La espera

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Si este viento caliente dejara de soplar, si finalmente lloviera. Aunque no se trata de la tormenta que, tarde o temprano, estallará, o se disolverá en el horizonte –vendrán días soleados y noches frescas y apacibles; los días y las noches que se esperan a mediados de otoño–. No se trata, por tanto, de la lluvia, sino de las próximas horas de este fin de semana: las de hoy, las de mañana. Pienso en esas horas por venir, en su curso lento e implacable.
Ana ensaya Brahms. Los dieciséis valses de Brahms ¿Cuántos años hace que le regalé esa partitura? ¿Diez? ¿Doce? Nunca antes ella se había sentado al piano a interpretarla. Lo hizo por primera vez ayer, a última hora de la tarde, mientras yo bebía mi whisky y trataba de ampararme –como ahora– en la lectura del borrador de la novela. Ana dice que esas pequeñas piezas de Brahms son difíciles de ejecutar. Todos estos años conversamos acerca de la secreta complejidad de ciertos libros y de ciertas obras musicales, tan engañosamente simples, tan indescifrables en aquello que esconde su estructura en apariencia inocente; sobre la buena música y la buena literatura.
Lo concreto es que este fin de semana Ana se concentrará en Brahms, en estos valses breves, tan íntimos e intensos que parecen haber sido compuestos con una especie de desesperación contenida. De desdicha. Brahms tiene que haber sido un hombre desesperado, claro.
«Todo va a salir bien», me dijo hoy al despertar. Se acurrucó a mi lado, me abrazó y apoyó su mejilla contra mi pecho. Dos o tres veces repitió que todo saldría bien. Respondí que sí (hubiera deseado que fuera un «sí» menos débil) y la retuve con mi brazo, temiendo que alzara los ojos y, repentinamente, me mirara. Ninguno de los dos puede mentirle al otro con la mirada. Ya bastante difícil es callar. No hablar y esperar a que llegue el lunes, el desayuno silencioso del lunes, disimular la tensión de estos últimos momentos. No logro imaginar cómo serán las palabras de despedida este lunes, qué nos diremos. Sí, en cambio, el resto. El resto es fácil: llegaré al hospital a primera hora, el médico me recibirá en su consultorio y, con una sonrisa, me pedirá que tome asiento. Se mostrará, como es su costumbre, amable y distante. A continuación le tenderé el sobre que ayer por la tarde retiré del laboratorio (y que dejé sobre el mármol de la alacena, detrás de la frutera, con un ademán de falso descuido). Él rasgará el sobre por uno de los bordes, leerá el informe y, un minuto después, me clavará la vista. Entonces todo habrá concluido. Me bastará su expresión para saber cómo, al menos para sospecharlo.
Es difícil deshacerme de esa escena que se sigue colando entre las de la novela. Tan difícil como disimular frente a Ana, quien sin dudas también se esfuerza. Pero ella, al menos, lo tiene a Brahms: la catedral de su música, ese relativo consuelo. No nos hemos dicho una sola palabra acerca de la enfermedad, siquiera la nombramos. Para que no exista, para que no tenga una representación en nuestras vidas.
Esta mañana, con Ana acurrucada a mi lado, no había nada para mí fuera de ella, de su aliento tibio en mi piel, de ese punto de calor que casi me quemaba y, tal vez, en ese instante, Ana habrá compartido mi esperanza: sanarme con su respiración, con su voluntad y su anhelo ¿Quién sabe? Hay vida, hay cuerpos que envejecen: el mío, el de Ana. Hay, del mismo modo, cierta extrañeza a lo largo de una vida en común, y quizás ése sea el único infranqueable misterio: el mutuo desconocimiento. No se en qué momento Ana se deshizo de mi abrazo, se escurrió entre las sábanas, y salió de la cama y de la habitación. Con los párpados cerrados, para que no me distrajeran los muebles ni mi cara en el espejo sobre la cómoda o el cielo raso (ese mapa de claroscuros que podría dibujar después de tantas noches de vigilia), sin proponérmelo, recordé de pronto un antiguo sueño. Un sueño repetido por años en el pasado, que Ana desconoce, que mantuve en secreto. Siempre era otoño en el sueño, cerca del mediodía, y estábamos ella y yo solos, en la cocina. Me acercaba a Ana por detrás, abarcaba su cintura, la abrazaba, ambos de cara al parque, los dos jóvenes, cuando todo aún era posible. Sin embargo, la memoria traiciona: no es lo mismo soñar que evocar un sueño. En el recuerdo del sueño esta mañana, estábamos, una vez más, Ana y yo en el mismo lugar de la casa y en la misma pose, pero éramos más bien dos figuras borrosas tras un vidrio empañado –que terminó por cegarse cuando Ana regresó a la habitación y desplegó los postigos–. Luego, tras correr las cortinas, se acercó a la cama para besarme. Y minutos más tarde, después de abrir las canillas de la ducha, sin dudas a punto de quitarse el camisón, con esa gracia tan particular de su cuerpo delgado y ese encanto que ella tiene cuando se recoge el cabello en la nuca, se asomó por la puerta entreabierta del baño (rodeada por una nube de vapor) y murmuró algo –la voz mínima, contenida–. «¿Sabés…?», fue lo único que escuché o entendí de esa frase apenas esbozada. Pero, sin embargo, había tal brillo en sus ojos, tanta alegría y tanta rabia en ese gesto, que no hice más que asentir y devolverle la sonrisa.
No quiero pensar en Ana sola a los cincuenta y dos años, en esta casa demasiado grande y demasiado vacía. No quiero eso para ella y no lo quiero para mí, aunque, ¿a quién le importa lo que Ana y yo queramos? ¿A quién?…, me preguntaba hoy al oír los violentos golpes del agua en la bañera, ese martilleo hueco que me llevó a contemplar, como ahora, la ventana: los suaves movimientos de las ramas altas del nogal, y este cielo bajo, color ceniza.

—Gabriel Bellomo (Buenos Aires, 1956) publicó los libros de relatos Historias con nombre propio (1994), Olvidar a Marina (1995), Marea negra (2001) y Formas transitorias (2005, Premio Fondo Nacional de las Artes) y las novelas El ilusionista (2006), El informe de Egan (2007, Premio Fondo Nacional de las Artes), El médano (2010) y Mapas (2012). «Conjeturo que los pactos de lectura destinados a perdurar se celebran en la infancia. Y que es en la infancia cuando se instala la sospecha de que la escritura es una llave que abre las celdas de una caja china, y quizá hasta se intuya tan tempranamente que la doble muesca de esa llave son la palabra y la memoria», escribió en la ponencia «La escritura como un ejercicio de la sospecha».