondo
Informe: Alejandro Pairone